La Jornada Semanal,  14 de abril del 2002                         núm. 371
 Arturo Azuela

Registro de prostitutas

Incluido en las Obras completas de don Mariano Azuela, el Registro escrito por el autor de La luciérnaga “nos demuestra su conocimiento profundo del famoso Callejón de López, el tugurio de Pompa, las casas de Cande y Flora y la residencia de Carlota”, lugares donde el entonces joven estudiante de medicina solía matar el tiempo amenamente. Arturo cuestiona las fechas en las que se supone fue escrito este recuento “de más de sesenta mujeres”, dado que resulta difícil creer en “la ‘extraordinaria’ experiencia de un adolescente que acaba de abandonar el Seminario Conciliar y se lanza a describir tantos cuerpos de prostitutas y a tirotearnos con palabras intencionales e ingeniosas”. De lo que no hay duda es que, antes o después, don Mariano escribió, como toda su obra, de lo que conocía muy bien.

El joven Mariano Azuela, nacido el primero de enero de 1873, vivió en Guadalajara como un "estudiante bruja, sin un diez siquiera para el tranvía de ‘El Agua Azul’, refugio dominical para bolsillos vacíos." En 1888, a los quince años, abandonó el Seminario Conciliar que se encontraba en el ex convento de Santa Mónica. Él mismo escribe que "la carrera sacerdotal nunca me atrajo y mi estancia en ese establecimiento fue meramente accidental". Revalida entonces sus estudios hechos en Lagos para ingresar al Liceo de Varones y terminar su bachillerato. En su segundo año en la capital tapatía, vivió en una casa de asistencia en la que, de acuerdo a sus palabras, se observaba la más estricta disciplina. Como veremos más adelante, por las fechas señaladas en sus páginas tituladas Registro, fue imposible –Dios o el Diablo lo sabrán– que un escolapio recién salido del Seminario, al preparar sus cursos de preparatoria en una casa de seminaristas de la calle de la Alhóndiga, a espaldas de la Casa Cañedo, apoyado por su padrino de Lagos al que le escribe que "todo lo que recibe lo invierte en gastos de asistencia y tranvía", un adolescente todavía bisoño viviera tan intensamente un periplo extraordinario por lupanares y prostíbulos de Guadalajara. Me parece imposible que su precocidad lo llevara a una vida de tantos conocimientos, "un mendigo de amor como los amantes de Naná, para estar en carácter siempre".

Doy un salto de más de sesenta años. Poco tiempo después de la muerte de Mariano Azuela, al preparar los volúmenes de las Obras completas que publicaría el Fondo de Cultura Económica, el poeta Alí Chumacero, un maestro en "pastorear a jóvenes escritores", admirador como pocos de la narrativa del autor de Los de abajo, editor, corrector y acucioso investigador, en 1955 encontró un cuaderno de notas en la biblioteca de la calle del Álamo –hoy Mariano Azuela– de la colonia Santa María la Ribera. Entre libracos ordenados, mal encuadernados, y agendas de médico y viejas revistas francesas, trabajó varios años el poeta nayarita, amante fiel de su Guadalajara de primera juventud; ahí revisó minuciosamente papeles, cuadernos, artículos, cartas, todo aquello que le facilitaron tanto la viuda del escritor, Carmen Rivera, así como Enrique Azuela, el hijo menor, pupilas de lince, cáustico y, por ese entonces, el más beneficiado por la publicación de las obras de su padre.

Con paciencia infinita, gozador de los textos, Chumacero pasó en limpio muchas de las páginas aisladas que iba encontrando por aquí y por allá, con su café preparado por la anciana viuda, en aquella biblioteca donde quizá muchos fantasmas iban y venían, se escabullían por el jardín o se quedaban detenidos en los vitrales de aquella casona decimonónica. Grande fue su sorpresa al encontrarse un cuaderno de notas: serían ochenta cuartillas, escritas con el puño y letra del novelista de la Revolución. Primero le llamó la atención el título: simple y llanamente Registro. Perspicaz, buen observador, pasó sus manos por el cuaderno y, al irlo leyendo, sus goces iban en aumento y quiso abrazar a don Mariano por esos textos tan audaces y provocativos. Las páginas eran fundamentales para la comprensión de la vida del novelista en sus tiempos de Guadalajara. Aunque poco a poco se dio cuenta de que aquello iba más allá de juegos precoces y primeros intentos literarios.

