La Jornada Semanal,  17 de febrero del 2002                         núm. 363

 
Xavier Verdaguer

La domesticación 
del cubismo

 Dice Xavier Verdaguer que la artista polaca Tamara de Lempicka recibió la influencia de Jean Auguste Ingres y la convirtió en la serie de formas absolutamente personales que constituyeron la esencia de su estilo. Así, Grupo de cuatro desnudos femeninos, Andrómeda, o Mujeres bañándose muestran la infuencia del gran clasicista romántico y, al mismo tiempo, inauguran una nueva visión del desnudo femenino. Muchos años después, otra artista, la escocesa-mexicana Fiona Alexander, dio otra vuelta de tuerca al misterio de la mujer desnuda.

En julio de 1972, la Galerie du Luxemburgo de París organizó una exposición retrospectiva de la pintora Tamara de Lempicka. Para la mayoría de espectadores que asistieron a la muestra, aquella artista de origen polaco era poco menos que una desconocida. Pocos podían imaginar que cuarenta años atrás esa viejecita enjoyada con aspecto de cocotte se había codeado con los grandes artistas e intelectuales de la época y que los patricios de las grandes fortunas europeas del momento se habían disputado sus cuadros con inaudito fervor. Pocos años después, en 1977, el afamado editor italiano Franco Maria Ricci publicó un espléndido libro sobre ella. Estos dos hechos contribuyeron, en gran manera, a redescubrir y a revalorizar la obra de una mujer que a pesar de que había disfrutado de un enorme éxito entre la alta sociedad europea de los años veinte y treinta, hacía ya años que había caído en el olvido. Y es que el mundo glamoroso que la había encumbrado, poblado por dandies sin oficio, financieros desaprensivos, aristócratas, ociosos y femmes fatales, había desaparecido para siempre bajo los escombros de la segunda guerra mundial.

Sí, la guerra se llevó por delante aquella corte de comitentes hedonistas que a lo largo de dos décadas se había entregado a ella con el mismo ímpetu y devoción con que se había entregado a la champaña, la cocaína y al swing. La guerra clausuró también la estética pseudoclásica que había nacido y crecido bajo el amparo del nazismo y el fascismo. Una estética grandilocuente y fría que Lempicka, con aquellos cuerpos de belleza y juventud insultante, con aquellos perfiles de tres cuartos trazados con escuadra, con aquellos seres de mirada arrogante y suficiente, parecía querer festejar en sus pinturas. Pero después de la sinrazón de Auschwitz, Dachau, Matthausen... aquella iconografía que tanta fama y dinero le había reportado carecía ya de sentido. Los caminos del arte iban para otro lado. En el mundo triunfaba el expresionismo abstracto de los Pollock, Rothko, De Kooning...

Desde finales de los años cuarenta y hasta los años setenta el único lugar para aquellas pinturas de mujeres voluptuosas y deseables parecía estar en los salones kitsch de los actores y productores de Hollywood. Pero la retrospectiva del ’72 y la edición del libro de Ricci en el ’77 popularizaron de nuevo sus pinturas. Desde entonces éstas no han dejado de cotizarse al alza; tanto es así que hoy, incluso para aquellos que estén dispuestos a desembolsar un millón de dólares por uno de sus lienzos, no es fácil que puedan adquirirlo. La escasez de obras en el mercado del arte hace que –al igual que ella en vida– estén envueltas por ese halo de misterio que tanto agrada a los coleccionistas más heterogéneos y caprichosos. El nuevo aprecio que el público ha dispensado a su obra no ha venido acompañado, empero, por una reconsideración por parte de los teóricos y críticos de arte: es más fácil encontrar reseñas y reproducciones de sus pinturas en las revistas femeninas o en el Reader’s Digest que en los libros, manuales y publicaciones de arte contemporáneo. Ante esta paradójica situación, la pregunta que quizás haya que formularse es si Tamara de Lempicka ha contribuido en algo al arte del siglo xx o si, por el contrario, su arte no es más que el débil reflejo de un estilo ecléctico y amanerado que en lo formal nada aportó al desarrollo de los movimientos de vanguardia y que en lo temático se contentó con representar a una sociedad opulenta que vivió de espaldas a los problemas de su tiempo.

Los primeros escarceos de Lempicka con la pintura no fueron por hobby –como cabría esperar de una mujer que se educó en los salones más distinguidos de la Europa Oriental– sino por necesidad. Ella y su marido, el aristócrata Tadeusz Lempicka, habían tenido que huir de Rusia con lo puesto por temor a las represalias de las huestes bolcheviques. Se exilaron en París, ciudad que por aquel entonces y pese a la guerra era un auténtico hervidero creativo donde confluían y convivían los movimientos de vanguardia más transgresores y rupturistas: el cubismo estaba en la cima de su apogeo, Tristan Tzara había presentado en la capital del Sena sus iconoclastas y descreídas propuestas dadaístas y faltaba muy poco para la eclosión del surrealismo.

