La Jornada Semanal,  7 de abril del 2002                         núm. 370
 Carlos Gómez Carro

El silencio y la máscara

Hacía algunos meses que los plumíferos de todos los signos, confesiones, omisiones y delaciones, se habían dejado en el tintero el tema de Marcos y de su estilo y formas de luchar. Carlos Gómez Carro se asoma de nuevo a la selva y vuelve a hablar sobre el silencio, la máscara y la palabra de un subcomandante del EZLN que está sujeto a las decisiones tomadas por los comandantes del movimiento fundamental del renacimiento indígena mexicano. “En gran medida, la ley indígena marcó el paso al que vamos como sociedad”, dice Gómez Carro. Por lo tanto, “no es que debamos esperar de Marcos y el EZLN su siguiente movimiento, sino que ellos nos están esperando”. Nada hemos sabido de los legisladores que aprobaron una ley indígena inaceptable para todos. Tarde o temprano tendrán que hacer algo. En la selva, los comandantes, Marcos y la historia esperan con una paciencia que sabe de siglos.

Uno de los aforismos más perturbadores de Kafka es el que habla de la bestia que, cansada de los azotes del amo, decide quitarle el látigo y azotarse a sí misma, para ser ella el amo. De esa alegoría algunos interpretarán que los esclavos, aunque se apropien de los medios de producción, esclavos se quedan. Alguien más observará que es el alegato de la culpa, inmanente a la condición humana; que es posible abolir todo, excepto la culpa. Otro pensará que se trata del fuego que Prometeo le arrebatara a los dioses para dárselo a los hombres, llevando en ello su condena. Uno más asegurará que fue el amo quien en realidad decidió prescindir de la bestia, para ser a su vez el amo y esclavo de sí mismo. Lo cierto es que el aforismo nos perturba porque más allá de la descripción de un tormento y su paradójica resolución, se produce en él la disolución de un orden, la insinuación de algo inusual.

De Marcos, más acá de la máscara –que, como bien dice Enrique Krauze, es la eficaz y original adaptación de un rasgo característico de la cultura en México–, lo que en principio de él nos trastorna, ya sea que nos ofusque o nos seduzca, es la elección de su modo de vida. Acostumbrados a concebir el Paraíso no poblado de infinitos libros como el de Borges, o como el de Sade, dedicado a la concupiscente tarea de corromper hermosas, inocentes niñas, sino aséptica y convenientemente poblado de hoteles cinco estrellas, con servicio de bar al cuarto y becas permanentes del Sistema Nacional de Investigadores (vivir sin una beca es vivir en el error), se nos hace extraño, absurdo, que alguien decida vivir en donde ha vivido los últimos veinte años. Es como si un dios o un genio le hubiesen concedido un deseo a Marcos: el de vivir donde quisiera y con quien quisiera, y él hubiese escogido habitar al resguardo de la selva, sin tomas de agua caliente y con los exiliados de la Tierra. En esta paradoja, uno recuerda el cuento de Wilde en donde Dios le pide a un ángel que le traiga del mundo los dos objetos más hermosos y el ángel le lleva una golondrina muerta y el corazón roto, de plomo, del Príncipe Feliz.

Sin embargo, si vivir en la selva del sureste mexicano para ser Marcos su propio amo, fuese sólo un gesto, el desplante se agotaría en su propia tortura, en la culpa, como el hígado devorado de Prometeo. Lo que se muestra como inusual es el cambio de paradigmas que en él se produce; en este caso, la impresión de que el rebelde ha sido conquistado por el pensamiento indígena, que es él su instrumento, y que tal situación lo hace renunciar a una serie de supuestos a partir de los cuales se generaba su entorno conceptual y revolucionario, sea la lucha de clases o el reino prometido a los proletarios, y de lo cual advertimos algunos de sus enigmas.

Y aunque en el discurso de Marcos no deja de ser notoria la presencia de resabios marxistas que parece dosificar de manera cauta –provenientes, es muy probable, de los tiempos en los que era el instructor de los mecanismos de la lucha revolucionaria de una futura insurrección indígena apoyada en los esquemas ideológicos de la lucha de clases–, algo pasó en el trayecto, hasta que el lenguaje teórico fue sustituido por el de los tropos y el del cuento maravilloso. Las armas mismas y los pasamontañas fueron convertidos en lenguaje, más como parte de un ejercicio simbólico que de uno estrictamente militar (al menos como se entiende la guerra en Occidente). Como si fueran los aditamentos que porta el guerrero águila o el guerrero tigre; elementos de un sistema de signos que en su conjunto funcionan como su peculiar estrategia de guerra. Como indicio de este montaje simbólico, el grado militar de Marcos es el de subcomandante, a manera de indicación de que es un subordinado, un instrumento de enlace, la lengua, el portavoz, el traductor del pensamiento indígena, como en su momento lo fue, si uno se anima al parangón, Malintzin para los conquistadores españoles en el siglo XVI.

