Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Lunes 18 de febrero de 2002
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Política

Javier Wimer

Simplemente Juan Diego

La decisión del Vaticano de canonizar a Juan Diego ha vuelto más confusa la querella en torno al culto guadalupano. Esta querella, que arranca desde 1556 y cuyos protagonistas son principalmente sacerdotes e intelectuales católicos, se centraba sobre la realidad de los hechos milagrosos y no sobre la existencia de Juan Diego. Ahora, en cambio, los reflectores lo iluminan e iluminan también, de modo inevitable, los hechos que dieron relevancia a su figura. Pero aunque relacionados entre sí, es necesario distinguir entre el tema de la aparición de la Guadalupana, el tema de su imagen y el tema de la existencia histórica de Juan Diego. Se puede creer en las apariciones sin creer en el origen sobrenatural de la imagen y se puede creer en ambos prodigios sin creer en la historicidad de Juan Diego.

Muchos son los católicos que creen en milagros, pero muchos son también los que no creen en este milagro específico debido a que los milagros deben tener al menos, como en el teatro clásico, cierta unidad de espacio, tiempo y acción. No es el caso. La tradición guadalupana, tal como la conocemos, procede de un manuscrito en lengua náhuatl llamado Nican mopohua, atribuido al erudito Antonio Valeriano, que lo habría compuesto hacia 1556, aunque su primera edición en castellano date de 1649. El texto, que hoy podemos leer en la admirable versión de Miguel León Portilla, es de gran belleza literaria, pero presenta varias incongruencias que lo descalifican como documento histórico.

Sin entrar en detalles, se puede decir que la verosimilitud del relato presenta como obstáculo mayor el silencio de fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México y presunto testigo del episodio. En sus múltiples escritos, el ilustre franciscano no lo menciona y, para colmo, muestra su radical aversión por los hechos sobrenaturales cuando asienta, en un texto de 1547: "Ya no quiere el Redentor del Mundo que se hagan milagros porque no son menester".

El silencio de Zumárraga no perturba el entusiasmo de los aparicionistas, quienes lo justifican por imprecisos motivos políticos o, en apoteosis del desvarío lógico, como muestra de extrema prudencia frente a la magnitud del prodigio. En cambio, Alonso de Montúfar, segundo obispo de México, reconoce públicamente en 1556 la existencia del culto guadalupano, pero no la aparición milagrosa ni el carácter sobrenatural de su representación. En respuesta a Francisco Bustamante, provincial de la orden franciscana, quien lo acusaba de "causar gran perjuicio de los naturales porque les da a entender que hace milagros aquella imagen que pintó el indio Marcos", opina que "no se hace referencia a la tabla ni a la pintura, sino a la Imagen de Nuestra Señora".

En la controversia original Juan Diego no desempeñaba ningún papel relevante y aún ahora su existencia o inexistencia histórica no parece preocupar mayormente a una jerarquía eclesiástica empeñada, sobre todo, en la explotación ideológica, política e incluso comercial de una figura que forma parte de las tradiciones más arraigadas del catolicismo mexicano.

Sabemos que los resultados de las investigaciones sobre el culto guadalupano sólo interesan a una elite ilustrada y que la tradición de que forma parte el Nican mopohua pesa más que todos los datos y demostraciones aportadas por generaciones de eruditos, desde Francisco de Bustamante y Joaquín García Icazbalceta hasta Francisco de la Maza y Edmundo O'Gorman. Tampoco ellos se hacían ilusiones sobre el alcance de sus desvelos, ni pretendían despojar al pueblo de su fervor guadalupano, sino fijar la verdad histórica.

Conmueve la preocupación de García Icazbalceta en su famosa carta al obispo Labastida cuando le pide "con todo el encarecimiento que puedo que este escrito, hijo de la obediencia, no se presente a otros ojos ni pase a otras manos". De la Maza escribe en la introducción de su libro sobre El guadalupanismo mexicano que "este modesto ensayo historiográfico es para intelectuales y no para el pueblo. Quien crea o diga que puede causar un mal en la fe religiosa de los mexicanos, o se equivoca o miente". Y O'Gorman, famoso por su escepticismo, invoca la fe de su abuela como íntimo motivo de resistencia para publicar su Destierro de sombras, donde descalifica la trascendencia de sus propias demostraciones al afirmar "que nada de cuanto diga puede minar la creencia en la verdad histórica del prodigio del Tepeyac ni quitarle a quien la abrigue el consuelo de la devoción con que lo venere".

Por eso carece de importancia que los promotores de la santidad de Juan Diego no puedan probar ni su existencia. Pierden la batalla los historiadores eclesiásticos, encabezados por Olimón, Schulenburg y Warnholtz, y la gana una nomenklatura católica desentendida de su credibilidad, pero confiada en la atracción de una figura que es parte de nuestro mayor mito fundacional.

Durante la conquista y el periodo colonial esta historia le sirvió a la Iglesia católica como instrumento de evangelización, como crisol de un consistente sincretismo, y ahora el nuevo santo puede servirle para catequizar bajo el signo de un indigenismo ajeno a la teoría de la liberación y a las luchas sociales.

Para saber cuál es la utilidad que puede tener el santo Juan Diego conviene identificar el lugar que ocupa en el santoral laico de la historia mexicana. En ella destacan tres arquetipos indígenas: Cuauhtémoc el guerrero, Juárez el guardián de la República y Juan Diego el converso emisario del cielo. Antes de andar en trámites de canonización este personaje ya destacaba por su sencillez, candor, modestia, humildad y mansedumbre. Era una figura a quien la gente se refería con afectuosa familiaridad y quien encarnaba arquetípicamente la virtud de la paciencia. Cuando se abusaba de ella podía aparecerse como Juan Diego sin calzones.

Su simpatía resulta indudable, aunque el personaje parece construido a la medida de una visión criolla del buen indio, precursor del buen salvaje del siglo xviii. Es leal, diligente y confiable. En la simplificación piadosa resulta un santo del tercer mundo y en la simplificación mediática un santo de Televisa. Pero no estoy seguro que esta operación sea, a la larga, redituable. El viaje del Papa Juan Pablo II para consagrar al nuevo santo culminará sin duda con espectaculares actos de fanatismo futbolero, pero no servirá para acreditar la autoridad moral e intelectual de la Iglesia católica ni tampoco para sumar más fieles a una evangelización de estilo medieval.

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