La Jornada Semanal,  3 de marzo del 2002                           365
(h)ojeadas
La otra Tula

Teresa del Conde

David Toscana,
Estación Tula,
Editorial Sudamericana,
España, 2001.

Declaro que yo no conocía más Tula que la de los famosos Atlantes, en el estado de Hidalgo. Para mi faceta de historiadora fue importante investigar, paralelamente al inicio de la lectura del libro de Toscana, varias cuestiones referentes a esa población que adquiere tono mítico. Tula, en el estado de Tamaulipas, es una cabecera municipal que actualmente cuenta con unos diez mil habitantes; por allí pasó Francisco Xavier Mina (a quien el autor menciona veladamente en uno de los capítulos de la narración), sus pobladores tuvieron injerencia intensa durante las Guerras de Independencia y el apellido Capistrán, propio del personaje en torno al cual gira la novela, en efecto tiene raigambre allí. Tula fue uno de los centros culturales del estado a mediados del siglo XIX y la población mereció la designación de "ciudad" en 1836, aunque su fundación, como asentamiento, data del siglo XVII.

No estoy hablando propiamente de una novela que pueda calificarse de histórica, pero contiene datos históricos. Empieza y termina con un huracán, pero el desarrollo de la trama dista de ser lineal, se corresponde, en términos generales, con las narrativas de corte posmoderno. No es aventurado decir que Toscana está inmiscuido con su principal personaje y en realidad se trata de su alter ego. Me refiero a Froylán Gómez. De él sabemos en el primer inciso que tal vez huyó con una mujer que no necesariamente lleva el nombre de Carmen, aunque para Froylán, ese es el único nombre que podría sentarle, porque a lo largo de la narración se sobreentiende que él está destinado a amar a una Carmen, cuya personalidad no se corresponde con la heroína de la ópera de Georges Bizet, que admiraron tanto Nietzsche como Freud.

No es mi misión resumir la novela, sino inducir a los posibles lectores de este artículo a que la lean. Vale la pena y lo vale no sólo porque es literatura, buena literatura, sino porque hay en ella un dejo del quehacer periodístico. Yo valoro eso, grandes escritores han surgido precisamente de la labor periodística bien ejercida. El planteamiento de la trama se desprende de un reportaje ficticio que el protagonista accede a realizar a petición de un anciano que dice ser su abuelo, y que según las apariencias, no es su abuelo, sino su tatarabuelo. El anciano tiene antecedentes que se remontan a mucho tiempo atrás. Algunos se refieren a su progenitora, de corta vida, mujer engañada y profundamente violentada por cuanto varón se le puso enfrente , violentada incluso por doña Esperanza (su propia madre) mujer rezandera y poderosa, manipuladora de vidas. 

La narración, en varios tiempos, tiene un ritmo que en los primeros capítulos va de adelante a atrás, de allí a adelante y viceversa. Pero no son sólo dos los discursos que se manejan. Froylán no es el único narrador, ni Juan Capistrán la única voz que se deja escuchar a través de las cintas que dejó grabadas y de los folios –incompletos– que Froylán dejó. Doña Esperanza, la negra Buenaventura, uno de los personajes más encantadores de la novela, el taimado sacerdote Nicanor, la monja del asilo, el maestro de piano Everardo Fuentes, que deseaba hacer de Tula el ombligo musical del mundo llegando a organizar un poco afortunado concierto para cien pianos en el que no se logró la sincronía deseada, y el propio David Toscana, que aparece mencionado como un personaje más, amigo de Froylán, son otros tantos caracteres perfilados con maestría.

