Jornada Semanal, 14 de abril del 2002                       núm. 371


ARREOLA, LA FERIA, LOS ABAJEÑOS Y LOS ALTEÑOS (III)


6. El campanero borracho, Urbano, ese día en lugar de las doce dio las trece, y don Epifanio se negó a suspender la partida de ajedrez por una cosa menos importante como es un temblor de tierra. “Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal... ¡Me lleva la chingada, está temblando! ¡Jesucristo aplaca tu ira, tu justicia y tu rigor!” De Colima y sus volcanes viene la tembladera y Zapotlán casi se acaba. La prostituta desnuda se mete al confesionario “para decirse sola sus pecados”, la letanía se repite hasta el infinito y el terror no es de este mundo... “Goce el puerto el navegante y la salud los enfermos...” tres temblores seguidos, los tres del grado séptimo en la escala de Mercalli y la procesión de la amargura sacó a San José en hombros para recorrer la plaza. Fue un ensayo del juicio final organizado por el Patriarca y Patrón, y el que se confesó de todo cargó “con todas las culpas de ese pueblo de rajones”. La gran puta de Babilonia meneó las caderas enormes y la tierra se abrió. Los ángeles suspendieron su vuelo y se quedaron fijos con un dedo en los labios. El loco Juan Vites dijo las únicas palabras que siempre dice y que son la pura verdad de los locos y los niños y la carta del padre Nuñez reafirmó la creencia en el castigo divino. Ese día la ciudad dejó de ser la misma y ya nada fue igual. La ira de Dios se abatió sobre los hombres malhechores, mentirosos, adúlteros, rebeldes, ateos, impíos y amantes de las tinieblas. Así lo anunció Isaías (“Ah que usted, don Isaías”). A lo lejos, el volcán de fuego se coronaba de humo y se escuchaban ruidos ominosos. Hasta Guadalajara llegaron las cenizas y los alteños supieron lo que les había sucedido a los abajeños. Ambos habían peleado su cristiada. Gorostieta comandaba a los alteños y Degollado Guízar a los del sur. El cura Vega, el Catorce, el cura Pedroza andaban y peleaban en las tierras secas. En el semitrópico, los cristeros se apoderaron de los volcanes. Los camiones llegaban a Lagos y a la Unión de San Antonio repletos de cadáveres con cruces en el pecho o con cabezas rapadas que venían de la Mesa Redonda. De los árboles de Zapotlán, Colima, Tamazula y Comala colgaban los siniestros racimos de cristeros que ahí se pudrían para que todos los vieran. Lo mismo pasaba en los postes de la luz o del telégrafo que pasaban al lado de los trenes. Terrible fue la cristiada... como un temblor. Dejó miles de muertos y tantas y tantas heridas abiertas.

7. Por esos años había muchos miedos y pocos consuelos. Por la mañana se rezaba así: “Gracias te doy gran señor y alabo tu gran poder, porque con alma en el cuerpo me dejaste amanecer.” Por las noches el miedo venía de la mano de una terrible admonición: “Pecador no te acuestes nunca en pecado. Puede ser que despiertes ya condenado.” En el sur, la buena cosecha se celebra “con grandes arcos de carrizo verde con todo y hojas”, fiestas y cohetes. En las tierras secas no había nada que celebrar. Por eso los rancheros contestaban escuetamente: “Pos aquí, malviviendo”, cuando alguien se interesaba por su estado. En los bajos, la tierra daba su alegría y se celebrada con bateas de chicharrones, cajones de birria, chiquihuites de tortillas, ponche y cigarros de los de paquete. Todo lo pagaba el patrón, que “era como el gallo de tía Petoraca, sin cola, pero cantador...”

8. La vida cultural tiene su brillante sede en el Ateneo que se reúne todos los jueves. Aislados del resto del estado, gracias a don Alfonso, proyectan intercambios culturales con los pueblos vecinos. Sigue vivo el recuerdo de un poeta de Tamazula ya fallecido, que visitó Zapotlán y dejó el preciado recuerdo de un soneto en el cual cantaba a su pueblo natal: “Al pie de una escarpada azul montaña, yace Tlamazolán, la hermosa villa...” El poeta de Zapotlán tiene motivos de inspiración en la hermosa quinceañera de rostro trigueño y ojos grandes y claros y en la única –y becqueriana– ventana de su casa. El poeta la asedia desde la calle. La estricta madre de la muchacha cierra la ventana y todo desaparece. En la Plaza de Armas se ven los muchachos y las muchachas cuando dan la vuelta. Se regalan flores y se lanzan puños de confeti. A veces les declaran su amor y las muchachas se toman su tiempo para responder. Por esa época se leía el poema de “La flor de Lis” y se pensaba en el niño que se cayó en el agua de la acequia cuando quería cortar la flor de iris. En La feria aparecen las costumbres sociales y la división de los roles (como dicen los sociólogos serios). El programa doméstico del patriarcado señala a la mujer la obligación de ser Hija de María y de callar y obedecer. Volviendo al Ateneo nos encontramos a Palinuro, dueño de una bien cortada pluma que lucía en Guadalajara sus habilidades literarias y libatorias y, de estas últimas, dio pruebas en el suelo de la casa de don Alfonso, el generoso patrón del Ateneo tzaputlatena. Aquí vale la pena hacer un paréntesis para recordar las iniciaciones literarias de nuestro autor, quien recuerda con afecto a sus compañeros de labores de encuadernación y de impresión, don José María Silva y el Chepo Gutiérrez, a su maestro de primaria, José Ernesto Aceves, quien le abrió las puertas de la poesía, y a su padre que todo lo intentó para salir adelante, que en todo fracasó, pero tenía “alma de poeta”. Juan José nos cuenta estas memorias y rinde estos homenajes en su texto titulado “De memoria y olvido”. En él nos habla de Zapotlán, de Orozco, el gran artista “de los pinceles violentos”. En esa ciudad y bajo el signo de la carpintería y de la herrería, se gestó su pasión artesanal por el lenguaje. Esta pasión rindió hermosos frutos, pues leer su prosa o acercarse a su poesía es una experiencia de la estética y del espíritu que rara vez puede alcanzarse. No vacilo al declarar que se trata de uno de los mejores momentos de la lengua castellana. 

(Continuará.)
Hugo Gutiérrez Vega
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