La Jornada Semanal,  5 de mayo del 2002                         núm. 374
 José Balza
el estado de las cosas

Televisión y cultura

José Balza, maestro venezolano, nos habla de “los emisarios de la nada” que practican “la intolerancia, la discriminación, la censura, la ideología, la religión, los prejuicios y el racismo y que hoy tienen nombres perfectamente reconocibles: poder absoluto del dinero, del mercado, de la superficialidad, de la televisión”. En estos tiempos dedicados al big brother (pronto publicaremos un ensayo de Umberto Eco sobre el tema) y a otros excesos de la comunicación manipuladora y güey, las reflexiones de Balza, alejadas de lo apocalíptico y de lo integrado, provocarán muchas adhesiones y varias discrepancias.

Un escritor agudo, sutil y por todo esto sin dudas civilizado (cosa cada vez más difícil de encontrar hoy) como lo es Enrique Vila-Matas, acaba de decirlo en Caracas.

Viniendo de él, de pensamiento ágil y transformador, pero refinadamente discreto, su frase cobra un carácter estremecedor. Vila-Matas acaba de decir: "El orgullo del escritor de hoy tiene que consistir en enfrentarse a los emisarios de la nada –cada vez más numerosos en literatura– y combatirlos a muerte para no dejar a la humanidad precisamente en manos de la muerte. En definitiva: que a un escritor le podamos llamar escritor. Porque digan lo que digan, la escritura puede salvar al hombre. Hasta en lo imposible."

Los emisarios de la nada, que son la muerte intelectual: ante ellos es que debe estar alerta el pensamiento para salvaguardar la vida (o la sensibilidad, la emoción, la inteligencia). Los emisarios de la nada: un ejército tan antiguo como las sociedades –y que se ha llamado intolerancia, discriminación, censura, ideología, religión, prejuicios, racismo–, que hoy tiene nombres perfectamente reconocibles: poder absoluto del dinero, del mercado, televisión, superficialidad.

Los emisarios de la nada siempre existieron. A ellos, sin embargo, podía oponerse la ética, el sentido de la armonía vital, la utopía política y social, la espiritualidad, la tolerancia, la aceptación de la contradicción íntima. Condiciones éstas de lo humano que encarnaban en la búsqueda de cambios sociales, en el respeto a la integridad humana, en la creación artística. Durante siglos y, tal vez, milenios, los seres –sometidos, limitados por factores adversos– podían no obstante luchar, buscar, obtener compensaciones y equilibrio en la solidaridad, el pensamiento, el arte. Y, sobre todo, mediante un territorio –social y personal– en el que lograban refugiarse y defenderse contra aquello que los agredía. Así, a su manera, el héroe, el santo, el artista, optaban por una vida propia, diferente.

La nada que nos avasalla desde hace quizá cincuenta años posee al contrario un poder sin precedentes: su ubicuidad, su facilidad para penetrar en la conducta de todos, para alinearnos bajo una única voluntad. Nunca las sociedades más crueles pudieron uniformar de esta manera a mandatarios y masas, a ingenieros, profesores, secretarias o policías. La televisión y todos los medios de difusión conducen la política, el comercio, la psicología, la fe.

La televisión –y muy pronto lo hará internet– ha terminado por sustituir a la realidad, el más rico refugio de la individualidad. La tierra y la naturaleza en general ya no existen sino como elementos de una pantalla.

Los emisarios de la nada están materializados y ocupan nuestro entorno, nuestros seres queridos, nuestros sueños. No sólo están tratando de invadir a la literatura, como dice Vila-Matas, sino a la cultura entera, muchas de cuyas áreas han sido vencidas o vulneradas. ¿Es acaso arte pictórico mucho de lo que hoy se nos ofrece como tal? ¿Tiene que ver con la música eso que suena permanentemente en los equipos eléctricos?

Tal vez pintura y música hayan caído rápidamente. Aunque sigamos contando con grandes compositores e intérpretes. Aunque también Mozart, Alban Berg o Mahler circulen en versiones simplificadas y estupidizadas.

