La Jornada Semanal,  19 de mayo del 2002                         núm. 376
Katherine Mansfield

Dos relatos

ACERCA DE KATHERINE MANSFIELD
CLIFTON FADIMAN

Debemos clasificar a Katherine Mansfield como una escritora neozelandesa y no como inglesa, pues algunos de sus mejores cuentos y novelas cortos, a pesar de haber sido escritos en Europa, "convocan y transforman la infancia de la escritora" en el asombroso territorio de Nueva Zelanda.

Nacida en 1888, se trasladó a Inglaterra cuando tenía veintiún años. La muerte de su hermano Leslie en la primera guerra mundial le causó un profundo trauma del cual brotaron la memoria de su infancia y sus mejores relatos.

En 1918 se casó con el escritor John Middleton Murry y, de su mano, entró en la vida literaria activa que giraba en torno a la figura y a la obra de d.h. Lawrence. Pronto se retiró del "mundanal ruido". La tuberculosis y una extrema debilidad la obligaron a guardar cama por largas temporadas.

La crítica literaria, tan dada a las clasificaciones simplistas y apresuradas, dictaminó que la influencia del Chéjov en la obra de Mansfield era "demasiado notoria".

Murió en 1923 y se necesitó tiempo para que la crítica y los lectores valoraran con justicia una obra que inauguró nuevas formas de narrar "llenas de misterio, asombro y deslumbramiento".

EN LA NOCHE

(Virginia se halla sentada al fuego. Sus ropas de calle están amontonadas sobre una silla; sus zapatos colgados del enrejado de la chimenea para secarse, echan nubecillas de vapor.)

Virginia (Dejando sobre sus rodillas la carta que estaba leyendo): No me gusta nada esta carta; no me gusta absolutamente nada. Quisiera saber si se ha propuesto aparecer como un "snob" o si lo es de nacimiento. (Lee). "Te agradezco infinito los calcetines. Como ya tengo cinco pares que me enviaron de regalo no hace mucho, te complacerá saber, estoy seguro, que he regalado los tuyos a un amigo mío de la misma compañía." No; no puede ser imaginación mía. Este hombre siente lo que dice. Es un "snob" incurable.

¡Ah, cuánto me pesa haberle enviado la carta encareciéndole que se cuidara! Daría cualquier cosa por tener ahora esa carta. Pero, es claro; la escribí un domingo por la tarde. Ese fue mi error fatal. No debería escribir cartas los domingos por la tarde; siempre se me va la mano. No sé por qué esas horas de los domingos me producen un efecto extraño. Literalmente hablando, siento hambre de tener alguien a quien escribir... o a quien amar. Sí; debe ser eso. Me siento triste y rebosante de amor. Qué raro, ¿no?

Debería concurrir a la iglesia de nuevo; tiento al destino sentándome ante el fuego a pensar. Allá tendré, por lo menos, los himnos; se encuentra fácil refugio en los himnos religiosos. (Canta.) "Entonces, para los más amados y para los mejores..." (Deja de cantar bruscamente cuando sus ojos tropiezan con el segundo párrafo de la carta.) "Fue mucha bondad de tu parte haberlos tejido tú misma." ¡Vamos! ¡Eso ya pasa la medida! Los hombres son abominablemente presuntuosos. Éste se imagina que yo misma le tejí los calcetines. ¡Bueno está! Si apenas lo conozco; si he hablado con él un par de veces. Debe creer que he perdido la cabeza por él y que estoy dispuesta a echarme en sus brazos porque, sin duda, eso de tejerle calcetines a un hombre, sobre todo a un hombre prácticamente desconocido, es como arrojarse en sus brazos. Si se le compra un par, como excepción, es completamente distinto. No; no volveré a escribirle. No. Además, ¿de qué serviría? Puede ser que llegue a encariñarme con él, sabiendo que no le intereso nada. No intereso a los hombres.

Muchas veces me he preguntado por qué, después de cierto momento, los hombres se alejan de mí. ¡Qué raro! ¿No? Al principio les gusto; les parezco una mujer poco común y original; pero tan pronto quiero demostrarles –o aun insinuarles– que me gustan, se diría que les da miedo y empiezan a desaparecer. Supongo que con los años me convertiré en una amargada por estas circunstancias. Tal vez sea porque tengo mucho que darles. Sí; tal vez sea eso lo que les asusta. ¡Oh, siento que llevo en mí un caudal tan ilimitado, tan enorme, de amor! Lo daría todo. Cuidaría al ser amado enteramente, velaría por él, le evitaría todo lo malo y lo feo del mundo y le haría sentir que, si acaso deseara algo, daría mi vida para dárselo. Si tan sólo yo supiera que alguien me quiere y que soy útil o necesaria a alguien, me convertiría en una persona completamente distinta. Sí; ese debe ser el secreto de mi vida: sentirme amada y deseada, sabiendo que alguien depende de mí para todo, absolutamente para todo, y para siempre. Soy fuerte y llevo conmigo un tesoro tan grande o mayor que el de cualquier mujer. Estoy segura de que la mayoría de las mujeres no tienen estas ansias de... expresarse a sí mismas. Creo que se trata de eso: es como un deseo de florecer. Estoy recogida, replegada, encerrada en las sombras y nadie se preocupa de ello. Me imagino que por eso siento una ternura tan tremenda por las plantas, los pájaros y los animales enfermos; debe ser una manera de aliviarme del peso de este tesoro, de esta carga de amor. Pero también, naturalmente, porque los pobrecillos parecen indefensos y desamparados. Mas estoy cierta de que un hombre enamorado, verdaderamente enamorado, se cree tan indefenso como un animalillo herido. Sí; estoy cierta de que los hombres...

