Y la selva sangró
Detrás del antagonismo entre indios y trasnacionales, que se agudiza en la coyuntura, hay un proceso de larga duración que ha hecho crisis en las últimas décadas: la lenta pero inexorable destrucción de la selva. La crisis de Montes Azules no se agota en una conspiración por desalojar a los indígenas y dejar pasar a los empresarios. Es ejemplo paradigmático de la crisis terminal de un sistema excluyente y depredador que exacerba hasta el extremo la contradicción naturaleza-sociedad. No se trata de un conflicto circunstancial sino de una encrucijada civilizatoria. La reserva de la biósfera está acosada por la prospección empresarial, padece la contaminación de los campamentos militares, y también está amenazada por la colonización desordenada de las comunidades indígenas. En suma, el promisorio Desierto de la Soledad devino el corazón de las tinieblas
ARMANDO BARTRA
SI EL ALZAMIENTO del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) hizo visible el trato del sistema a los indígenas, como emblema de una marginación que a todos amenaza; la batalla por Montes Azules ilumina la manera en que el capital se apropia de la selva tropical, como alegoría de la generalizada lógica depredadora del gran dinero.
Y si la rebelión indígena prefigura la necesaria subversión de unas relaciones sociales que son malas cuando explotan y peores cuando excluyen; la crisis lacandona anticipa la indispensable revolución de una tecnología uniforme y un modo de producir saqueador, propiciatorios de catástrofes ecológicas.
Es urgente, entonces, defender del desalojo violento a las comunidades que están dentro o cerca del corazón de la reserva de la biósfera, pero es también indispensable esclarecer el fondo de la batalla histórica que ahí se libra.
La cuenta corta
Visto
en perspectiva estrecha, el conflicto de Montes Azules resulta de la tensión
entre los planes de desplazamiento impulsados por las autoridades federales
y la resistencia de las comunidades a salir.
Efectivamente, en la llamada Mesa Ambiental, establecida para el efecto en septiembre de 2001, los representantes del gobierno foxista promueven el desalojo, argumentando tanto el daño ecológico como los reclamos de la Comunidad Lacandona, en cuyos terrenos están los asentamientos "irregulares". Mientras, el gobernador Salazar Mendiguchía ha manifestado reiteradamente que se opone al desplazamiento violento, y acusa al titular de la Procuraduría Federal del Medio Ambiente de ser un "funcionario ineficiente y torpe que ha pretendido empinar al gobierno del estado a realizar actos de fuerza".
Y algunos sospechan que detrás de los "halcones" federales, más que una honesta preocupación por el medio ambiente, lo que hay son los intereses de empresas biopiratas, que serían mejor servidos con una reserva propiedad de la ínfima y maleable Comunidad Lacandona y bajo control burocrático-militar, que teniendo que lidiar con comunidades indígenas autónomas y politizadas. Concretamente, opera en la zona la ONG Conservation International, algunas de cuyas acciones son patrocinadas por el Grupo Pulsar, de Alfonso Romo, dueño de la empresa Savia, principal impulsora mexicana del negocio biotecnológico. Esto por no hablar de recursos tradicionales como el petróleo y la propia madera.
No pueden dejarse de mencionar dos agentes fuertemente disruptivos: la fuerza pública (ejército, policías) y los programas sociales y de fomento. Funciones estatales ciertamente irrenunciables, pero que al operar en el marco de una guerra congelada cuyos contingentes políticos están entreverados, devienen armas de contrainsurgencia, perversos instrumentos de acoso y división. Mientras no se satisfagan las demandas mínimas zapatistas, se restablezca el diálogo y se negocie la paz, la seguridad pública y los programas de desarrollo se inscribirán inevitablemente en una guerra sorda y larvada que ya va para nueve años. No es problema de voluntad política ni depende de quién gobierne la entidad, es que el estado de excepción no puede mantenerse indefinidamente sin que se descomponga cada día más el tejido social.
Pero detrás de estos actores visibles e intereses particulares se encuentra el "ecosistema internacional Selva Maya", presidido por el concepto de Corredor Biológico Mesoamericano, que con el justo alegato de que la reproducción sustentable de la biodiversidad supone intercambios extensos que rebasan las reservas puntuales, de hecho transfiere a organismos financieros multilaterales, como el Banco Mundial, la soberanía sobre los cursos bióticos. Y aún más atrás, estarían programas como el Plan Puebla Panamá y proyectos de acuerdos comerciales como el ALCA, que anuncian una integración continental norteada como parte de una globalización salvaje.
