Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 18 de febrero de 2002
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Cultura

Hermann Bellinghausen

La última lengua

Si sólo hablara de lo que entiendo, hace rato que me hubiera callado. Lástima por ustedes, pues aquí sigo, dando guerra. Mala yerba nunca muere. ƑQué si voy a cumplir noventa y tres años el mes que viene? A quién le importa. Dejen que me guarde, el mundo no está para afearlo más con momias. Agradezcan.

Algunas momias se pasean impúdicas, conquistan premios, las celebran los funcionarios comparándolas con Quevedo, Cervantes y alguno otro de esos, los clásicos, que nunca fueron celas ni momias. Son lo que son. Ya quisiéramos ser tan modernos como aquellos.

Yo no tengo ese nervio para la farsa. Se me caería la careta, de vergüenza. Prefiero aquí desde mi cama, artrítico pero lúcido hasta donde alcanzo a darme cuenta, escribir apoyando la mano endeble en una almohada. Se hace hábito, usar así las manos. Darles tal poder sobre el pensamiento. Ellas traducen visiones, dibujan lo real, y tiemblan ateridas cuando hace frío.

Me he dado a la tarea larga de vivir en una ciudad que ya no existe, y escribir en una lengua que aquí nadie conoce. Cuando llegué, tenía un pasado de exilado político, eso da prestigio, identidad, pretexto. Ahora, ya ni eso. En Londres a quién le importa si existo.

No morí en México, como dicen los editores en las solapas de mis libros. Vivo en Londres, ese es mi gran secreto. Viudo de mí mismo, desollado de dolores y degustador satisfecho de maravillas que no obstante siguen viniendo a mí. Sí, me asilé en América después de la derrota, pero el que anduvo en mi pellejo todos esos años no era yo, era un impostor de medio pelo. El verdadero yo soy éste, en un altillo frente al Támesis donde la podredumbre hace al río parecer mar muerto; aquí las aves no se atreven a nadar, sólo dan sus vueltas sin mancharse del pantano industrial. No les queda lejos el canal, más limpio, y en Dover hasta los pelícanos se pierden tranquilamente entre los acantilados y la niebla, flotan como quien pesca, pescan como quien llora.

Las penas de sobrevivir son más grandes en el exilio. Imagínese usted entonces un doble exilio, y casi un siglo, la cantidad de pérdidas. Todos han muerto, incluso la que habitó este lecho donde escribo, leo y duermo, cuando duermo. (Dormir cada día me aburre más. Ya qué más puedo soñar). Ella fue siempre una chiquilla, comparada conmigo, ya entrada en sus setenta, que tan cumplidamente celebró haciéndome el amor como muchacha en celo.

No, hijos no tuvimos. Pero escribimos muchos libros. Algunos muy hermosos. Ella era buena, mejor que yo, pero la crítica es masculina en este mundo, y me hacían más caso a mí. Y luego ella, con ese origen tan oblicuo. Exudaba estepa, y eso espantaba a los lectores. Su doble exilio, al no ser político como el mío, a nadie le interesaba. Ya no me hacen caso. Tampoco a mí. Escribir en lengua arcaica, publicarme yo mismo y no abrir las puertas a las visitas me hace invisible en Londres y efeméride al pie de página en el ámbito hispánico (si tal "ámbito" existe).

La señorita Wilson ha trabajado conmigo diez años. Antes sólo cuidaba y hacía el aseo, pero domina el idioma porque creció en Melilla, y ha sido una revelación como dactilógrafa. Ahora le dicto estas notas de respuesta a su atenta misiva. No debía extrañarme que lo haga bien, es hábil con los dedos. Digamos que no sé qué ve en mí, que soy un anciano, pero me coquetea, me seduce, me da de besos.

No es muy joven, pero comparada conmigo. Podría ser mi nieta. Tiene dos hijos jóvenes e insolentes, uno de padre marroquí, y el otro brasileño. Londinenses. Son un encanto, me emociona su energía de salvajes callejeros, y su madurez inesperada, sobre todo en el menor. Me dan ganas de vivir el siglo XXI. Ya no me toca.

Sólo molestar alemanes resulta más divertido que ponerles trampas de ingenio a estos ingleses, cuyo sentido del doble sentido es limitado, pero les reconozco el wit con que los mejores de ellos se desenvuelven. Y me entretengo diciéndoles que vengo de un planeta que estalló hace cien años, y caí en la Tierra porque quería parecerme a David Bowie. Imagínese usted, decir eso a los setenta y cinco años (mi edad cuando llegué). Lo curioso es que se interesan. Su flema me divierte casi tanto como les divertía a Julio Verne y Antonio Machado.

Y luego yo, para colmo, provengo de pueblos que desaparecieron en países que también fueron borrados del mapa. En mí, Jehová está tan anulado como lo dejó aquí mismo Carlos Marx. Se ríen de mí, amablemente, claro, los colegas académicos que me dicen tan siquiera Bashevis escribía en yiddish, y Canetti en esa especie de alemán tan filoso, no que yo, en un español arcaico, un dialecto semimuerto, peripecia que se quedó en la Edad Media. Podría usar castellano normal, como ahora que me dirijo a usted, pero no puedo, en cuanto escribo, sólo the mother tongue, Ƒme entiende?

Me cago en ellos, no por necedad senil, sino por instinto. Si una cosa existe en este mundo es la lengua materna, no importa desde cuándo mamá y sus palabras hayan muerto. Quizás cuando muera morirá conmigo una lengua, arderá una biblioteca, un mundo habrá dejado de existir. Y qué. Eso mismo ocurre para cualquiera. Desaparecemos, punto.

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