Sabemos que en el proceso de conquista de México, el papel de Marina fue fundamental. Le permitió a Cortés seguir una estrategia no sólo efectiva, sino implacable en el derrotero que siguió en su paso por México, al poder ver, a través de Marina, el papel que él y sus mercenarios cumplían en el imaginario mítico indígena, sin que ninguno de los pueblos indígenas pudiera saber el papel que se les reservaba en el imaginario mítico y político de los conquistadores. Como señala Tzvetan Todorov, se trató de una guerra en los sistemas de comunicación, en los que Cortés controlaba el manejo de ambos territorios: el simbólico y de legitimidad divina de los poderes terrenales, sobre el que, confusos, se desempeñaban –se despeñaban– los indígenas, y el del depredador. No obstante, la astucia de Cortés era la astucia de Malintzin. Ella era la lengua de Cortés, pero Cortés era para Marina, también, el instrumento de una serie de reivindicaciones, más míticas que históricas, de los pueblos sometidos por los aztecas. En el imaginario mexica e indígena en general, la Conquista era un episodio del combate divino entre los poderes del día y de la noche. Marina representaba el papel de Coyolxauhqui, la Luna, quien junto con sus hermanos, las estrellas, habría conspirado, en el pasado mítico, en contra de su hermano Huitzilopochtli, el Sol, el dios guía del pueblo mexica, deidad que los derrota y los sacrifica; mito que en su aplicación práctica le daba a los aztecas el papel de pueblo elegido, el pueblo del sol, como los denomina Alfonso Caso. En el escenario de la Conquista, en la lectura simbólica indígena, con la aparición "inesperada" de los españoles se posibilitaba la revancha, en el mito y en sus consecuencias: la Luna, aliada esta vez a Venus –Cortés-Quetzalcóatl, identidad que, como sabemos, le fue atribuida en el imaginario indígena–, junto con todas las estrellas sublevadas –el arco iris de los pueblos sometidos por los mexicas–, derrotarían al Sol azteca, para cambiar su destino y modificar el desenlace del mito. De aquí nace el México que hoy conocemos, de la derrota del sol azteca. La aspiración era que la Luna, humillada y desmembrada, puesta a los pies del Sol, en el Templo Mayor de México Tenochtitlan, recuperaría su lugar simbólico en el firmamento, la dignidad que tuvo en Teotihuacán, la Ciudad de los dioses, puesto que tanto Teotihuacán como México Tenochtitlan eran, en su arquitectura, representaciones fieles de lo que era el firmamento y los combates que en él acontecían. Para Cortés y sus hombres esto era incomprensible, y también para la mayor parte de los españoles que vinieron después. La "traición" cósmica de la Luna a su hermano el Sol, de Marina-Malintzin-Coyolxauhqui, es para nuestra mirada occidentalizada apenas un episodio pintoresco.

Es de destacar que en esa visión del mundo aquellos europeos no eran extranjeros, sino que regresaban de donde antes habían partido, pues fueron integrados casi de inmediato dentro de las concepciones míticas, mágicas y aun sentimentales de los indígenas. Eran tan fuertes estas convicciones que la Corona española tuvo que prohibir posteriormente los matrimonios interraciales, prohibición sobre la cual de todos modos el mestizaje se impuso. A pesar de su situación desolada, los indígenas actuales mantienen la idea de una mexicanidad abierta e incluyente en lo cultural y en lo racial. Y cómo no iba a ser así, si fueron ellos los inventores de la heterotopía que llamamos México.

Mientras que la guerra de símbolos en la que se empeñaron los indígenas del siglo XVI, además de inoperante, fue fatal para todos ellos, para los zapatistas de comienzos del siglo XXI no sólo ha resultado viable, sino de una eficacia inesperada. Con Marcos de por medio, ni los interlocutores ni los oponentes del ezln consiguen descifrar el sistema de signos que les ha permitido controlar bajo su código sus salidas y entradas del escenario político nacional. El periodista Carlos Ramírez escribía, por ejemplo, ante la negativa inicial del Congreso de que el ezln se expresara desde la tribuna principal en marzo de 2001, que una vez "arrodillados" el poder Ejecutivo y el Judicial, el paso siguiente de Marcos sería hacer un plantón permanente a las afueras del Palacio Legislativo hasta obligar al Congreso a ceder a sus pretensiones. En una estrategia inédita, los insurrectos consiguieron su cometido haciendo exactamente lo contrario: anunciando su regreso a Chiapas, lo que desubicó a todos los actores políticos, incluida la izquierda. Y si Ramírez creyó, como muchos otros, que aquél iba a ser su siguiente paso, fue porque era lo esperable en un activista revolucionario típico o en un líder gremial. El error consiste en ver en Marcos al político que encabeza un movimiento disidente con la idea de alcanzar el poder, por lo cual sus fines justifican los medios. Su lenguaje, por tanto, es percibido como el instrumento, la extensión de su "máscara" que le sirve para alcanzar ese fin.