El nombre Carmen (Carmen se tituló una película francesa estrenada hará unos siete u ocho años) pertenece a la misma raigambre que la Beatriz de Dante, pues el florentino la conoce cuando ella tiene ocho o nueve años, "gentilmente d’umiltá vestita", como él dice en un soneto incrustado en La vita nuova. Carmen inspira a esa misma edad el amor que le profesa Capistrán y tanto en su versión como en la modernizada introyección de Froylán, es opuesta a una mujer real, como lo es Patricia (la esposa de Froylán), quien desea más que nada que su marido, ingeniero titulado que abandonó su profesión por amor a la literatura, vuelva al redil y le abone sus quincenas o por lo menos parte de las mismas. Froylán percibe que la rutina matrimonial tiene sus ventajas: "Quise confesarle [a ella] toda la verdad sobre mi empleo [sobre la ausencia del mismo], decirle te amo, romper las páginas del viejo Capistrán, devolver los timbres (entregados al personaje David Toscana, que como dije antes, aparece como tal) regresar a esa vida pacífica y monótona pero feliz... cuando las novelas eran apenas un sustituto lento de la televisión." Esos momentos son anteriores a la picazón creativa, es decir, a la literatura tomada como eje de la vida. De otro modo Froylán nunca hubiera equiparado a las novelas con la televisión.

Hay de paso referencias a diversos fenómenos. Por ejemplo, el padre Nicanor teme que le expropien su iglesia , misma que podría quedar en manos de algúna baptista y si tal cosa llegara a acontecer enjabelgarían las pinturas religiosas o las cubrirían de pintura blanca, para convertir "el modesto barroco pueblerino en puras paredes llanas", como corresponde, me digo yo, a la visión ascética de esos tiempos ya remotos. 

La Carmen decimonónica de Juan Capistrán no es muy inteligente. Cree que la música es cosa de mujeres (porque eso ha escuchado decir en su familia) y se le hace que "los que tocan piano son muy señoritas".

Una más de la referencias encontradas consiste en que el autor comparte conmigo la creencia de que los niños héroes no fueron tales. Nada de que "Así murieron los héroes niños bajo las balas del invasor", como dice la rima de un versificador cuyo nombre se me escapa. Es cierto: Juan de la Barrera, Francisco Melgar, etcétera, tienen sus calles en la Ciudad de México y en efecto perdieron la vida, pero no por heroísmo voluntario, sino por la defensa ineludible del Alcázar de Chapultepec. 

Los personajes del anciano Capistrán, rememorados por Froylán a partir de la unión de los fragmentos de grabaciones y folios (un poco a la Paul Auster) no eran muy sentimentales. Por eso la muerte es tratada en forma un tanto banal. "En una de sus tantas borracheras [Don Alejo] cayó, tal vez dormido, de su caballo, que andaba muy fuera de ruta. Lo encontraron varios días después a punto de esqueleto sobre un hormiguero, y nunca se supo si murió por la caída o por los mordiscos de las hormigas coloradas." Se ve que en esos tiempos se bebía bastante en esa región mezcalera.

Cuando el jovencísimo Juan Capistrán pasa a llamarse Doménico, en honor del Theotocopuli (1541-1614) aunque nada supiera de él, más que el nombre, se ve en el trance de ser fusilado debido a que alabó a los franceses y pronunció palabras altisonantes sobre Comonfort y el general Ortega (aunque ellos no las escucharon). Sin preámbulo alguno un guardia le dijo: "Te voy a jusilar." Él no supo a ciencia cierta si eso iba a ocurrir o no, cosa que me recordó el falso fusilamiento de Dostoievski, así como otros episodios hacen recordar a Vargas Llosa y quizá al Carlos Fuentes anterior a Terra nostra. Y desde luego que Juan Rulfo está detrás. 

Al ver el mapa de Tamaulipas se esclarecen las palabras del ingeniero Sebastián Gálvez (siglo XIX, después de construida la vía ferroviaria de Veracruz). Toscana lo hace decir que "es imposible construir una vía que pueda atravesar la Sierra Madre para llegar a Tula". No obstante, la Estación Tula fue inaugurada y hubo festival. En tal momento hace incursión el poeta potosino Manuel José Othon, a propósito de un concurso que sí tuvo lugar y que puede situarse hacia 1885. Esa parte del relato del viejo Capistrán termina con una salida que –como otras del autor– es francamente humorística. El licenciado Madariaga pide aportaciones para la construcción del ferrocarril por parte de una empresa cívica privada. Pero ya nadie quiere dar ni un centavo: "por eso la vía nunca tuvo más de doscientos metros". La portada del libro es una fotografía en blanco y negro procesada en color bistre. Me pareció iconográficamente atinadísima, pues la imagen es capaz de condensar una parte básica de la trama, pero aquí sí hay una franca queja: no se registró el nombre del autor de la toma. La edición, cuidada e impresa en Barcelona, corresponde a 2001 •