El paradigma en que se amparan estas posiciones e intereses es un conservacionismo aséptico, según el cual cuando se trata de proteger al medio ambiente las comunidades salen sobrando. Y también la peregrina idea de que la biodiversidad se resguarda mediante las acciones de prospección biológica, quizá porque no hay especie más segura que la especie patentada.
En el otro bando se encuentran entre 30 y 40 comunidades, algunas de las cuales llegaron apenas ayer mientras que otras tienen una antigüedad de más de tres décadas. Unas son asentamientos legalizados durante el gobierno de Carlos Salinas, cuando en 1988 la Unión de Ejidos Quiptic Ta Lecubtesel logró el reconocimiento de 26 títulos ejidales. De ahí nació también la Asociación Regional de Interés Colectivo, conocida como ARIC Unión de Uniones, a cuya fracción "democrática e independiente" siguen perteneciendo la mayor parte de los poblados amenazados de desalojo. Otras son comunidades zapatistas, establecidas más recientemente y formadas por población desplazada de Los Altos o de otros parajes de Las Cañadas, asentamientos como El Suspiro y 6 de Octubre, que hoy se agrupan en los municipios autónomos de Ricardo Flores Magón, Emiliano Zapata y Libertad de los Pueblos Mayas. Hay también poblados identificados con el PRI, como Palestina, Chamizal, Coatzacoalcos, Plan de Ayutla y San Antonio Escobar. Algunos están dispuestos a negociar con el gobierno, incluso la reubicación, y otros ni siquiera le hablan. Unos sacan madera, tumban monte para establecer grandes potreros y a la hora de preparar la milpa queman desordenadamente; mientras que los zapatistas han decidido "ser los primeros que debemos cambiar para evitar la destrucción", y tratan de controlar los desmontes y las quemas. Pero frente a la amenaza de un desalojo violento todos están en resistencia.
En esta perspectiva de análisis, estaríamos frente a una gran conspiración del imperio y sus agentes por expulsar de Montes Azules a las comunidades indígenas defensoras del medio ambiente, para entonces poder privatizar libremente la biodiversidad y apropiarse de los recursos naturales. Y sí. Hay una conspiración. De modo que frente a la amenaza de expulsión y saqueo debemos tomar partido por los indios y contra las trasnacionales. Pero detrás de este antagonismo, que se agudiza en la coyuntura, hay un proceso de larga duración que ha hecho crisis en las últimas décadas: la lenta pero inexorable destrucción de la selva. Una catástrofe que no resulta de confabulaciones imperiales ?aunque las haya? ni remite con sólo tomar partido por los indios.
La cuenta larga
Ahí estuvieron los mayas en tiempos de esplendor, pero al llegar los españoles sólo unas cuantas comunidades lacandonas, pochutlas, topiltequenses y acalaes quedaban en lo que certeramente se llamó el "desierto de la soledad".
Y desierto siguió. Hasta principios del siglo XIX, cuando la civilización mercantil llegó a la selva con el feo rostro de las compañías madereras. Entonces empezó el saqueo. Primero fueron la caoba y el cedro, cuyas trozas se sacaban por tracción animal y luego arrastradas por las impetuosas aguas de los ríos, técnica que redujo el daño pues los cortes no podían alejarse mucho de las riveras. Luego llegaron los campamentos chicleros, de penetración más profunda pero interesados sólo en el chicozapote. Así, durante el siglo XIX la extracción de maderas preciosas y de látex, mermó tres especies arbóreas sin dañar demasiado el ecosistema.
Pero en el siglo XX las monterías tecnificadas intensificaron sus incursiones, y en la segunda mitad de la centuria el gobierno promovió el saqueo a través de la Compañía Forestal de la Lacandona, S.A. y de Triplay Palenque S.A., empresas con participación estatal dependientes de la Nacional Financiera. Para cubrir la operación, en 1972 el presidente Luis Echeverría dotó de 614 mil 321 hectáreas a la Comunidad Lacandona, formada por apenas 80 familias, con lo que dejaba en la ilegalidad a los asentamientos dispersos de migrantes espontáneos, quienes de grado o por fuerza fueron canalizados a dos Nuevos Centros de Población: Velasco Suárez, conocido como Palestina, y Frontera Echeverría, llamado Corozal.
También a mediados del siglo pasado, el gobierno promovió la ganaderización del sureste mediante subsidios y libre acceso a la tierra. La implantación de un modelo extensivo y de pastoreo libre derivó en una ganadería rentista y de bajísimos índices de agostadero; pero sobre todo ocasionó la destrucción de vertiginosas extensiones de selva tropical, particularmente en Campeche, Quintana Roo, Tabasco y Chiapas. En esta última entidad ganaderos poderosos, como los de Ocosingo, monopolizaron los potreros y el rentable negocio de la engorda, mientras que los campesinos se encargaban de la más laboriosa labor de cría.