Por el contrario, los pasamontañas que usa el ezln son, además de un aditamento estético de su guerra simbólica, una manera de indicarnos cómo ven ellos a sus interlocutores (y a los demás), como participantes, a veces grotescos, de una mascarada en la que no falta la mirada iracunda del "médico de su honra" o la histeria del "enanito azul". El mensaje implícito es que si los zapatistas tuvieran que despojarse de sus máscaras, también deberían hacerlo sus contendientes e interlocutores. La expresión "mandar obedeciendo", que emplea el EZLN como una de sus consignas, se lee como un eslogan publicitario; de ahí viene la confusión, porque ese es precisamente el uso que los políticos suelen darle al lenguaje.

La "traición" de Marcos, en este caso, a sus orígenes occidentales, para ser el instrumento, la lengua, de esa reaparición insólita de los indígenas y su pensamiento en la historia del país y posiblemente de Occidente, no es sólo por esa extraña subordinación de lo racional a lo mágico –la rosa que se inclina ante el nopal, diría López Velarde–, que algunos otros verán simplemente como una vigorosa reaparición del espíritu dionisiaco; lo es asimismo porque en Occidente las respuestas a sus males y los males de mundo parecen agotadas. La guerra sucia de los Estados nacionales en contra de la guerrilla en América Latina –le explicaba Marcos a Julio Scherer García– la tienen perdida porque al guerrillero le basta con sobrevivir para sentir que gana, y ha sobrevivido. En todas partes las cárceles están saturadas, y hay más criminales fuera que dentro de ellas. No hay respuesta convincente frente a los problemas de Medio Oriente, para la violencia étnica de la Europa Central ni para los nuevos escenarios geopolíticos que se han presentado después del ataque terrorista del 11 de septiembre pasado en Nueva York. En nuestras sociedades, apuntaba Cioran, ya ni el pasado funciona. Con lo que ahora sabemos, ningún pasado fue mejor. De modo que la originalidad del movimiento indígena, la novedad de sus respuestas, su juego simbólico, su fragilidad y aun su anacronismo, resultan oxígeno puro para el mundo actual. En un escenario de tal desencanto, no resulta ya tan absurdo voltear a ver a los indígenas, y ser con ellos, en esa elección extraña de vivir en la selva.

Después de su incursión en la capital del antiguo imperio y de la aprobación por parte del Congreso de una decepcionante ley indígena, el EZLN ha vuelto a su obcecado silencio. ¿Cuál es su sentido? Marcos utilizaba una figura: para indicar la velocidad máxima a la que puede avanzar un contingente a través de una vereda, debe elegirse la del más lento. En gran medida, la ley indígena marcó el paso al que vamos como sociedad. No es que debamos esperar de Marcos y el EZLN su siguiente movimiento, sino que ellos nos están esperando. En el juego que nos proponen, en la adivinanza de la aparición-desaparición, de la máscara y el rostro, el lenguaje es el único capaz de desnudarlo; de desnudar y exhibir la realidad y mostrarnos ¿otra máscara, el rostro verdadero, la otra realidad? Desaparecer-aparecer, el día y la noche. ¿De qué lado estamos? ¿En qué momento estamos? El mundo mexica desconfiaba de los poderes de la noche, que eran los de la Luna y, por extensión, los que convocaban el poeta y el cazador. Los poderes de la seducción. Lo mismo le ocurre a Occidente, por eso la conquista no resolvió ese dilema, lo enmascaró y lo pospuso para mejores tiempos. Porque, como reflexiona Baudrillard, la seducción en Occidente siempre se la ha asociado con el mal.

¿A qué paso iremos, como sociedad, en los siguientes años? El año 2000 fue un año "1 pedernal" en el calendario mexica, míticamente el mismo año en el que los aztecas emprenden desde Aztlán su larga travesía que les hace olvidar la ubicación precisa de donde partieron; el mismo año, mítico, de la fundación de México Tenochtitlan en medio de la laguna de aguas de jade; el mismo en que ensayamos la democracia. Año inaugural entre nosotros; crepuscular en Occidente, al menos en la apuesta que hacía Spengler acerca de su decadencia. No lo sabemos de cierto, pero el nuevo siglo, el nuevo milenio –parafraseando a Paz– se ha encendido en nuestras tierras, y el México que habrá de ser quizás sea, en gran medida, el que los indígenas inventen.