Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 2 de mayo de 2002
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Política

Adolfo Sánchez Rebolledo

Francia: derecha e izquierda

El domingo próximo Jacques Chirac, actual presidente de Francia, y Jean- Marie Le Pen, abanderado de la derecha radical, irán a las urnas para elegir gobierno y, en cierto sentido, definir el futuro de Europa.

La caída de la izquierda, incluyendo al ex primer ministro Jospin y a los comunistas, marca un punto de inflexión en la geometría política del viejo continente, tras un periodo de convergencia en el centro de las fuerzas que llevaron adelante el proceso de integración en la Unión Europea. El ascenso electoral de la derecha prueba que las circunstancias que permitieron, entre otras cosas, la cohabitación en Francia y la llegada al gobierno de la izquierda en Italia comienzan a desvanecerse más allá de la coyuntura, pues amplios sectores de la sociedad ya no se reconocen completamente en el molde del compromiso que siguió a la crisis del socialismo real y que ahora revienta en las frágiles costuras de la Quinta República.

La pretensión hasta cierto punto idílica de que la vieja distinción entre derecha e izquierda carecía de sentido en el mundo moderno ha caído por su propio peso ante los acontecimientos de Austria, Italia y ahora Francia. Puede ser, en efecto, que no existan grandes diferencias entre las posiciones estratégicas de un Tony Blair, que se dice de izquierda, y las de Chirac, Aznar o Berlusconi, pero nadie puede engañarse en cuanto a lo que significa Le Pen, aunque éste se defienda retóricamente diciendo que sus adversarios españoles o italianos están mucho más próximos y emparentados al viejo fascismo que él mismo. Pero no hay duda: a la vista tenemos un movimiento derechista, dispuesto a usar la democracia liberal para combatir a los partidos, a todos sin exclusión, pero en particular a los de izquierda, mediante un discurso demagógico que apela menos a la razón que a los sentimientos, a la fobias y a las incertidumbres de una ciudadanía desencantada y desmoralizada. En definitiva, una corriente que hablando siempre en nombre de los principios de la nación se apresta a cancelar las libertades y la igualdad, los derechos humanos de quienes arribaron demasiado tarde a la celebración del progreso.

La subida electoral de la derecha es la reacción, acaso la más brutal por sus contenidos racistas y xenófobos, al proceso de integración europeo y, más allá, a la globalización universal. Los derechistas reivindican el nacionalismo de las clases dominantes, pero reciben el apoyo de capas enteras de la población metropolitana que se sienten amenazadas por los efectos directos de la mundialización, en particular por el crecimiento insospechado de la inmigración procedente de regiones pobres del Sur o el Este que vienen a reforzar el creciente multiculturalismo de la sociedad europea.

Empleada como argumento político, la xenofobia trata de explicar las dificultades creadas directamente por el proceso de globalización capitalista como si fueran obra de quienes en realidad son su primeras víctimas: los inmigrantes en busca de empleo, las sociedades que no se ajustan a los patrones religiosos de Occidente, en fin, todos aquellos que con su sola existencia cuestionan la pretendida homogeneidad étnica y cultural del mundo desarrollado.

La actitud de los neofascistas contra los extranjeros racialmente discriminables se parece mucho a la de los primeros nazis contra la población judía, que fue convertida en la víctima propiciatoria de las persecuciones autojustificatorias que el fascismo necesitaba para entronizarse. En realidad, los llamados cabezas rapadas y otras bandas violentas, al estilo de las que proliferan en Estados Unidos con argumentos similares, son la punta de lanza de un peligroso fenómeno que viene gestándose al mismo tiempo que avanza la derechización de la política mundial.

Sabemos, pues, qué terrenos pisa la derecha, pero la izquierda no aparece con una postura consistente. La derrota de Leonel Jospin es el fracaso del ensimismamiento en las tareas formales de la política sin atender a sus contenidos y a las voces de la gente.

El partido socialista francés perdió debido a la fragmentación del voto de la izquierda, que no tiene, no digamos un proyecto en común, sino un piso mínimo para sentarse a dialogar sobre los grandes temas del mundo contemporáneo. El problema es que la izquierda se ha dejado arrastrar hacia el descrédito general de los políticos, apenas sin ofrecer resistencia a las señales adversas, aunque en Francia y otras partes crezcan los pequeños partidos marginales en signo de fastidio y protesta. La derecha radical apuesta, justamente, a la desmoralización y al rechazo a la política.. No es un secreto que buena parte de los votos recibidos por Le Pen provienen de ciudadanos obreros que se han desencantado de la izquierda, cuya crisis al parecer no ha tocado fondo.

El próximo domingo la izquierda votará razonablemente por Chirac para impedir el triunfo de la extrema derecha. Lo hará con convencimiento, pero sin entusiasmo, pues por primera vez en mucho tiempo se ha quedado sin opción. Es obvio que se ha agotado cierto discurso sobre el curso de la sociedad moderna. La globalización es un fenómeno avasallador que modifica el orden mundial y expande las posibilidades del desarrollo en todos los campos. Pero también puede destruir la convivencia civilizada y hundirnos en conflictos interminables. La tarea de los políticos no es negar la realidad objetiva, pero sí pueden intentar transformarla, ajustarla a las necesidades y los fines de una sociedad más equilibrada, por decir lo menos. Veremos qué pasa en Francia.

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