Jornada Semanal, 21 de abril del 2002                       núm. 372

ARREOLA, LA FERIA, LOS ABAJEÑOS
Y LOS ALTEÑOS (IV)

9. La feria poco a poco, se va convirtiendo en un diario cuyos personajes son el cronista, María Helena, el ateneísta y los ya conocidos en las páginas anteriores (la voz principal es la del abuelo del autor). El diario abarca del 10 de julio al 23 de septiembre de un año como tantos otros años de la ciudad de costumbres sólo alteradas por las guerras y los temblores. Los días se suceden y en ellos ("días como tirados a cordel", decía Francisco González León, el poeta de Lagos de Moreno, "tan lisos y tan sin detalle") no pasa nada y pasa todo, pues Arreola, al igual que Italo Svevo, es un enamorado de la constante variedad del mundo y de la originalidad de cada uno de los días. Por eso, en la parte del diario, la novela se subjetiviza y aparecen narradores que en las otras partes tienen también presencia, pero se unen a la voz coral que relata la historia colectiva, tanto la grande y solemne como la pequeña y doblemente solemne. La seriedad la ponen el humor y el autosarcasmo. El diario tiene como hilo conductor el romance del cronista y María Helena. Contiene además algunos breves relatos –o viñetas– como la del historiador sayulense, rata de Biblioteca que demostró, con saña, mala fe y documentos, el carácter traidor de los habitantes de Zapotlán. Una falla eléctrica provocó la desbandada de los ateneístas que habían soportado la andanada de insultos del conferenciante. Otras hermosas viñetas son la de don Fidencio, el cerero satisfecho de sus habilidades artesanales y asediado por clientes molestas, pobres y preguntonas; la de Atilano el cohetero y la de la poetisa Alejandrina, procedente de Tamazula y autoinvitada al Ateneo. La perturbadora Erato soliviantó a los ateneístas con sus almizcles, sus miradas, su voz de contralto y sus poemas espirituales, pero cargados de erotismo. Patrocinado por una marca de automóviles, su libro estaba a disposición de los ateneístas en el cuarto de hotel de la poetisa, junto con una crema para la cara. Por cierto que el ardiente poemario se titulaba, Flores de mi jardín. Su edad, suavizada por la crema de su invención, pasaba de los cuarenta y su entusiasmo mercantil corría parejas con sus efusiones líricas. Sobra decir que Alejandrina partió, ganó Matilde y el ateneísta volvió, mansito y arrepentido, al redil doméstico.

10. Es claro que La feria tiene, además del abuelo del autor, muchos narradores y que es el pueblo entero el que cuenta la historia. Por eso Pedro Bernardino, el anciano comunero, va adquiriendo una importancia creciente. Lo mismo sucede con los miembros de la Comunidad Indígena que pelean por sus tierras contra los grandes hacendados. El cura simpatiza (teólogo de la liberación avant la lettre) con los “naturales”. Los hacendados, por su parte, ponen al patrón del pueblo, San José, en un predicamento: o los ricos o los pobres. Y le advierten que son los ricos los que financian los enormes gastos producidos por las fiestas patronales. Estas luchas recorren todo el libro y son, junto con la hermosa descripción de los ritos y trabajos agrícolas, las tareas del amor, la furia de la naturaleza y las bellas labores artesanales, otra columna vertebral de una novela cuyo personaje principal es una moral social y una visión del mundo. Fiestas grandes son las dedicadas a la Patria. Desfiles, juegos de cucaña, el apogeo del sebo, combates de flores (piedras y lodo embozados dentro de los ramos de cempasúchiles o de santamarias), oradores llenos de ardor guerrero. El joven Juez de Letras se encargó del discurso y lo hizo muy bien. Para referirme a un acto similar en la región alteña, recurro a la memoria del poeta leonés, radicado en Lagos, don Celestino González. El buen hombre, liberal de pura cepa y personaje de retórica cuidada, pero tal vez demasiado pintoresca, estaba a cargo de los discursos del 15 de septiembre en Lagos. Los preparaba en versos bien medidos e inflamados de amor patrio que declamaba desde el balcón de la Presidencia Municipal. La noche a la que me estoy refiriendo, asistió al acto un grupo de reventadores de la peor ralea que se dedicaron a chiflar y a lanzar chirigotas a don Celestino. El orador y poeta aguantó hasta donde pudo y, ya cansado de tantas y tan pesadas burlas, improvisó estos versos: “Y si a alguno no le cuadre mi patriótica elocuencia, que vaya y chingue a su madre y viva la Independencia.” Dicho esto abandonó la tribuna, y, por algunos años, ofendido e inseguro, no volvió a pulsar la lira.

La aventura de don Fidencio, el cerero, está compuesta de necesidades económicas, habilidades artesanales, compromisos de trabajo y una hija a la cual le desgraciaron. Era hombre tranquilo y, después de su vergüenza, hasta dejó que las gentes del pueblo “le manosearan sus velas, les clavaran la uña y se fueran sin comprarlas”. Chayo ya no regresó a la tienda de don Salva y don Fidencio se encerró a piedra y lodo en su casa. Esas cuestiones del honor pueden acabar con todo.
 
 

(Continuará.)
Hugo Gutiérrez Vega
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