De manera paradójica, el padre visual de la televisión –el cine, aunque los Hollywoods de todas partes invadan también a las multitudes–, resiste, resiste y emite señales importantes de creatividad y de originalidad. El cine sigue ofreciendo muestras de nuestras vidas y deseos con sutileza o con brusquedad, sin falsificar su esencia de arte o el misterio de la existencia. 

Y junto al buen cine, la literatura –quizá porque exige una imprescindible y compleja acción de desciframiento: desde la letra al significado, a lo simbólico– guarda una sorprendente vitalidad como vientre del espíritu. Aun el peor libro es un destello para la opción, para la individualidad. Y qué decir de un fragmento de Cervantes o de Cortázar.

Los emisarios de la nada asaltan a la literatura y cada vez es menos escritor quien publica libros amparados por meras empresas televisivas o editoriales. Pero en el borde de la acción que suscitan estos tomos –la acción de leer–, bien puede haber un factor de reversión para que el simple consumidor sea lanzado a un torrente nunca imaginado por él ni por los consabidos comerciantes, y así aterrice en la literatura verdadera.

No quiero aludir, por otra parte, al papel que la literatura ha tenido siempre y tiene de manera especial en estos tiempos. Ya no le corresponde solamente ser depositaria de los mitos y los símbolos arcanos –aunque siga haciéndolo–; ya no sólo debe preservar el ritmo del tiempo, de la duración, que es el ritmo de la sangre y del cosmos; ya no sólo puede atender a la in/certidumbre de una norma y a las variaciones de esa norma en el comportamiento de los seres; ya no sólo debe recoger en el ensayo y en la reflexión los enlaces entre pasado, presente y futuro (como tal vez estamos haciendo en estos instantes). No sólo todo eso corresponde a la literatura, sino que ella debe resguardar el componente esencial de la condición humana: la vitalidad del lenguaje, como coherencia subterránea entre el individuo y la sociedad, entre la imaginación personal y la imaginación política. Cambiante, escrita y pensada, la literatura es nuestro gesto primordial y definitivo como seres sensitivos, solitarios, masivos.

Quiero mencionar dos ideas que me han acompañado durante mucho tiempo, precisamente en relación a la televisión –fenómeno en el que me he sumergido con gran curiosidad, y que he reflejado prolongadamente en dos de mis novelas.

Una de esas ideas pudiera parecer alarmante, aunque no se refiere a la violencia y al mal gusto cotidianos de la pantalla, aunque éstos pudieran conducir a lo que me interesa. La otra es, ha sido siempre, una idea optimista respecto de lo que nos ha traído la televisión.

Introduzco, pues, el primer aspecto: ya estamos a casi cien años desde que Freud iniciara sus investigaciones sobre la hipnosis, que lo llevarían a un concepto sobre el inconsciente y la estructura psíquica de la personalidad. Quizá pocos hallazgos hayan determinado tanto la vida en el siglo xx, como esas ideas: por su riesgo, su hondura, por su posterior simplificación y popularidad. Al mismo tiempo, quizá pocos hallazgos hayan obtenido una repercusión intelectual tan amplia, de tal modo que hoy se expanden hacia inesperadas fronteras, como en los estudios psicoanalíticos que derivaron de Lacan o en las consideraciones literarias de Harold Bloom, quien casi convierte a Freud en el más grande autor del siglo xx.

No menos importante ha sido la participación de Jung en la consideración de los contenidos arquetipales, como energía colectiva, de misterioso calibre individual y colectivo.

No es el momento de detenerse en tales teorías, sino en la importancia de sus sugerencias: ellas dan a lo que siempre supieron los artistas (griegos, incas, africanos, chinos) una caracterización objetiva: tras el hombre individual persiste un aura determinante y desconocida para él, que no sólo se conecta con las otras auras de la sociedad presente, sino que atraviesa los milenios como una electricidad caótica y ordenadora. Se trata de la dualidad, de la sombra de lo inconsciente, de los vínculos orgánicos y espirituales con el mundo humano de todos los tiempos. Dicho simplemente, del pasado que nos conforma o del lenguaje mismo que hablamos, pero en su silencio inmemorial.