La explotación forestal puramente extractora y la ganadería extensiva, son dos negocios de bajísima inversión y esencialmente rentistas, cuyas cuantiosas utilidades provienen de la apropiación y saqueo de los recursos naturales. Son también, prácticas depredadoras que se extienden a costa de la destrucción de los ecosistemas. Son finalmente, actividades económicas insostenibles.
No se trata, sin embargo, de modalidades perversas de la producción empresarial, al contrario su lógica es estrictamente capitalista. Y lo es en dos sentidos: la maximización de las ganancias y la apropiación económica de la naturaleza. Esta última mediante procesos de privatización, que son a la vez campañas de emparejamiento, de destrucción de la diversidad. Porque para el gran dinero la heterogeneidad de la biósfera es un obstáculo a vencer; un reto del que sólo se triunfa cuando la selva ha sido desmontada, aplanados los suelos, represadas las aguas, uniformadas las plantas y los animales, emparejadas las tecnologías, transformada en insumos de síntesis química la fertilidad. Y finalmente, descifrada, intervenida y privatizada la clave genética de la vida, no por bien de los hombres, sino en abono del negocio.
Y la selva sangró. Si pudo sobrevivir sin grandes mermas a los ríos de maderas finas y de blanco látex que fluyeron a las metrópolis durante el XIX, la silvicultura tecnificada y la ganadería extensiva de la segunda mitad del siglo pasado la hicieron recular, perder terreno, empequeñecer. Pero aún faltaba una plaga más: la colonización desordenada por comunidades campesinas provenientes sobre todo de la Zona Norte, de Los Altos y del oriente del estado. Decir que los indios migrados a la selva fueron una desgracia puede ser políticamente incorrecto, sin embargo es verdad.
***
El
poblamiento moderno de la Selva Lacandona comenzó hace medio siglo
y tiene muchos afluentes: campesinos mestizos de nueve estados de la república
que fueron dotados en la zona de Nuevos Centros de Población Ejidal,
refugiados guatemaltecos que escapaban de la guerra, y sobre todo indígenas
chiapanecos: antiguos peones de las fincas ganaderas, maiceras o cafetaleras,
que buscaban mejor vida, y jóvenes expulsados de sus comunidades
por falta de tierra. Primero fueron los tzeltales y choles, pero a partir
de los setenta comenzaron a llegar también tzotziles y algunos tojolabales.
No fueron pocos: mientras que en 1960 vivían en la Selva Lacandona unas 12 mil personas, hoy la ocupan 215 mil habitantes. Y el poblamiento ha sido inversamente proporcional a la extensión del bosque, pues si hace 40 años había más de un millón y medio de hectáreas arboladas prácticamente vírgenes hoy quedan sólo medio millón con vegetación no perturbada. Sin duda la pérdida fue obra de las compañías madereras y los grandes ganaderos, pero los campesinos también hicieron su parte.
En el último cuarto de siglo vivimos un tumultuoso éxodo hacia el norte: del campo a la ciudad, de la agricultura a la industria, de México a Estados Unidos. Y en tiempos de incontrolable flujo septentrional como los nuestros, la colonización indígena del Desierto de la Soledad se nos muestra como la última gran marcha hacia el Sur. Y aquí Sur no es tanto un rumbo como una alegoría.
Quienes migraron a Las Cañadas, adentrándose en la selva en pos de un espejismo de libertad y bonanza, pensaban que aún había espacios desocupados donde establecerse, creían que la frontera agrícola todavía podía ampliarse ilimitadamente. Fue este el postrer desplazamiento poblacional multitudinario rumbo al horizonte, hacia una promisoria periferia donde edificar rústicas utopías libertarias. Hoy, cuando los últimos peregrinos están ingresando a la zona núcleo, a los recónditos Montes Azules donde termina el mundo y dizque comienza una nueva vida, resulta claro que las promesas del Sur ya eran un espejismo hace tres o cuatro décadas.
Porque la selva no puede sostener a tanta gente. Pero también porque los colonos llegaron a ella con un bagaje tecnológico inadecuado. Sus saberes agrícolas ancestrales provenían de otros ecosistemas y en la selva resultaban torpes, pero lo más grave es que la mayoría adoptó los modos depredadores de los monteros y ganaderos que los habían precedido. Y es que cuando se migra para salir de pobres se piensa en seguir el ejemplo de quienes se hicieron ricos. Modelo que poco tiene que ver con el sutil manejo campesino de los recursos y mucho con la tala indiscriminada para sacar madera y para establecer potreros.