Entre un fragmento y otro –pequeños murales–, el Registro merecía la lectura más cuidadosa. Era un hallazgo lleno de extravíos. El poeta Alí fue más allá de las fechas –quizá ni siquiera se fijó en ellas– y de los recorridos por Guadalajara, se detuvo en la descripción de prostíbulos y los nombres de las "regentas". Se recreaba la atmósfera de la última década del siglo xix; escenario de orgías, sufrimientos en casas nonsanctas, ilusiones de una noche y "restos de dignidad y de nobleza", "mujeres que se manchan en el cieno en el que viven".

El lector desprevenido fue de una página a otra. El Registro de prostitutas era digno de publicarse, no sólo por lo bien escrito sino por la intensidad de algunos personajes y las descripciones de tantas tentaciones, la inclinación irremediable de un "pecador débil e indulgente", dueño de "un instinto animal", "caminante que le urge llegar al término del viaje", siempre en "éxtasis delante de cada árbol que me brinda sus frutos". En muchos de los fragmentos, más de sesenta, el escritor toma la pluma con seguridad y, con mano maestra, describe, a veces de pies a cabeza, aquellas hetairas de tantos prostíbulos de una Guadalajara llena de hipocresías y simulaciones.

Es indudable que este Registro, supuestamente iniciado en 1889 –¿será cierto?– es el antecedente fundamental de María Luisa, la primera novela de Mariano Azuela publicada por primera vez en 1907. Alí Chumacero lo sabe muy bien, pues al conversar con él nos hemos detenido en esas hembras "fabulosas" de Guadalajara. Al hablar de María Luisa, ya que él ha conocido muy bien a mujeres de este porte, allá por sus tiempos de estudiante nayarita en el Jalisco de los treinta, citamos algunas frases de don Mariano: vamos de aquella "hembra que sabía muy bien honrar el arte de los afeites", al "andar de una tapatía fogosa, sus ondulantes movimientos y el airoso balanceo de sus hombros y sus caderas". ¿Quién era María Luisa?, y el poeta recuerda sin la menor duda: "una de tantas flores abiertas en el estercolero que se levantan esbeltas, húmedas y perfumadas", una de esas tapatías que "lucen fulgurantes en la noche" y en las que "el sexo estalla, majestad triunfante, irradiando en fulgores de amor y de encanto". Esa María Luisa ebria, inconsciente, tirada, "tendiendo con lasitud sus brazos desnudos, mórbidos y suaves a través del camisón, por el que se adivinaban la redondez de sus senos, sus curvas pronunciadas y un cuerpo en su madurez perfecta". Triste final, como toda novela de principios del xx, con paradigmas franceses, la de una María Luisa acompañada del alcohol, "¡el bendito y alcohol salvador!" y que, después de haber andado por aquí y por allá, se le viene encima "el espanto de la prostitución brutalmente impuesta por la ley de las gentes honradas" y entre "el horror retrospectivo al placer sensual, que ahora calofriaba su agotado cuerpo".

Diez años antes, 1897, es la última fecha que tenemos del Registro de Mariano Azuela. Al pasar en limpio aquel cuaderno de notas –al parecer escrito en tres etapas: a los dieciséis, a los diecisiete y entre los veintidós y los veinticuatro años–, Alí Chumacero no lo dudó un instante, habló con la viuda y el hijo menor y ambos aprobaron su publicación para incluirlo en el tercer tomo de las Obras completas. Iría antes de sus Páginas íntimas y después de El novelista y su ambiente, textos autobiográficos. Al final de este Registro excepcional, el futuro creador de La luciérnaga, La malhora, Regina Landa, La marchanta y La mujer domada, el estudiante a punto de recibirse de médico nos demuestra su conocimiento profundo del famoso Callejón de López, el tugurio de Pompa, las casas de Cande y Flora y la residencia de Carlota, todos lugares para "divertirse en compañía de ellas, beber buenos vinos", "matar el tiempo que tan a menudo sobra en nuestra Guadalajara".

