Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Miércoles 20 de marzo de 2002
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Política

Arnoldo Kraus

Cómo se ha jodido la vida

En la preparatoria -principios de los años setenta- compraba tortas de a peso o de a peso con 50 centavos. Las primeras eran de frijol, salsa y algo que parecía crema. Las costosas incluían jamón y servilletas. Los camiones costaban entre 30 y 50 centavos, y los peseros hacían honor a su mote, independientemente de la ruta, del día o de la hora. Los cines de las escuelas o el CUC, al lado de Ciudad Universitaria, valían tres pesos. Al CUC era conveniente llevar un cojín o salirse antes con el pretexto de que los asientos eran duros e incómodos -así uno no quedaba mal, pues usualmente exhibían "cine de arte", quizá un tanto complejo para nuestras edades, pero imprescindible en la cena de la noche. ƑCómo era posible no haber visto el ciclo de Bergman? Los cines más caros costaban cuatro varos, y los refrescos, chiclosos o palomitas, sólo uno.

Aquellos que tenían coche lo dejaban en la calle y además de que seguía ahí, lo encontraban completo. Dependiendo del volado, las boleadas no costaban o eran de a dos pesos; los raspados valían 50 centavos. Los periódicos, no recuerdo con certeza, pero creo que también eran de a peso. Los tacos al pastor, los de bistec o las costillas oscilaban entre 50 centavos y dos pesos. Los refrescos valían menos de uno, los chicles 20 centavos, y la mayoría de los chocolates un peso. La vida para los clasemedieros era accesible y la mayoría de los pobres al menos no pasaba hambre. "Casi todos" sabían que aunque las faenas de la semana eran pesadas, los domingos Chapultepec cobijaba en sus áreas desvelos y cansancio. Sus espacios eran suficientes para albergar a todos, y con algunos pesos las familias pobres rozaban el sabor de la alegría.

Las calles de la ciudad eran extensión de la casa. Se podía caminar sin voltear hacia atrás y pasar la tarde jugando cascarita de futbol, peda-lear sin rumbo o caminar a las tlapalerías, papelerías, tiendas de abarrotes o al sastre para zurcir los pantalones, antes de que los padres se dieran cuenta de las implicaciones que conlleva ser el portero del equipo. Se podía jugar "avioncito", canicas, encantados, un dos tres por mí, escondidillas, rayuela, quemados o romper botellas en el terreno baldío. Mis amigas, quizá porque huían cada vez que pasaban dos monjas que las regañaban por usar pantalones, solían perder en el "avioncito", aunque se vengaban en las escondidillas. Besar no costaba.

La noche no era amenaza para quienes vagábamos por las calles cuando niños. A los padres más bien les preocupaba que subiéramos a hacer la tarea. La gente que caminaba no tenía que voltear hacia atrás ni cuidarse de sombras ajenas. Los transeúntes eran parte del paisaje, eran parte de la vida.

La ciudad era de uno y uno era la ciudad. Había cielo, más parques que ahora, menos contaminación, menos tráfico, más agua, menos violaciones, menos policías a quienes temer, menos "cuidadores" de las calles y, por ende, menos amenazas para los coches. Eran pocas las calles ocupadas por comerciantes ambulantes y ninguna era privada. La ciudad era de todos.

Hoy en la periferia del Distrito Federal habita un sinnúmero de gente pobre expelida de otros estados en busca de trabajo, así como incontables semaforistas, niños y niñas en situación de la calle y toda una comunidad de perros famélicos que retratan la realidad de esa población. La capital no es una ciudad: es muchas ciudades, donde las distancias económicas y el promedio en la calidad de vida entre unas y otras rayan en el infinito.

No sabemos cuál será el precio de haber perdido lo deseable y ganado lo indeseable. Perdimos calidad de vida y ganamos amenazas a la salud y a la vida misma. Mueren citadinos por violencia, algunos más debido a la contaminación y otros porque carecen de todo. Sin duda, sobre todo en los más pobres, alteraciones no mensurables, siquiátricas o físicas empiezan a manifestarse. Viajar tres o cuatro horas cada día para trabajar, carecer de vivienda, someterse al ruido, defecar en la vía pública, vivir con poca agua o sin ella, no contar con dinero y tiempo para actividades recreativas, respirar aire contaminado y buscar trabajo sin éxito, truenan o, al menos, dislocan el sistema nervioso. Vivir el hoy, sin siquiera poder pensar en el mañana, es una realidad para muchos. Sentirse amenazados por la calle o no conocerla, como suele suceder con los jóvenes de clases adineradas, es absolutamente patológico.

Adiós a la calle es el sabor nostálgico de esta ciudad, donde los pesos han dejado de servir -antes incluso merecían un billete- y la cohabitación se ha convertido en entelequia. Cómo hemos jodido la vida.

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