Pronto se dieron cuenta que era un espejismo. Más aún, en algunos casos el campesino era sólo la avanzada de las explotaciones pecuarias privadas, pues desmontaba, sembraba milpa un par de años y dejaba el potrero establecido para que lo ocupara el ganadero. Y cuando sacaba madera, lo hacia por cuenta de los aserraderos y grandes compañías que se quedaban con la tajada de león. Hasta la "milpa que camina", el ancestral sistema maya de roza-tumba y quema, que requiere dejar descansar la tierra, demanda extensos desmontes, y ocasionalmente deriva en incendios incontrolables, terminó siendo un peligro para la selva. De las cuatro líneas productivas desarrolladas en Las Cañadas: milpa, madera, ganado y café, sólo este último resultó sustentable y hasta con virtudes ecológicas, pues en las plantaciones no se siguió el modelo finquero, con frecuencia especializado y a pleno sol, sino el sistema rusticano, con huertas tradicionales de sombra múltiple, que reproducen razonablemente la biodiversidad, retienen el suelo, facilitan la infiltración del agua y capturan carbono.
Por otra parte el Desierto de la Soledad resultó un extraordinario laboratorio social. Jóvenes, creativos y animados por un activismo eclesial inspirado en la Teología de la Liberación, los migrantes rechazaban el sistema caciquil de sus parajes de origen y encontraban en la selva una página en blanco donde redibujar la comunidad. Crisol de etnias y lenguas, Las Cañadas vieron nacer nuevas identidades políticas e inéditos actores sociales: desde las Uniones de ejidos de los setenta hasta el EZLN de los ochenta y noventa.
La historia la ha contado inmejorablemente Neil Harvey en La rebelión de Chiapas. Pero otro libro y autor, Víctor Toledo en La paz en Chiapas, nos muestran una cara diversa de la moneda: si en lo social la selva fue un fructífero campo de experimentación, en el ámbito de la economía y la producción resultó un callejón sin salida. La ganadería extensiva y la silvicultura extractiva, podrían ser rentables pero resultan insostenibles; la milpa itinerante requiere un equilibrio territorio-población que se ha roto; y la cafeticultura, siendo ambientalmente virtuosa, tiene problemas crónicos de mercado y arrastra una crisis de precios de tres lustros. Quienes escaparon al vacío de la selva se encontraron pronto con que no había para donde hacerse: veda forestal generalizada, desestímulos a la ganadería de pastoreo libre, críticas al sistema de roza, tumba y quema, caída de los precios del café. Y la seducción de Montes Azules -la última frontera- no es más que el espejismo de un espejismo, porque cuando no hay para dónde hacerse es que no hay para dónde hacerse.
En la encrucijada
Así, el promisorio Desierto de la Soledad devino el corazón de las tinieblas; alegoría de la encrucijada civilizatoria que enfrentamos. Un sistema expoliador y excluyente que expulsó los indios a la selva, previamente descremada, y con el síndrome del montero y el vaquero exitosos, les heredó modelos técnico-económicos insostenibles, se topa con la horma de sus zapatos. Ganadería extensiva, extracción de madera, ampliación de la frontera agrícola a costa del bosque, son el emblema del ecocidio, y las comunidades acorraladas, que ya no hallan para dónde, dramatizan la contradicción medioambiente-sociedad propia del sistema depredador del gran dinero. En Las Cañadas y en Montes Azules no fracasaron las prácticas agrícolas de los indios, topó con pared la lógica expansiva del capital.
Porque en la reserva de la biósfera sí se desmonta para establecer potreros, sí hay cortes de madera y aserraderos, sí hay incendios por quemas agrícolas, sí hay nuevos asentamientos producto de la indefinición. La reserva de la biósfera está acosada sin duda por la prospección empresarial, tanto petrolera como biológica, y padece la contaminación física y social de los campamentos militares, pero está amenazada también por la colonización desordenada de las comunidades indígenas.
En la cuenta larga, la crisis de Montes Azules no se agota en una conspiración por desalojar a los indios y dejar pasar a los empresarios. Es mucho más que eso: es ejemplo paradigmático de la crisis terminal de un sistema excluyente y depredador que exacerba hasta el extremo la contradicción naturaleza-sociedad. No se trata de un conflicto circunstancial sino de una encrucijada civilizatoria.
