EL VIEJO VIENTRE INMUNDO ES AUN FERTIL
Bertolt
Brecht, refiriéndose al fascismo, decía que el viejo vientre
inmundo es aún fértil. El avance en Francia del ex legionario
y racista Jean-Marie Le Pen, la presencia del ex nazi Georg Haider en Austria
y del fascista italiano Gianfranco Fini en los gobiernos de sus respectivos
países; el ascenso del admirador holandés de Ariel Sharon,
Pim Fortuyn; la afirmación de Sharon mismo en Israel como expresión
de la ultraderecha; el racismo y el apartheid antiárabe, el crecimiento
de la ultraderecha en Rusia y en Inglaterra, confirman las palabras del
dramaturgo alemán.
Evidentemente, las condiciones actuales no son las mismas
del periodo 1920-1930: ni los capitalistas temen la revolución proletaria
(los obreros industriales han perdido fuerza numérica y protagonismo
político), ni el gran capital opta por la --para él-- costosa
(en todos los sentidos) opción dictatorial totalitaria, ni el Estado
tiene el consenso popular y la fuerza que tenía entonces en diversos
países.
La mundialización se ha encargado de cambiar la
relación de fuerzas entre las clases, la sociedad y el aparato estatal,
y los sectores capitalistas no optan hoy por el nacionalismo chauvinista,
sino por integrarse en la política mundial dirigida por el capital
financiero trasnacional.
Es más, fascistas como Fortuyn o Fini o el mismo
Le Pen apoyan a Israel y en ese sentido no son antisemitas. Ellos orientan
su odio hacia los inmigrantes pobres (árabes, principalmente, que
son semitas, pero también turcos, albaneses, serbios, latinoamericanos,
africanos, que no lo son). El chauvinismo y el racismo en Estados Unidos,
por ejemplo, lo comparten por igual judíos del Partido Demócrata
y fundamentalistas cristianos del Republicano, y es igualmente xenófobo.
La mundialización provocó migraciones bíblicas
de decenas de millones de personas, que son empujados hacia los mercados
de trabajo estadunidense y europeo por el hambre y la esperanza. La clase
trabajadora de los países de inmigración se dividió
así entre los ciudadanos --diferentes por lengua, color y religión
a los recién llegados-- y los carentes de todo derecho, aislados
en sus guetos y, por lo tanto, vistos como potencialmente peligrosos e
inferiores, incluso por los primeros.
Surgió, pues, la guerra entre los pobres, y el
odio a los migrantes remplazó al odio a los judíos en el
imaginario de los ignorantes, en el "socialismo de los imbéciles".
Este fenómeno tiene sus raíces en la política nacionalista
y contraria a los inmigrantes, desarrollada por los seudosocialistas o
seudocomunistas (los Felipe González, los Massimo D'Alema, los Tony
Blair, que vacunaron contra el nombre mismo del socialismo, debido al desprestigio
de los partidos que se decían de izquierda y aplicaban la política
neoliberal, que es derechista desde Mitterrand hasta Schroeder), sembrando
así la desconfianza en los partidos y en las instituciones (a las
que, al mismo tiempo, las decisiones del FMI y de la OMC vaciaban de contenido).
La combinación entre el racismo, el chauvinismo,
la xenofobia, el repudio a los partidos y el asco por los "izquierdistas"
de la Tercera Vía (que en realidad son neoliberales) creó
el caldo de cultivo para la revolución conservadora (el gobierno
de hombres de derecha que en todos los países logran apoyo popular,
combinando la demagogia y las promesas de cambio). Pero se creó
también para la reaparición de la cultura fascista, desprovista
sin embargo del folclor (cánticos, camisas, símbolos, etcétera).
Por eso Le Pen, cualquiera que fuere el resultado en estas
elecciones presidenciales de hoy domingo, recogerá consenso y diputados
reclutando parte del electorado obrero y juvenil del Partido Comunista
(que no supo ser alternativa e integró el anterior gobierno) y del
electorado socialista (el PS perdió 2.5 millones de votos, que fueron
mayoritariamente a la abstención). Aumentará así su
ya fuerte presión sobre el ala derecha de los conservadores moderados,
que prefiere a Jacques Chirac, pero no desdeña acuerdos regionales
con Le Pen.
Este ganó apenas 200 mil votos con relación
a las elecciones pasadas, pero aparece hoy como protagonista de la política
francesa, incluso porque Estados Unidos quiere debilitar a la Unión
Europea y al euro, y el nacionalismo de Le Pen le viene como anillo al
dedo. Por eso la movilización democrática ?no solamente institucional
ni electoral? de la izquierda francesa no sólo es legítima,
sino indispensable.
Quizás de esta unión contra el peligro
ultraconservador y reaccionario de Le Pen --petainista, poujadista, más
que fascista-- salga la futura resurrección de una izquierda democrática.