En este Registro de más de sesenta mujeres, el entonces aspirante a escritor –en 1896 publicará su primer relato: "Impresiones de un estudiante"– nos describe desde los prostíbulos de bajo mundo a las casonas donde "rebullía con estruendo la orgía". A unas prostitutas las eleva a alturas insospechadas y otras las rebaja, pintarrajeadas, en su inmensa mayoría desagradables, feas para que no haya preferencias y celos, también prostituidas moralmente. Insiste con claridad en que la mujer pública debe poner su inteligencia lo mismo que su cuerpo a disposición de los clientes y jugar un juego parecido al que juegan los muchachos: "¿Quieres ruido? ¡Pues ruido!", "¿Silencio? ¡Pues silencio!"

El joven laguense vive sus tiempos de Guadalajara, su Parián iluminado y compuesto, recorriendo la ciudad de un extremo a otro, con la idea fija de no acostarse antes de hallar alguna cosa, en busca de "máquinas carnales sobre las que cerramos los ojos invocando nuestras esperanzas de amores y placeres..." En ocasiones las describe con lujo de detalles: busto erguido, vestido alto, chillón de color y exagerado de adorno; afectada al moverse, al ver, al andar; bien proporcionada, dura de carnes; bajita de cuerpo, bien formada, con afición a la "vida"; risa traviesa, pequeña nariz remangada, carnes flojas, senos de madre; planta nacida y criada en estercolero, apariencia vigorosa por más que su savia esté envenenada...

También es un observador a la distancia y no sólo obsesionado por la satisfacción de un placer inmediato y efímero, el estudiante que ha de buscar distracciones, el que nos dice sin miramientos: "me dedico a las mujeres fáciles con más frecuencia". Habla, por ejemplo de una tal N: madre de un hijo, de formas medianas, "sufre con resignación su suerte de animal inferior". Nos describe buenos vinos y se detiene en las nuevas en la carrera; con cierta autosuficiencia, como no queriendo, afirma que cuando evoca sus recuerdos "le han despertado curiosidad el análisis" de personas para él muy queridas, pues la mujer de un amigo, distinguida y guapa, le "busca los ojos con tanto interés", una correspondencia que lo coloca en un terreno resbaladizo y peligroso. Recorre casas, salones, recámaras, ventanas, pisos de arriba y abajo, rincones donde "el rumor de la orgía se rebullía con estruendo en las alturas".

Por aquellos años, entre funciones en el Teatro Principal y los jardines de El Agua Azul, el estudiante se iniciaba en sus primeras lecturas literarias. Por ahí nos menciona a Miau de Pérez Galdós, a María de Jorge Isaacs, a Gil Blas de Santillana, al Caballero D’Artagnan, a la indulgente Margarita Gautier. Un lustro después, ya en la Escuela de Medicina, al leer cuanta "noveluca" le caía en las manos, descubrió a Balzac, Flaubert, Zola, Daudet, los Goncourt. Paralelos a sus lecturas sobre patologías y terapéuticas, hizo una serie de descubrimientos narrativos, todos ellos de la escuela realista, que dejarían la huella más profunda en su imaginación. Es evidente que todas esas lecturas posteriores –otra vez las dudas sobre las fechas– no podían ser ajenas a su Registro, a ese cuaderno de notas que tanto quiso el poeta Chumacero. Cosa curiosa: ahora, medio siglo después de aquel hallazgo, nadie sabe el paradero de ese cuaderno. Quizá el tío Enrique, el hijo menor, se lo regaló a algún poeta anónimo, quizá lo depositó en las manos de una amiga suya, fiel hasta la muerte. ¿Quién lo sabrá? Por lo menos, en 1955, estas cuartillas fueron rescatadas para publicarse en las Obras completas.