Las veleidades autoritarias y represivas del gobierno, como la codicia ilimitada de las trasnacionales, pueden contrarrestarse por un tiempo mediante campañas de opinión. Podemos defenestrar a un funcionario atrabancado y hasta quemarle los dedos a un empresario voraz. Pero el agotamiento catastrófico del modelo capitalista es mucho más difícil de revertir. Enmendarle la plana a la lógica excluyente y ecocida del gran dinero demanda una revolución. Y no estoy hablando de tomar Palacio y sentarse en la silla presidencial, sino de subvertir la dinámica de tabla rasa social y ambiental que subyace tras la dictadura del mercado. Una gran revolución tecnológica, económica y social que no tiene que hacerse de una sola vez, que puede ensayarse en pequeño y de a poquito.
Y
en Chiapas los actores de esta radical subversión son los indios.
Las comunidades, que muchas veces han sido ejecutoras del ecocidio por
cuenta del capital, que han sangrado a la selva y han sangrado con ella,
las que tumban y queman por que no hay de otra, están enmendando
el camino. No serán el Banco Mundial con sus Corredores Biológicos
Mesoamericanos, ni el represivo conservacionismo gubernamental, ni los
atesoradores privados de la biodiversidad, ni los ambientalistas contrainsurgentes;
la preservación, reproducción y restauración de los
ecosistemas frágiles y biodiversos, será obra de las comunidades
que los usufructúan o no será.
Pero en las Cañadas y en Montes Azules la relación entre los indios y el medio ambiente está muy deteriorada. Ser los "guardianes de la selva" se dice fácil pero no es cualquier cosa, se requieren intensas actividades organizativas intra e intercomunitarias, trabajos de diagnóstico, labores de planeación. Y sobre todo se requiere un vuelco cultural, un replanteamiento de los usos y costumbres productivos, que sin duda está en consonancia con la índole profunda de la comunidad indígena y campesina, pero se ha pervertido y tiene que restaurarse, reinventarse.
Hay para esto alternativas tecnológicas puntuales: la milpa puede sedentarizarse con leguminosas; la roza, tumba y pica podría reducir el riesgo de incendios; los modelos agro-silvo-pastoriles permiten combinar de manera sostenible el aprovechamiento del bosque, con el ganado y los cultivos; el café sin agroquímicos y de sombra se revaloriza en el mercado. Pero la clave no está en recetas y prescripciones tecnológicas, sino en la existencia de una fuerza social dispuesta a avanzar por nuevos caminos.
En el Municipio Autónomo Ricardo Flores Magón, ubicado en Montes Azules, los zapatistas no sólo se aprestan a resistir el posible desalojo, también han emprendido una revolución ambiental: prohibieron tumbar y quemar monte en la reserva y sus alrededores y sólo siembran milpa en acahuales, es decir en áreas que ya habían sido desmontadas y tienen vegetación secundaria. En la aplicación de estas normas han tenido que enfrentarse con asentamientos no zapatistas responsables de incendios y desmontes. Parece poco, sin embargo se trata de una decisión política y productiva trascendente.
"Pero si los dejamos quemar la montaña, ¿qué palabra va ha tener nuestro municipio? -le dijeron al periodista Hermann Bellinghausen-. Somos los primeros que debemos cambiar, para evitar la destrucción. No es vender madera y palma la comida que necesitamos".
Sin embargo no pueden hacerlo solos. Revertir la crisis ambiental planetaria supone colosales cambios en la correlación de fuerzas y nos incumbe a todos. Y aún en escala más modesta, detener la degradación de Montes Azules y de toda la Selva Lacandona, no es tarea de algunas comunidades y unos cuantos municipios, pues demanda programas integrales y políticas públicas con prioridades muy distintas a las actuales. Pero por algo se empieza.
Se dirá también, que esta revolución desde abajo, imposible sin autogestión democrática, economía justiciera, aprovechamiento sustentable de los recursos y por sobre todo, sin enmendarle la plana a los paradigmas políticos, técnicos y económicos del capital, no será viable si antes no detenemos la conspiración trasnacional por expulsar a los indios de Montes Azules.
Cierto. Pero esta urgente campaña será epidérmica si no vamos a la raíz. Y además de epidérmica será fracasada, pues la correlación de fuerzas necesaria para frenar a los personeros del sistema sólo puede construirse en torno a un paradigma alterno.
En el caso de Montes Azules no se trata de enfrentar a los defensores de la pureza angélica de los indios con los defensores de la pureza impoluta del medio ambiente, se trata de sumar fuerzas. La causa lo amerita.