Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 2 de mayo de 2002
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Cultura

Olga Harmony

Cuerpo y alma

La extraña obra de John Mighton puede tener varias lecturas. Una sería la de las búsquedas personales, la aceptación de ser quien se es, la libertad de elegir los caminos propios. Pero la lectura que yo hago me resulta aterradora, porque esa libre elección se concreta en un repudio a la calidez del contacto físico con verdaderos amantes y la aceptación de realidades virtuales capaces de compensar tanto la compañía real como la satisfacción sexual -sobre todo esta última- a distancia. La necrófila encarnada por Claudia Lobo es incapaz de tener una relación real con seres vivos y se satisface con los cadáveres de la funeraria en la que trabaja. Las búsquedas espirituales del personaje interpretado por Roberto Soto lo llevan -en una hiriente metamorfosis- a rendirse a supuestos adelantos técnicos que muy poco tienen que ver con sus místicos adentramientos en su propio ser. Ya existe un principio de todo ello en el uso que muchos hacen de la Internet, sexo incluido, que parece ir empobreciendo a la especie humana. Mighton lleva a los extremos estas posibilidades y nos pinta un futuro cercano en verdad alucinante.

El autor parece burlarse de todo. La entrevista televisiva que se hace a la necrófila, tras la denuncia de la madre de uno de sus ''amantes", la lleva a la fama: en el mundo superficial del éxito inmediato según los patrones amarillistas de los programas de televisión, es casi una efímera ''estrella". El vuelco final del fracasado buscador de los caminos de la salvación, mantenido por la esposa (Carmen Madrid) es también, a mi parecer, una ácida crítica al tipo, que en el fondo es bastante fraudulento. La enferma siquiátrica, que tenía rasgos interesantes, al ser curada se convierte en una zafia parloteante de naderías. En esta cruel sátira los únicos personajes que parecen brindar algo de calor humano son la esposa abandonada, el compañero de trabajo de la necrófila (Jorge Zárate en uno de los personajes que interpreta) y quizá la madre energúmena (Virginia Rambal, quien también encarna otros personajes). Son la pobre gente, la que no busca salvación más allá de la relación humana y por ende los que no caen bajo el frío escalpelo de John Mighton.

En una de sus escasas incursiones en la dirección escénica, Enrique Singer muestra no sólo un trazo muy limpio, sino también un muy buen manejo de sus actores y soluciones escénicas para los cambios de tiempo y espacio. Esta vez como escenógrafo de obra ajena, Martín Acosta plantea una larga pared curva, de un material reflejante, que en un momento dado se abre para mostrar el pequeño nicho mortuorio y algunos escasos elementos: la camilla de la funeraria, un sofá dos plazas y algún otro. Esta sobriedad permite, junto a la iluminación de Víctor Zapatero, que el director pueda resolver con acierto -apoyado también por el vestuario de Adriana Olivera y María Rosa Manzini, que visten de manera diferente a los actores para cada personaje y cada escena- los sucesivos momentos de la acción dramática.

Singer contamina los espacios, de tal manera que cada cambio se resuelva sin que se sientan las transiciones. Así, en la escena inicial en la funeraria, casi en proscenio a la izquierda del espectador, entran en silencio marido y mujer y se sientan al fondo en el sofacito, de tal manera que cuando se saque la camilla funeraria, estos dos personajes inicien su escena. O la introducción de un personaje mudo, Virginia Rambal, en el momento del ejercicio yoga, que es el último en levantarse y salir dando esa solución de continuidad que se ofrece también en la escena de la presentación en vivo de la necrófila entrevistada en televisión y que, al ser presentada, ya está en la sala de casa de su hermana hablando con ella. Cada momento y cada transición tienen equivalentes semejantes, con lo que se logra un ritmo sostenido a pesar de los cambios de vestuario y, en el caso de Jorge Zárate y Virginia Rambal, de personaje. Otros apoyos son la música de Enrique Aroeste y la realización de los dos cadáveres de la funeraria logrados por Alberto Lomnitz con un respetuoso verismo, si así se pudiera decir, que no producen molestia ni en el espectador más sensible.

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