P O E S Í A


Soledad, juego y cubismo

Alejandro Tarrab

Francisco Hernández, 
Soledad al cubo,
Editorial Colibrí/Secretaría de Cultura del estado de Puebla,
México, 2001.
El surgimiento del cubismo (París, 1907), en el marco de las vanguardias artísticas, trajo consigo una nueva visión estética. Pintores como Picasso o Braque, y posteriormente Gris, Léger, Metzinger y Delaunay, por mencionar algunos, aportaron nuevas medidas espaciales que, unidas a la línea, superficie y volumen, proyectaban su sensibilidad y visión hacia el infinito. Las vanguardias artísticas se caracterizaron por generar su propia crítica, sus propios postulados, proclamas y polémicas. En el marco de la literatura, escritores como Pierre Reverdy (Escritos para una poética) y Guillaume Apollinaire (Los pintores cubistas), teorizaron y discutieron nuevas formas de creación y entendimiento. Este último, por ejemplo, se refirió a la cuarta dimensión como una representación de "la inmensidad del espacio, eternizándose en todas la direcciones en un momento determinado".

Las herencias e influencias detectables en la obra del poeta veracruzano Francisco Hernández (San Andrés Tuxtla, 1946) no se restringen a este movimiento o, en general, a la infinidad de manifestaciones bautizadas como ismos. Los recursos estéticos utilizados por Hernández son múltiples y provienen de varias disciplinas. A lo largo de su obra el lector ha sido testigo De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios ("El pianista cubre de rosas el teclado/ No le importa el perfume. Lo hace por las espinas"); de los delirantes diálogos, cantos y sueños del poeta alemán Friedrich Hölderlin en Habla Scardanelli; de la agonía de César Vallejo en la Clinique Générale de Chirurgie; de la invocación poética en "poema en que se usa mucho la palabra Owen"; del retrato, el espíritu y la imagen en Poetografías y en algunos Portarretratos; de la plasticidad con que Francisco Toledo engendró su bestiario; en fin, de la larga serie de homenajes e intertextualidades que se adivinan y se leen en la mayoría de sus páginas.

No es que el que reseña este libro se haya dejado llevar únicamente por las imágenes que sugiere el título: Soledad al cubo sugiere no sólo soledad incurable, irreparable, interminable a la manera de Góngora o Antonio Machado; soledad elevada al cubo es también soledad de figura geométrica, soledad-encierro, soledad-prisión ("Última hoja: en vez de lágrimas,/ lloro moscas./ A otros reclusos les va peor"); soledad multiplicada; tres dimensiones que se proyectan al espacio, al infinito; libro dividido en cuatro apartados, en cuatro caras o planos; absoluto. Su construcción, su estructura, es una mazmorra, pero con vista a un universo de presencias, de paisajes y analogías. El poeta se enriquece de este cúmulo de referencias y las transforma en algo insólito, absolutamente disímil y con una vitalidad propia. Por sus páginas desfilan lo mismo Kafka, Flaubert, Juan Ramón Jiménez o Revueltas, que Carlos Gardel o Cesaria Évora.

Pero el poeta no se queda en el epígono, su obra se asemeja al collage cubista, al pastiche que se adentra en los límites de la parodia, del juego y de la burla. Aquí convergen la ausencia y el lamento, con el candor lúdico: "Sax. Sex. Six. Sox. Suck/ (Ha llegado a seis orgasmos cuando, sin despojarse de las medias, oye a Ben Webster tocar el saxofón)"; "Escribir en cautiverio: cautiverso/ Eros en prisión: prisioneros/ […] Del útero al calabozo de la tumba: alegría de vivir del alma en pena."

En la cuarta y última parte del poemario, titulada igual que el libro, el poeta agudiza nuestros sentidos, transportándonos a un paisaje onírico en el que se vale de la onomatopeya para evocar a un gran poeta:

Ruidos escasos, ruidos de pasos
trakl, trakl, trakl.
¿Será tiempo de vidrieras o de mandarinas?
¿Temporada de jacarandas o de permanecer
clavado sobre un pie?

[…]

Ruidos de trazos, ruidos de vasos
trakl, trakl, trakl. 