No sé por qué esta noche tengo ganas de llorar. Claro está que no es por esta carta; no tiene ninguna importancia. Pero sí debe ser por esta incertidumbre; no sé si las cosas cambiarán alguna vez o si habré de seguir viviendo así hasta envejecer, queriendo y esperando. Y ya no soy joven. Tengo arrugas y la piel no es ni sombra de lo que era. Nunca fui lo que se llama hermosa, pero tenía una piel delicada y tersa, cabello sedoso y rizado... y caminaba bien. Hoy me miré al espejo; me pareció verme encorvada y arrastrando los pies... Me vi achacosa y vieja. Bueno; no tanto; yo siempre exagero en todo lo que se refiere a mí misma. Pero no se puede negar que me estoy marchitando y eso, sin duda, es un signo de la edad. El viento, por ejemplo; ahora me disgusta verme azotada por el viento; ahora detesto que se me mojen los pies. Y, sin embargo, nunca me preocuparon esas cosas; al contrario, me complacían, me revelaba en ellas porque, en cierta manera, me identificaban con la naturaleza. Pero ahora no. Ahora me enojan esas cosas, me entran ganas de llorar, y siento vivos deseos de hallar algo para olvidar. Debe ser por eso que las mujeres se dan a la bebida. ¡Qué raro! ¿No?

DOS DE DOS PENIQUES, POR FAVOR

Dama: Sí, querida, hay; hay lugar de sobra. Si esta señora que está a mi lado quisiera cambiar de asiento y ocupar aquel de enfrente... ¿Sería tan amable, señora? Así mi amiga puede sentarse junto a mí... ¡Muchas gracias! Pues sí, querida, los dos automóviles han sido requisados a causa de la guerra y yo me estoy acostumbrando a los ómnibus. Naturalmente, cuando vamos al teatro llamo a Cynthia por teléfono. Todavía le queda un automóvil. A su chofer lo llamaron al servicio... hace años. Creo que incluso lo mataron, pero no estoy segura. Su nuevo chofer no me gusta nada. No es que me importe enfrentar un riesgo razonable, pero ese hombre es un obstinado; se va encima de todo lo que ve. Sólo Dios sabe lo que sucedería si se echara encima de algo que no se apartase a tiempo de su camino. Pero el pobre hombre tiene un brazo medio paralizado y, además, tiene no sé qué cosa en un pie; me parece que la propia Cynthia me lo dijo. Supongo que por eso será tan descuidado. Quiero decir que... ¡Bueno! ¿Ya sabes?

Amiga: ¿...?

Dama: Sí. La vendió. Sí, querida; era demasiado pequeña. Sólo tenía diez habitaciones, ¿sabes? Pues sí; sólo había diez habitaciones en aquella casa. Es raro. Viéndola por fuera no se diría, ¿verdad? Y con todas las amas de casa y las institutrices y todo... La servidumbre tenía que dormir fuera; ya sabes lo que eso significa.

Amiga: ¿...?

Guarda: Boletos, por favor. Conserven sus boletos.

Dama: ¿De cuánto eran? De dos peniques, ¿no es cierto? Dos de dos peniques, por favor. No. No te molestes; yo tengo algunas monedas... en alguna parte.

Amiga: ¿...?

Dama: ¡No, no! Aquí tengo..., si es que las encuentro.

Guarda: Boletos, por favor.

Amiga: ¿...?

Dama: ¿De veras? Sí, tienes razón. Ahora lo recuerdo. Sí; yo pagué al venir. Muy bien, dejaré que pagues tú por esta vez. Estamos en guerra, querida mía.

Guarda: ¿Hasta dónde van?

Dama: Hasta Boltons.

Guarda: Medio penique más por cada una.

Dama: ¡No! ¡Eso sí que no! Al venir pagué dos peniques. ¿Está usted seguro?

Guarda (Brutalmente): ¡Mírelo usted misma en la tarifa!