Si en estos momentos no hay un lugar donde no esté encendido un televisor, si desde hace por lo menos cuatro décadas la programación habitual de los canales televisivos es la misma, entonces todas las generaciones actuales (ancianos, jóvenes, niños, fetos) han moldeado sus gustos, sus aspiraciones, su capacidad de consumo, su moral y sus inclinaciones políticas de acuerdo con lo pautado por aquellas programaciones.

No tengo por qué detenerme a precisar en qué consisten los programas (shows, telenovelas, concursos, astrología, sorteos, noticieros) que millones de personas absorben minuto a minuto: todos los conocemos.

Esa banda uniforme que penetra en las intenciones y en la conducta recóndita de cada quien, generaliza una manera de ser. Y esa banda determina lo que debe admirarse, lo que debe necesitarse y ser comprado, lo que debe ser deseado, lo que debe ser normal, lo que puede ser soñado. Esa banda compleja y simple, cambiante y sin embargo siempre idéntica, feliz y ruidosa, rápida, dueña de una coherencia sólo suya, perfectamente calculada y manipulada por los canales de televisión, se convierte en el asiento más profundo de la personalidad individual y colectiva.

Sólo ella determina lo que debe ser el humano actual y futuro. La inteligencia de las masas (ricos y pobres, analfabetas o educados) es dirigida por la inteligencia mercantil de la red. Ni los más temibles imperios, ni el nazismo, ni las experiencias comunistas lograron lo que impone esta banda de placeres rosados y chillones: el control de las defensas inconscientes de la gente. Más allá del yo (un buen profesor, un poeta interesante, un periodista ágil), el intelectual cae rendido ante el poder televisivo. También él cree que la pantalla tiene razón. Más allá de la pre-conciencia en que gravitan las grandes colectividades pobres, la pantalla placentera ejerce su distracción, su decisión terrible.

La banda todopoderosa de la televisión extermina las oscuridades inconscientes de cada persona, para que en ella no haya dudas ni asomos de lo diferente: el inconsciente general está tatuado por el condicionamiento universal que determina la pantalla. Los emisarios de la nada están en nosotros y más allá de nosotros.

Este es el motivo inquietante que mencioné. Y ahora me ocupo del otro, optimista según mi manera de ver. Recuerdo el título de un libro memorable de la periodista venezolana Margarita D’Amico publicado en Caracas hace ya algunos años. Creo que se llamaba Lo audiovisual en expansión, un título que hubiese encantado a Mandelbrot.

De algún modo, este párrafo –o este pensamiento– no hubiera acudido a mí sin la lejana lectura de aquel libro. Y aunque no voy a ocuparme de él, confieso que allí se vislumbraba a la televisión ( y a lo que iba a ser internet, esa otra maravilla) de distinta manera.

Sé que incluso el peor canal transmite ocasionalmente –a medianoche, de madrugada– alguna cosa interesante. Y que muchos espectáculos musicales o de danza son fascinantes. También que la televisión por cable es una alternativa algo más libre. Y que es muy grato seguir, cómodamente instalados en casa, una vieja película, una obra maestra de cine, un ballet, una ópera, o excitantes transmisiones deportivas.

A pesar de todo esto, creo que la gran televisión, ésa de adelantos visuales y técnicos extraordinarios, todavía no ha encontrado a sus verdaderos artistas, a sus genios creadores. Igual que con el uso del rayo láser (cuyos practicantes sólo reproducen obras de arte abstracto, cinético o realista, desaprovechando sus potencialidades especiales), el instrumento televisivo no dispone todavía, en el mundo, de artistas que lo conviertan en una invención para sí misma y por sí misma.

La parte informativa, de entretenimiento y hasta de cultura completa (jazz, cine, etcétera) es un elemento valioso dentro de lo que la televisión de hoy puede darnos. Pero ninguna de esas expresiones le pertenece. Es la televisión misma como instrumento creador lo que hay que descubrir. No ignoro que muchos artistas plásticos forjan "instalaciones" con televisores y logran propuestas importantes. Pero aquí me estoy refiriendo a la televisión (o a internet) como un mundo autónomo de creación, para el individuo y para lo que quede de la gente, en el futuro.

Todo esto pareciera utópico, porque la realidad comercial es otra. Pero, como en un relato de Ray Bradbury, no me extrañará que antes de lo previsible, la pantalla televisiva adquiera un rango sorprendente.