En este Registro, ojalá la crítica preste más atención a estas páginas, su autor también nos muestra "sus aires de conquistador", de macho dominante y triunfador de las más variadas batallas. Muchas noches, nos dice él mismo, se prometía lo mejor y sólo pedía que sus nervios o su cabeza "no le salieran con alguna de las suyas". Nos dice con desenfado que cada quien escogía la suya y... ¡sucedió!, "la mía fue una muchacha de quince años". En esa ferocidad por matar el tiempo, la que "nos encanalla decididamente", cuenta su debut carnal y, al ponerse moralista, habla de una que le parece vulgar, pero "por inferior que sea su condición y su inteligencia, miró en ella una ilusión desbaratada y una desesperación que reventó impotente en la cloaca de la que huía". De otra nos dice que de pronto, en el café, ya estaba ella en sus rodillas, y la resistencia era débil... Al hablar de un pleno periodo romántico, quizá Refugio, quizá Concha, le vació un perfume en sus manos, y había tal pasión en sus ojos que él se sintió conmovido y satisfecho. Insiste en que, a veces, ellas son soberbias y él desdeñoso, y que conste que él es el lobo que se come al cordero. Sin entrar en matices, nos dice que "siempre una pasión se inmola en aras de otra mejor", pero que, al echar vista hacia lo pasado, "nos felicitamos siempre de nuestras victorias y no humillan nuestras debilidades". Así se las gastaba el "imberbe" Mariano, dispuesto a no secar el corazón para atender la inteligencia, para no envenenar a los laberintos de la vida.

Los estudiosos perspicaces de las obras de Mariano Azuela –me refiero, entre otros, a José Luis Martínez, Raymundo Ramos, José Joaquín Blanco, Emmanuel Carballo, Hugo Gutiérrez Vega, Víctor Díaz Arciniegas– seguramente han releído estas páginas sin tomar en cuenta las fechas y los lugares. Estos excelentes críticos han estudiado a fondo aquellos tiempos de un estudiante preparatoriano que deseaba ingresar a la Escuela de Medicina. Pero, tal como he dicho, tengo mis dudas sobre la "extraordinaria" experiencia de un adolescente que acabada de abandonar el Seminario Conciliar y se lanza a describir tantos cuerpos de prostitutas y a tirotearnos con palabras intencionales e ingeniosas. La duda es clara: ¿serían páginas escritas en años posteriores?, ¿alguna mano pulcra, puritana, con preocupaciones familiares, con premeditación y alevosía, hizo los cambios que creyó pertinentes para salvaguardar la imagen de un Mariano Azuela impoluto, un santo que vivió el camino de Tarso para llegar a la perfección?.

En este Registro también se nos da cuenta de violencias, de forcejeos y de furias desencadenadas. A veces, con ojos vidriosos de deseo, él no se harta de mirar a su presa, ni se detiene en los abismos de un pensamiento conturbado, ni en un corazón que late con desusada fuerza de vida. Su mirada pasa de la generosidad al desencanto, de la crítica mordaz a la más refinada lujuria. Ejemplos hay muchos. "¡Qué pensamientos tuve esa noche al escarbar en esos ojos relampagueantes u opacos que se me fijaban insistentes!", "ella tenía instintos de bestia dañina, de su necedad satisfecha, de mujer hermosa"; "el instinto animal despertó en mí feroz, y pretendí convencerla, forzándola hasta tal punto de dar un escándalo". De la mujer que pasó siempre por sus brazos y la que conquistó a pesar de tantas resistencias, se dirige a las que se sientan silenciosamente en su derredor y a las que entrecruzan con él miradas inquisitoriales. No falta la que escoge por blanco de alusiones y desahogos, ni la ligera de cascos que quiere detener el tiempo con pinturas y perfumes. Tampoco se olvida de la que ha recorrido la senda de la prostitución con tanta delicia o la de la voz cálida, crucial en el momento supremo, con la que templa sus ansias y sus furores, voz que acaricia con inflexiones graves pero sentidas. El "joven bruja", el que apenas se inicia en el conocimiento de los "recodos" tapatíos –me resisto a creer que todo esto fuera en 1889– escribe con "fervor inusitado y ardiente frenesí", al decir de Francisco Liguori, estas páginas de su Registro.