Georg Trakl, poeta austriaco, perteneciente al expresionismo alemán, responde con desasosiego: "Oh, el hundido repique de las campanas del crepúsculo/ […] Pero una humanidad más silenciosa sangra en oscura cueva." 

"En [el] arte la influencia es después de todo algo perfectamente lícito. Todo tiene que ir con todo, se enlaza, se ramifica en este dominio", nos dice el poeta cubista Reverdy en los ya citados Escritos para una poética. Y uno puede imaginarse al poeta veracruzano, al igual que Eliot en su Tierra baldía, evocando a todos estos personajes; puede ver cómo construye estas cajas de resonancia en donde se reflejan otras voces; otros sonidos que "no son sino correspondencias, ecos, de la armonía universal". Lo imagino calculando los endecasílabos en plena práctica de vuelo, y dividiendo en tres tomas o planos su soneto "Mamografías", como un homenaje a Pellicer. Lo imagino extasiado ante los matices amatorios de Ben Webster y su sax tenor, por ejemplo en Cottontail. Lo imagino leyendo los Boletines de mar y tierra de Jorge Carrera Andrade, en particular la "joven desnuda", "Klare von Reuter" o la "Niña de Panamá" para construir su "Geometría" erótica y de develamientos:

Me gusta el triángulo de mi mujer.
Cuando viene de isósceles es una escarcela
forrada de semillas.
Cuando se disfraza de equilátero es  comparable,
por su deslizamiento, con un tiburón gato

[…]

Cuarenta grados a la sombra han convertido,
en burbujas de sudor, a la fiel quebradura
  de las líneas y la selva poligonal
ya es arista en retroceso y no dudo de estar
  ante parajes marítimos
donde el geómetra se transforma en poeta

Las figuras representadas por Hernández nos remiten a la descomposición de los elementos en sus formas geométricas básicas, y en particular a Las señoritas de Aviñón (1907), al Desnudo en un sillón negro (1932) o a algunos retratos de Dora Maar realizados por Picasso. "Piernas abiertas: compás de esperma"; las damas de Aviñón extienden sus extremidades, abren los ángulos de la ansiedad y el deseo, "geometría analítica,/ que deseara convertirse, a diario,/ en diámetro conjugado o en anatomía trapezoidal/ a punto de huir por la tangente". 

El deseo y la voluptuosidad son aspectos fundamentales en Soledad al cubo. Como en Bataille, el erotismo es provocación, perdición y muerte. El poeta hace el amor encima de una tumba, se adentra en cada poro de la amada (Fosca) y la escucha murmurar entre pasiones:

Está a punto de estallar el surtidor de ardores
La nostalgia huele a casa de huéspedes vacía, a papel de estraza, a tinta verde. La soledad huele a tablilla de cera, a redondez de cero, a siglo que termina.
Una vez más el lector es testigo de la intensidad y el ardor, pero también de la brevedad, de todo lo efímero que rodea a un sentimiento de éxtasis: "Sin abrir los ojos y sin tocar el aire, Fosca se aleja, convertida en la pluma de una deidad bondadosa."

Soledad al cubo, libro de invocaciones, de cantos a propósito de…; poemario que juega y reinventa varias formas literarias; del poema en prosa a la prosa poética, la ausencia se transforma en fiebre, en delirio; sueño, ensueño ("[…]comienza/ a poblarse el recinto con las moscas./ Entran cien, doscientas, diez mil./ Todas traen los labios pintados/ con rojo de España"); visión, espejismo, humor negro, asociaciones libres del inconsciente: "¡¿Alguien sería capaz de entonar el Vals triste, por favor?! •


N O V E L A

Cuenta llena en dos y tres

Leo Mendoza

Élmer Mendoza,
El amante de Janis Joplin,
Editorial Tusquets,
México, 2001.

 
El amante de Janis Joplin segunda novela del narrador sinaloense Élmer Mendoza, continúa la exploración narrativa en torno al mundo de la violencia, el narcotráfico, la política y aun la guerrilla que se dio y se da en el noroeste de México y que se iniciara mucho antes de Un asesino solitario, en sus crónicas y cuentos recogidos ya sea en "Trancapalanca" o en "Buenos muchachos".

