La Jornada Semanal,  26 de mayo del 2002                         núm. 377
Eduardo Matos Moctezuma

La huida de Quetzalcóatl,
de Miguel León-Portilla

Hace ya cerca de medio siglo que un joven historiador escribió una obra de teatro en tres actos a la que llamó La huida de Quetzalcóatl. La ofreció para ser publicada y, pese a que llevaba una presentación de don Ángel María Garibay, le fue rechazada. Debió pasar el tiempo, ese tiempo de que trata la obra, para que personas con mayor empeño y visión animaran al doctor Miguel León-Portilla, aquel joven historiador hoy convertido en un historiador consagrado, a publicarla. El Fondo de Cultura Económica no dejó pasar la oportunidad y, con gran tino, nos da la versión original de aquel intento. Ahora tenemos el intento hecho realidad.

Tanto arqueólogos como historiadores jugamos con el tiempo. Ese es nuestro quehacer y a él nos entregamos. Buscamos el tiempo ido y a veces lo encontramos. En otras ocasiones se nos escurre entre las manos. Miguel León-Portilla ha sabido encontrarlo y aun detenerlo. Prueba de ello es esta obra que está tomada de los viejos relatos nahuas a la que ha subtitulado Prólogo y monólogo del tiempo. Bien captó Ángel María Garibay el contenido y la intención de nuestro autor al decir, con buena pluma, las siguientes palabras:

La forma exterior está en armonía. Frases rítmicas, con un verso interior. En una lengua hoy ya ecuménica, el castellano, se torna presente la figura del hombre que huye de sí mismo, del hombre que huye de sus obras, del hombre que huye del tiempo, que huye del lugar, que huye, que huye... que sabe de dónde, pero que no sabe a dónde, a pesar de que finge un mundo, el que más tarde fingió el poema primitivo para explicar su ausencia. El hombre, calcinado por su propia angustia, la angustia de sus barreras interiores, deja la hoguera para volverse estrella.

Este es el tema que hoy nos brinda Miguel León-Portilla. Basado en el mito de la huida del hombre-dios Quetzalcóatl, nos hace vivir los momentos en que el Señor de Tula goza y vive sus obras que pretende trasciendan el tiempo. Así dice Quetzalcóatl: "Repito que mi imagen/ es Tula y la Toltecáyotl./ ¡Obra muy grande,/ incrustación de esmeraldas!/ Creación que nunca se acaba,/ un porvenir como un horizonte/ que se abre y crece y crece sin fin./ Esta es la manifestación de mí mismo./ ¡Esta es mi imagen!

Ante la soberbia del hombre y dios, los tlacatecólotl –hombres búhos y hechiceros– le reconvienen. La insistencia de Quetzalcóatl obliga a uno de ellos, de nombre Huitzil, a reducirlo al tiempo. Dice así el diálogo:

Quetzalcóatl: Sólo quien se consagra/ a crear lo que llaman cultura/ podrá ser algún día/ un dios en la tierra...

Huitzil contesta: ¿Tú eres un dios en la tierra?/ Nosotros somos únicamente/ Mensajeros del tiempo...

Finalmente Quetzalcóatl ve su propio rostro envejecido y surcado por el tiempo. El hombre duda y el dios tiembla. Es parte del tiempo mismo. La vieja aspiración del hombre por detener el tiempo hace presa de él y lo hace dudar: "¿No habrá acaso algún artificio/ para escaparse del tiempo?/ ¿Para rejuvenecer a la Toltecáyotl?/ ¿Para rejuvenecerme siempre a mí mismo?/ ¡Ir más allá del tiempo...!// Pero es imposible salirse del tiempo./ En realidad,/ Sólo la muerte puede sacarnos del tiempo./ Nos saca y nos hunde en la nada./ Al morir,/ Nos volvemos una rasgadura/ En el torrente del tiempo./ Un surco que muy pronto vuelve a llenarse/ Con vidas nuevas, indiferentes, que nacen..."

El dios hombre cae en la tentación de dominar al tiempo. Sólo la muerte, dice, puede logralo. Y no hay que olvidar que fue él, Quetzalcóatl, quien murió dos veces para lograr su objetivo. Así lo relatan los viejos mitos. Uno de ellos es cuando, al igual que otros héroes culturales, pudo llegar al inframundo, al Mictlan, para robar los huesos de los antepasados para crear, con el artilugio del mito y del sacrificio, al hombre. De esta manera pudo llegar al mundo de los muertos y regresar al mundo de los vivos. Este don de ver el rostro de la muerte le está deparado solamente a algunos hombres privilegiados... En otra ocasión, la que aquí se nos relata, nuestro personaje decide incinerarse y convertirse en lucero. Es la muerte ritual que debe darse para volver a renacer en algo nuevo. Es un rito de paso, como dicen los antropólogos. 
Y Quetzalcóatl-hombre tuvo que morir para convertirse en Quetzalcóatl-dios. Fue allá, en Tlapallan, en donde se realizó el portento.

EPÍLOGO

"El máximo problema del hombre no es la pesadumbre de la existencia, sino la amargura del fluir." Estas palabras llenas de ciencia y conciencia abren el Pórtico con el que inicia la presentación de la obra el doctor Ángel María Garibay, La huida de Quetzalcóatl de León-Portilla es la huida del hombre de sí mismo, de lo que cree inmutable e imperecedero. El hombre verdadero debe tomar conciencia de que todo perece y que sólo perdura lo insondable del tiempo. "¿Qué quedará de mí en la Tierra?", se pregunta el sabio nahua, y responde: "Al menos flores, al menos cantos..."

He aquí la lección constante que nos dejan los hombres verdaderos.

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