Dama: ¡Vaya! Está bien. Aquí tiene otro penique. (A la amiga.) Parece mentira que puedan ser tan mal educados. Después de todo a esos hombres les pagan por su trabajo. Pero todos son iguales. Me han dicho que a fuerza de viajar en los ómnibus, se afecta la espina dorsal. Creo que por eso son así... Ya supiste lo de Teddie, ¿no es cierto?

Amiga: ¿...?

Dama: Ya le dieron su... le dieron su... ¿Qué fue lo que le dieron? ¿Cómo se llama eso? ¡Qué tontería, olvidarme así...!

Amiga: ¿...?

Dama: ¡Oh, no,! Hace siglos que es Mayor.

Amiga: ¿...?

Dama: ¿Coronel? No, querida se trata de algo mucho más importante. No se refiere a su compañía –hace tiempo que el pobre está en la misma compañía–; tampoco se refiere a su batallón; es...

Amiga: ¿...?

Dama: ¡Regimiento! Sí; creo que se trata de su regimiento. Pero lo que te iba a decir es que lo han nombrado... ¡Vaya, qué tonta soy! ¿Qué sigue luego de Brigadier? ¿General? ¡Sí, eso es! ¡Jefe de Estado Mayor! Como es natural, su mujer está que revienta de satisfacción.

Amiga: ¿...?

Dama: ¡Vamos, querida, si ahora todo el mundo asciende, cualquiera sea el puesto que ocupe! Además, Teddie es un gran muchacho y no sé cómo tardaron... ¡Qué cosa tan horrible! ¿No es cierto?

Amiga: ¿...?

Dama: ¿Pero es posible que no lo sepas? Pues sí; ella está en las Oficinas de Guerra y muy bien colocada, por cierto. Me parece que le aumentaron el sueldo recientemente. Tiene algo que ver con la confección de listas de bajas y saber qué fue de los desaparecidos; no sé exactamente lo que hace, pero ella misma confiesa que es algo horrible y nunca quiere hablar de su trabajo para no sentirse más deprimida; me dijo que era parte de su trabajo leer las cartas más conmovedoras de los familiares de las víctimas y viceversa. Afortunadamente, la pobre mujer encuentra solaz con sus compañeras de trabajo; todas ellas forman un grupito alegre y encantador –son esposas de oficiales, ¿sabes?– y se hacen el té en un saloncito privado y compran pastelitos por turno en lo de Stewart. Le dejan libre una tarde por semana, que ella aprovecha para ir de compras o visitar al peinador. La última vez fuimos juntas al desfile de modelos de Primavera en la casa Yvette.

Amiga: ¿...?

Dama: No. Por supuesto que no. A mí no me convencen esos saquitos-capa. Como te dije cuando fuimos al desfile de modelos. ¿Para qué pagar un precio exorbitante por un saquito-capa en casa de Yvette, cuando no se nota la diferencia –a simple vista, por supuesto– con esos saquitos mucho más baratos que venden en las tiendas? Naturalmente que se tiene la satisfacción de saber que el material es de lo mejor, pero en cuanto a la vista... No; le aconsejé que se comprara un saco común y corriente y una falda. Porque, después de todo, un saco y una falda siempre van bien. ¿No tengo razón?

Amiga: ¡...!

Dama: No; no se lo dije así, tan bruscamente, pero esa era mi intención. Es demasiado gorda para uno de esos saquitos-capa. Se le verían las caderas más salientes de lo que las tiene. Yo estuve a punto de comprarme uno del más delicioso azul indefinido que puedas imaginarte, y con adornos de ese nuevo color rojo langosta... ¿Sabes que he perdido a mi Kate?

Amiga: ¡...!

Dama: Sí. ¿No te parece una atrocidad? Precisamente cuando la tenía más o menos entrenada. Pero la guerra se le subió a la cabeza, como sucede con todas; me anunció que quería irse a fabricar municiones. Al pagarle su último sueldo, le advertí que si encontraba trabajo en las fábricas (lo que considero muy improbable), no volviera a poner los pies en mi casa para no alborotar al resto de la servidumbre.

Guarda (Brutalmente): ¡Me pagarán un penique más cada una si siguen viaje!

Dama: ¡Oh, si ya hemos llegado! ¡Qué extraño! No me hubiera dado cuenta si...

Amiga: ¿...?

Dama: ¿El martes? ¿Bridge para el martes? No, querida; mucho me temo que el martes va a ser imposible. ¿No sabías que debo ocuparme de los pobrecitos heridos? Pues sí; generalmente los mando con la cocinera a dar un paseo por el zoológico u otro lugar por el estilo, como puedes imaginarte. ¡El miércoles! Estoy completamente libre el miércoles.

Guarda: La va a sorprender el miércoles en este ómnibus, si no se baja pronto.

Dama: Esto es demasiado, buen hombre.

Amiga: ¡...! 


TRADUCCIONES DE STAN HARDY