De una u otra manera, Mendoza continúa la línea seguida en su anterior novela y por momentos le hace un guiño a la realidad y juega con ella, trastocándola. No es casual que su protagonista 
–un pítcher natural a quien no le gusta el béisbol, una suerte de tonto del pueblo que por error (y terror) mata a un importante narco de una certera pedrada– se llame David Valenzuela y que los oportunos editores hayan colocado en la portada de la novela un collage fotográfico con la rechoncha figura de "el Toro" de Etchohuaquila enfundado en la franela de los Dodgers de Los Ángeles.

De alguna manera, David Valenzuela, "el Sandy", es una suerte de personaje picaresco a quien las cosas le ocurren sin que él las busque o aun sin darse cuenta: tras bailar con una mujer apartada allá en la lejana serranía mata a su novio, Valenzuela llega a Culiacán, viaja a Los Ángeles, es contratado por los Dodgers y despedido por emborracharse para celebrar su contratación y por si fuera poco se encuentra con dos protectores bastante discutibles: "el Cholo", un estudiante de agronomía devenido narcotraficante y su primo, "el Chato", un guerrillero que, sin ningún tipo de complejos, mantiene un estrecho contacto con su amigo narco –e incluso lo utiliza para conseguir armas y casas de seguridad– y con el beisbolista. 

Las peripecias en las que se verá envuelto Valenzuela, desde el episodio en el baile en Chacala hasta su propia muerte, desafían los caminos de la verosimilitud para acercarse al reino de la fantasía, a la que rozan por momentos: en la novela casi todo se soluciona fácilmente –menos la persecución del terrible comandante de la judicial Mascareño. Perseguido y todo, Valenzuela siempre podrá escapar, en ocasiones con ayuda de un deus ex machina, porque a Mendoza lo que le interesa sobre todo es recrear la extraña historia de complicidades, corruptelas, compadrazgos y violencia que se vivió en Sinaloa allá por los años setenta. Y para eso ha echado mano de un personaje escindido en serio –Valenzuela no cesa de dialogar con su parte reencarnable, la que casi siempre trata de conducirlo a la perdición–, cuya vida se transforma al ocurrirle un hecho extraordinario: acostarse con la Bruja Cósmica en Los Ángeles, justo cuando, luego de aprender los rudimentos del beisbol, viaja junto con el equipo de su tío con rumbo a su destino.

Este acto, que posee todo el aire de una anécdota de mentidero, marca definitivamente la vida de Valenzuela: en adelante todo lo que haga estará encaminado a reencontrarse con la Joplin. Así se convertirá en pescador, en narco, en preso político y, pese a sus limitaciones intelectuales, tendrá una increíble suerte con las mujeres al ser perseguido por la hija de su protector en Altata, Rebeca, y salvado por la misma mujer con la que sus desgracias iniciaron.

Curiosamente, gracias a la manera de contar las peripecias de Valenzuela, la novela adquiere una gran consistencia. Mendoza es un narrador nato y en su historia se escuchan muchos de los relatos que han andado de boca en boca por el territorio sinaloense desde los años en que el narcotráfico empezó a enseñorearse en estas tierras y muy especialmente en la zona serrana. Fueron los años de la guerra sucia, de la Operación Cóndor, de la irrupción de los enfermos en la Universidad –quienes, por cierto, consideraban a ésta una fábrica de cuadros de la pequeña burguesía. Esa lista de absurdos, terribles las más de las veces, que pueblan la historia real, política y social de Sinaloa, están condensados en la novela de Élmer Mendoza. De ahí que ésta, aun cuando excesiva, posea los tintes de la leyenda y que sus inconsistencias argumentales nos parezcan un pecado menor dentro de toda la estructura de la novela que, al igual que la primera de la serie, se ha edificado sobre un ejercicio lingüístico bastante eficiente. La exploración formal de Élmer Mendoza –eliminación del diálogo tradicional y una narración basada sobre todo en el habla de sus personajes– hace de El amante de Janis Joplin, ejemplo de una narrativa que ha sabido encontrar, como lo pedía Tolstoi, lo universal en lo más nimio, en esa aldea primigenia que es, en realidad, el origen de todas las historias •