La especie humana
Robert Antelme
Hace
dos años, durante los primeros días que siguieron a nuestro
retorno, fuimos todos, creo, presas de un verdadero delirio. Queríamos
hablar, ser escuchados al fin. Nos dijeron que nuestra apariencia física
ya era bastante elocuente por sí sola. Pero recién volvíamos,
traíamos con nosotros nuestra memoria, nuestra experiencia viva
aún, y sentíamos el deseo frenético de decirla tal
cual era. Y, sin embargo, ya desde los primeros días, nos parecía
imposible colmar la distancia que íbamos descubriendo entre el lenguaje
del que disponíamos y esa experiencia que seguíamos viviendo
casi todos en nuestros cuerpos. ¿Cómo resignarnos a no tratar
de explicar de qué manera habíamos llegado hasta allí?
Todavía estábamos allí. Y, sin embargo, era imposible.
Apenas comenzábamos a relatar, nos sofocábamos. A nosotros
mismos lo que teníamos para decir empezaba a parecernos inimaginable.
Esa desproporción entre la experiencia que habíamos
vivido y el relato que era posible hacer a partir de ella se confirmó
definitivamente más adelante. Estábamos efectivamente frente
a una de esas realidades de las que se dice que sobrepasan la imaginación.
Quedaba claro entonces que sólo por elección, es decir, una
vez más, gracias a la imaginación, podríamos intentar
decir algo.
He tratado aquí de reconstruir la vida de un kommando
(Gandersheim) de un campo de concentración alemán (Buchenwald).
Se sabe hoy en día que en los campos de concentración
de Alemania existieron todos los grados posibles de opresión. Sin
tener en cuenta los diferentes tipos de organización que existían
en los campos, las diferentes aplicaciones de una misma regla podrían
aumentar o reducir sin proporción alguna las posibilidades de supervivencia.
Ya las propias dimensiones de nuestro kommando
acarreaban el contacto estrecho y permanente entre los presos y el aparato
de mando SS. El papel de los intermediarios se veía reducido al
mínimo. En Gandersheim, el aparato intermedio estaba enteramente
conformado por presos alemanes comunes. Éramos entonces alrededor
de quinientos hombres, que no podíamos evitar estar en contacto
con los SS, rodeados no por políticos, sino por asesinos, ladrones,
estafadores, sádicos o traficantes de mercado negro. Ellos fueron,
bajo las órdenes de los SS, nuestros amos directos y absolutos.
Es importante señalar que la lucha por el poder
entre los presos políticos y los presos comunes nunca cobró
el sentido de una lucha entre dos facciones que se disputaran el poder.
Era la lucha entre hombres cuyo fin era instaurar una legalidad, en la
medida en que una legalidad fuese aún posible en una sociedad concebida
como infernal, y hombres cuyo fin era evitar a cualquier precio la instauración
de esa legalidad, porque sólo podían beneficiarse en una
sociedad sin leyes. Bajo estos hombres sólo podía reinar
la ley SS sin tapujos. Para vivir, e incluso vivir bien, lo único
que podían hacer era agravar la ley SS. En ese sentido jugaron un
papel de provocadores. Provocaron y mantuvieron entre nosotros, con una
saña y una lógica asombrosas, el estado de anarquía
que les era necesario. Jugaban el juego a la perfección... No sólo
se afirmaban así a los ojos de los SS como diferentes de nosotros
por naturaleza, sino que aparecían frente a ellos como auxiliares
indispensables y merecían, en efecto, vivir bien. Matar de hambre
a un hombre para tener que castigarlo después por robar cáscaras
y, gracias a esto, merecer la recompensa de los SS y, por ejemplo, conseguir
como premio la sopa extra que hambreará aún más al
hombre, tal era el esquema de su táctica.
Nuestra situación no puede entonces compararse
con la de los presos que se encontraban en campos o kommandos bajo
la responsabilidad de políticos. Aun cuando esos responsables políticos,
como ocurrió, se dejaron corromper, lo más frecuente era
que hubieran conservado cierto sentido de la vieja solidaridad y un odio
al enemigo común, que les impedían llegar a los extremos
a los cuales se entregaban sin pudor los presos comunes.
En Gandersheim, nuestros encargados eran nuestros enemigos.
El
aparato administrativo era entonces el instrumento, más afilado
aún, de la opresión SS, por lo cual la lucha colectiva estaba
destinada al fracaso. El fracaso era el lento asesinato por los SS y los
kapos
unidos. Todos los intentos que emprendimos algunos de nosotros fueron
inútiles.
Frente a esa coalición todopoderosa, nuestro objetivo
se iba haciendo más humilde. Era solamente sobrevivir. Nuestro combate,
los mejores de entre nosotros sólo pudieron librarlo individualmente.
La solidaridad también se había convertido en un asunto individual.
Relataré aquí lo que viví. El horror
allí no es gigantesco. En Gandersheim no había ni cámara
de gas, ni crematorio. Allí el horror era oscuridad, falta absoluta
de referencias, soledad, opresión incesante, aniquilamiento lento.
El motivo de nuestra lucha sólo fue la reivindicación frenética,
y casi siempre solitaria, de seguir siendo hombres, hasta el final.
Los héroes históricos o literarios que conocemos
habrán gritado al amor, a la soledad, a la angustia del ser o del
no ser, a la venganza, o se habrán lanzado contra la injusticia
y la humillación, pero no creemos que se hayan visto llevados a
expresar como única y última reivindicación un sentimiento
límite de pertenencia a la especie.
Decir que uno se sentía entonces cuestionado como
hombre, como miembro de la especie, puede aparecer como un sentimiento
retrospectivo, una explicación a posteriori. Fue eso, sin
embargo, lo que vivimos y sentimos de manera más inmediata y constante,
y es eso, exactamente eso, lo que querían los otros. Sentirse cuestionado
en su calidad de hombre provoca una reivindicación casi biológica
de pertenencia a la especie humana. Sirve luego para meditar sobre los
límites de esa especie, sobre su distancia con la "naturaleza" y
su relación con ésta, sobre cierta soledad de la especie
entonces, y, finalmente, para concebir sobre todo una visión clara
de su unidad indivisible.