Así, mientras en el Registrto se fija, después de unas veinte páginas en las Obras completas (ver página 1214, tercer volumen), en la fecha de 1889, el ubérrimo Mariano vivía en una casa de férrea disciplina donde el "ambiente del Seminario seguía imperando" y "se hacían polvo los errores propalados por el nefando Kant y el infame Arhens, entre las abstrusas disquisiciones de los padres de la iglesia en ciernes", en aquel año del "vacío que la ausencia del pueblo había dejado en mi corazón". Es imposible, lo afirmaré cuantas veces sea necesario, que un adolescente sin un quinto en los bolsillos, con unas cuantas monedas para el tranvía y su asistencia, hubiera dedicado tantas veladas –ahí está el número de mujeres– al conocimiento minucioso de las que iluminan la medianoche, a escribir con tal maestría y tal como él mismo lo dice: "En mi registro, las curiosidades se archivan junto a los recuerdos más simples, como que sólo me sirve todo para entretener mis ocios forzados, que duran más de lo que deseo."

Es indudable que la primera fecha del Registro está equivocada. Esa es mi opinión. ¿En verdad el joven Mariano escribiría estos textos en aquella Guadalajara, todavía recoleta y de golpes de pecho, de 1889 a 1890? En 1955, cuando el poeta Chumacero revisaba estos textos inéditos, todavía vivía doña Carmen, la viuda del novelista. Es lógico que nadie quería agredirla, pues dicen que ya había "sufrido al conocer semejantes aventuras". ¿Por qué no cambiar las fechas? ¿Era mejor dejar la duda que meterse en dificultades? Y para todos, incluso para ella, era más importante publicar ese Registro que abandonarlo al sueño de los justos. Y por otra parte, si creemos en estas fechas, entonces estamos hablando de la avanzada de un hedonista consumado; un verdadero artífice de los laberintos sexuales, ocultos, tantos secretos de alcoba que ofrecía la Guadalajara de aquel entonces a sus hijos adolescentes. ¿Ya maduro, entre tantas correrías, primero como médico de Lagos y luego en la Revolución, el escritor no escribiría estas páginas en tiempos posteriores? ¿Alguien metería mano en este cuaderno de don Mariano? ¿Sería el mismo escritor? Jamás lo sabremos.

Este es un filón para los estudiosos en materia de estilo y de lingüística, y no digamos para los historiadores de la capital tapatía de fines del xix. Por lo pronto –ojalá no se inmiscuya una mano beata o el espíritu de un puritano– este Registro merece un libro aparte. Con una buena introducción, una cronología, un ensayo histórico y literario, se puede editar un libro muy atractivo. El Fondo de Cultura tiene la palabra.

Escojo unas frases finales del joven Mariano: "Yo no besaré sus labios rojos y húmedos ni morderé su lengua con gula insaciable... no sentiré ya la gruesa pierna entre las mías, ni mis manos inquietas juguetearán con su seno amplio y caliente." Felicito a Alí Chumacero por su descubrimiento, su arte de extravíos y perspicacias, con sus Palabras en reposo, al darnos a conocer a esas cortesanas a las que siempre aspiramos, esos idilios de citas inesperadas y de entregas de ocasión, ora telúricas, ora frustrantes, pero a las que siempre agradecemos sus aficiones a la vida, encuentros fugaces, pues hay días "tan lúbricos, tan lúbricos..." También es infinito nuestro agradecimiento al autor de este Registro, el joven ubérrimo de Santa María de los Lagos aposentado en Guadalajara, aquel mundo de mujeres "embrujadas" y que, como él mismo dijo, abandonaría con lágrimas al recibirse de médico.