Ante la indolencia de su marido para trabajar, Tamara decidió probar suerte en la pintura con la intención de poder mantener a su familia con la venta de sus cuadros. Con esa idea ingresó en l’Académie Ranson donde recibió clases de pintura con Maurice Denis, quien le enseñó las distintas técnicas pictóricas y los secretos de la composición. Pero fueron sobre todo las enseñanzas del polifacético artista André Lhote las que influyeron en Lempicka, dándole ese estilo tan personal –a medio camino entre el clasicismo académico y el cubismo– que tanta fama le reportó. Lhote fue el creador del neocubismo: una tendencia estilística que hacía una reinterpretación sintética y sumamente formalista del cubismo alumbrado por Picasso, Gris y Braque.

En cierto modo, lo que hizo Lhote fue domesticar y edulcorar el cubismo original para adaptarlo al gusto y sensibilidad de la burguesía dominante. Lempicka –quizá consciente de que había un mercado artístico por explotar– se adhirió en seguida al estilo híbrido de su maestro y en esa línea empezó a pintar naturalezas muertas y retratos de su hija. Sus cuadros gustaban y, lo más importante, se vendían bien. Esto hizo que pronto las galerías y salones más importantes de París se disputaran sus obras. En 1925, tuvo lugar en la capital francesa la Exposition Internationale des Arts Décoratifs et Industriels Modernes. Aquel evento oficializó el apogeo del estilo art déco y el triunfo de la pintura sintética y amanerada de artistas como Lhote, Lempicka o Valmier.

También fue a mediados de los años veinte y por recomendación de su maestro que descubrió la obra de un pintor que tendría una influencia decisiva en su obra: Jean Auguste Ingres. Las grandes pinturas del gran clasicista romántico fueron una fuente directa de estudio e inspiración. Así, las suaves carnaciones de los desnudos, el modelado de los cuerpos a partir de la luz y las atrevidas composiciones de grupos de figuras presentes en muchos cuadros de aquella época, como Grupo de cuatro desnudos femeninos (1925), Andrómeda (1927) o Mujeres bañándose (1929) son herencia directa de la pintura de Ingres.

La década de los treinta sirvió para encumbrar más aún su obra. Dos hechos extraartísticos contribuyeron sin duda a ello: la depresión económica de los años treinta y el advenimiento del nazismo. Con el crack del ’29 el sueño que para muchos fueron los felices años veinte acabó en pesadilla. El desempleo y el hambre azotaron a Estados Unidos y Europa, y los cimientos de la sociedad occidental parecieron derrumbarse irremediablemente. Aquella crisis económica también tuvo consecuencias en el terreno artístico: desde distintos frentes se cuestionó el papel revolucionario y redentor de muchos de los movimientos de vanguardia y se impuso un rebours à l’ordre del que no escapó ni el propio Picasso. Las miradas de los artistas, como si quisieran huir de la miseria y el desasosiego reinantes, se refugiaron en la belleza perenne del mundo grecorromano y en la perfección de los grandes maestros del Renacimiento. El lenguaje de Lempicka, sin que ella lo hubiera buscado, se adaptaba a la perfección a los nuevos criterios estéticos. El cuerpo poderoso de las figuras y el acentuado perfil de los rostros de su Adán y Eva (1932) son un claro exponente de ese gusto por lo clásico.

Por otro lado, la nueva figuración estética que promulgaban el nazismo y el fascismo también enraizaba –por una vía distinta a la anterior– con el clasicismo. El pasado no era una forma estética de evasión sino un medio de exaltación y legitimación del poder. Así, en pocos años, las cancillerías, los ministerios, los estadios y los monumentos de las ciudades alemanas e italianas se ennoblecieron con un repertorio iconográfico habitado por corpulentos e invencibles guerreros, por jóvenes y musculosos atletas y por alegorías de índole diversa. El desnudo recuperó la eminente posición que había tenido en siglos pretéritos y lo hizo ensalzando el deporte, la salud, la juventud y la fuerza. Los héroes y heroínas de Lempicka tampoco eran muy disonantes –al menos en lo formal– con los cánones estéticos del Tercer Reich. Esto permitió, tanto por uno como por otro lado, que sus pinturas, como ya lo habían hecho en la década anterior, satisficieran el gusto dominante.

En 1939, Tamara de Lempicka –colmada de fama y dinero– se trasladó a Estados Unidos. Aunque siguió trabajando y exponiendo en importantes galerías, su arte se fue apagando poco a poco. En los años sesenta intentó reciclarse probando suerte con la pintura abstracta pero esta vez se equivocó –la suerte ya no estaba de su lado–; aquel era un lenguaje totalmente ajeno a su formación y a su sensibilidad artística. Además, había llegado tarde a ese tren: en aquellos años el expresionismo abstracto ya no estaba de moda, lo que triunfaba en la arena neoyorquina era el pop art.

A mediados de los sesenta, en Houston, mientras Lempicka languidecía en el olvido de los vivos, Nueva York coronaba a un artista –también de ascendencia polaca– tan glamoroso, hedonista y misterioso como ella. Se trataba de Andy Warhol.