Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 28 de febrero de 2002
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Cultura

Margo Glantz

La austeridad de la abundancia

Uno de los museos más interesantes de Boston es el de Isabella Stewart Gardner, millonaria inmortalizada por John Singer Sergent, pintor detestado por Mark Rothko, quien lo caracteriza como a un esnob que sólo pintaba a los poderosos. En el cuadro la mujer viste un sobrio vestido negro de seda, escotado modestamente; deja adivinar el nacimiento de su pecho, excesivamente blanco. El traje entallado (debajo hay un corsé) se subraya con un cinturón formado por dos hileras de perlas, idénticas en tamaño y disposición a la gargantilla que adorna su cuello, cuyas perlas finísimas se rematan con una gota de rubí engarzada en oro. La sobrefalda desmesura su cadera y dibuja una silueta totalmente diferente a la de las modelos anoréxicas de hoy. Las palmas de las manos enlazadas se apoyan en el vientre y reiteran el dibujo del cinturón. La señora Gardner no lleva afeites, en ese tiempo hubiera sido un signo flagrante de vulgaridad: recuerdo al respecto un famoso pasaje de la novela de Proust en el que una joven de la alta burguesía aparece ligeramente maquillada en una calle de París: la abuela del narrador le retira el saludo para siempre. Detrás, como si fuera un halo, un brocado de seda dorada cubre la pared y el cuadro se ensombrece de manera paulatina hasta que el color negro del vestido se funde totalmente con el fondo, dejando adivinar unos zapatos de satén decorados con un broche de rubí.

El museo alberga muebles, tapices, cuadros, muchos de ellos adquiridos siguiendo los consejos de Bernard Berenson, el gran estudioso de la pintura italiana, gran promotor de los cuadros del primer Renacimiento. Es un antiguo palacio veneciano trasladado de Italia a la Nueva Inglaterra, coexisten objetos de pésimo gusto con maravillas: cortinajes, biombos japoneses, muebles, vitrales, cuadros excelsos, como por ejemplo uno de Sofonisba Anguisola, pintora italiana que vivió en la corte de Felipe II y pintaba como Claudio Coello. La casa está construida alrededor de una loggia que alberga un jardín de invierno con orquídeas y unos limoneros que producen unas frutas enormes, especie de toronjas agigantadas, rugosas, de un color amarillo lustroso; el verde de las hojas de ese arbusto es sólo comparable al de los árboles pintados en el Renacimiento: desde las ventanas de la habitación donde la virgen recibe al ángel de la anunciación se representa un paisaje de calidad tan irreal como el color de las hojas y el azul del cielo. Junto a los limoneros del patio, orquídeas feroces, helechos gigantes y estatuas mutiladas.

He visto allí una pequeña exposición dedicada a Cósimo Tura, pintor de la corte de Ferrara. Reúne unos 12 cuadros de pequeño formato, una muestra muy especial, dice el guardia de la sala, respondiendo a un visitante que pregunta decepcionado por qué es tan exigua. Destacan dos pinturas, la de una virgen vestida de terciopelo café oscuro, muy sobria, un poco descotada sin embargo, de cuyo regazo resbala un Niño Dios con cara de adulto, a medias sonriente y reflexivo.

Enfrente el cuadro más importante: se trata de una Piedad; la virgen desolada, sentada sobre el sepulcro (un sarcófago de piedra suntuosamente labrado), tiene el cuerpo de Cristo en su regazo, aún convulsionado; refleja el sufrimiento del martirio, los labios apartados, cianóticos, dejan asomar los dientes muy blancos que contrastan con su piel lívida, o mejor dicho, amoratada, del mismo tono que el manto de la madre, cuyos espesos y duros pliegues escultóricos caen hasta el suelo enmarcando el cuerpo del Cristo. La virgen viste un traje negro que deja asomar parte de su cuello; su cabeza (tres cuartos de perfil) se cubre con un tocado de gasa que oculta totalmente sus cabellos; su brazo derecho se acerca al rostro de su hijo como si lo fuera a besar con expresión de profunda melancolía. Tiene la misma edad que Cristo, quien, desnudo, coloca su mano izquierda sobre el bajo vientre (cubierto de una gasa semejante a la del tocado de la virgen); se advierte la perforación que el clavo le ha dejado, gotas de sangre aún muy frescas y muy rojas reiteran la herida del costado, también sanguinolenta: el rostro es oriental, grotesco, refleja una agonía agigantada por la delgada corona de espinas de la que escurren dos hilos de sangre cristalina. Detrás, un paisaje extraño, el Gólgota, montaña en forma de espiral que como la torre de Babel asciende y en la cúspide ostenta las tres cruces, en dos se tuercen los cuerpos de los ladrones y la cruz central se deshabita.

Las figuras de Tura, dice Berenson, parecen esculpidas en pedernal, son tan hieráticas e inmóviles como las estatuas de los faraones egipcios, pero su convulsa y contenida energía recuerda los nudos que alteran las delgadas ramas de los olivos.

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