La Jornada Semanal,  10 de febrero del 2002                         núm. 362
Guillermo García Oropeza

Altar de muertos para Camilo José Cela

Alrededor de cien títulos se deben a la pluma del recientemente fallecido Premio Nobel Camilo José Cela. De ellos, Guillermo García Oropeza tomó cerca de cuarenta, incluyendo los fundamentales La colmena y San Camilo 1936, para levantar un altar “sin flores, claro”, pero que huele al Miño, a Bidasoa, a la Alcarria, a Madrid, y también a los múltiples registros idiomáticos que Cela, “que todo lo ve y todo lo oye”, recogió en su profusa novelística. Con este ensayo decimos hasta luego al “último español de la tierra bárbara y pródiga, la que nadie ha podido domar del todo”.

Para escribir esto he armado, accidentalmente, sobre la mesa en que trabajo, un altar de muertos con los libros que tengo de Camilo José Cela. Un altar sin flores, claro, sin ese olor humilde y ominoso del cempasúchil ritual, olor de la muerte pobre en México. Los libros, coleccionados a lo largo de años y vagabundeos no son todos, mucho me temo, los que escribió Cela, pero sí alcanzan la cuarentena, lo que se queda corto con respecto a los ochenta y ocho títulos, a partir del Pascual Duarte de 1942 que le catalogaba Darío Villanueva en 1991. Y del ’91 para acá ignoro cuántos más haya engendrado Camilo. Pero mi colección, incompleta, abigarrada y dispareja, me da una imagen tangible (y hojeable) del poder creador de Cela, nuevo Galdós y nuevo Picasso. Gran macho hispánico.

Sé que Camilo José no es monedita de oro y que para muchos será políticamente incorrecto. No fue republicano del exilio y para colmo de males fue un triunfador, un winner para decirlo en castizo. Arrasó con todos los premios españoles y hasta con el Nobel sueco, el rey lo nombró senador y creo que hasta lo hizo marqués. Y esas cosas no las perdonan los escritores. Pero para muchos lectores, entre los que atolondradamente me encuentro, Camilo José Cela fue una experiencia de una gran riqueza y sedimento, como los que me dejó la lectura, qué se yo, de Borges, de Jorge Amado o de Alejo Carpentier.

Si el volumen, la capacidad y el espacio de la obra celiana es lo primero que nos asombra, cuando nos acercamos a ella, el segundo asombro nos golpea cuando nos damos cuenta de la densidad, de la opulencia de esa obra. Es decir que no sólo la obra de Cela es amplia y espaciosa sino que es profunda y laberíntica. Se antoja por facilidad decir que es barroca pero preferiría recurrir a otro adjetivo que me he encontrado por allí en sus reseñas: bárbara. Bárbara en el vigor, en el ritmo, en la potencia. Con ese esplendor de cierto arte bárbaro como el de los celtas (Cela, recordemos, era gallego) y sus caligrafías misteriosas. Y España, gracias a Dios, es todavía un país bárbaro. Quinientos años de romanización, dos mil años de curas y algunos siglos de contagios italianizantes y afrancesamientos no le han quitado a España del todo su esencial e inmemorial barbarie carpetovetónica (¡vaya con la palabreja!), esa hermosa barbarie nativa enriquecida por la cohabitación con moros y judíos que estalla en tantas cosas: el flamenco, los toros, el románico, la picaresca, Quevedo, los sueños de la razón de Goya tan negros y poderosos. País tauro, bruto, vasto y basto con esa fuerza exótica de los países frontera entre continentes como Turquía y la Santa Rusia.

Y en Cela –que es español hasta las cachas, diríamos en México– esa barbarie nativa aflora en temas, preferencias y en la desmesura del lenguaje. No sé si Cela sea entre los escritores hispánicos quien más atesore la lengua "castellana". Y escribo castellana entre comillas porque Cela se brinca a la torera los límites de lo castizo, de las momificaciones de la Academia para incluir en el tesoro de su lenguaje palabras de toda la Península y abre la oreja a todas esas lenguas en transición que son las que hablamos en América desde la Patagonia hasta East Los Angeles. Una novela de Cela, La Catira, está escrita, hágame usted el favor, en venezolano. "¡Guá, que palo e vaina!"

Y por cierto que Cela sigue en esto una vieja tentación literaria que había afligido también a Valle-Inclán: escribir en un español total que sea suma de los castellanos de España y los de América. Tentación paralela a la de Carpentier de escribir al mismo tiempo en castellano, cubano y francés, o la de Borges de expresarse en lindo español porteño traducido del inglés de Inglaterra y trufado con el habla gaucha y de los compadritos.

Este español total de Cela nos deslumbra y sofoca por sus erudiciones y especialidades. Sabe Camilo, como la Celestina (de la que hará una moderna recreación) o "La Lozana Andaluza" del lenguaje de las putas, o como un ocioso de taberna el del mundo de los toros. Basten estos dos fragmentos, uno de putería y otro de torería: "Las izas suelen ser damas rabiosas y marchosas, peliforras de arrestos y poderío, furcias a las que aún se les aguantan las carnes y, si no que lo diga, si quiere, el chuleta en turno", así como lo de "Ismael Laurel, de matador de reses bravas" Cabezón de la Isla ii"lo dejó patoso y derrengado un toro melocotón y capirote, bandanudo, zancajoso y astisucio".

Pero la minucia lingüística de Cela llega a los temas más insospechados, como aquella vez que, intentando entrar a Estados Unidos, uno de sus personajes defiende su derecho de introducir su chorizo (valga el albur mexicano) ante el puritano aduanero comedor de lamentables hot dogs: "¡Deje usted ese chorizo y también ese jamón, la sobrasada, la tángana, el unto y el salchichón, la butifarra, el mondejo, el zarajo y el morcón...!" o en su insuperable Rol de cornudos, que es implacable enciclopedia y tipología que aspira a la totalidad y que incluye entre tantos memorables cornudos al acaponado, al adamascado, al albarazado (que se daba en laberinto de las castas del México colonial), al autumnal, busántropo (que se cree buey), al fascista (los hay también nazis, socialistas y socialdemócratas), al trasvestista (que puede suplir a la esposa sin mayor desdoro), a la yorado Carlos (que es especie rioplatense que añora a Gardel) o al cornudo chingaquedito que es, ¡faltaba más!, compatriota nuestro.

Rol de cornudos, libro con afinidades a Fourier y a Quevedo (y del cual Novo hubiera escrito un paralelo nacional) muestra un Cela entrañable: obsceno, erudito, impenitente y divertido. Mala leche en suma, y es que esa mala leche, producto de lo más español (aunque los italianos no cantan mal las tarantelas), es el arma con la que Cela se defiende de los absurdos de la vida y de las represiones de la moralidad autoritaria. Y habría que hacer aquí homenaje a la obscenidad que, aparte de libertaria, es eso con lo que los viejos suplimos al romanticismo. Por cierto que Cela, alguna vez, agradeciéndome un homenaje que le había hecho en forma de cuento sobre recordable cornudo tapatío, me envío junto con el Rol... una carta deliciosa sobre ese santo gremio del cual tan pocos ¡ay! se escapan.

El léxico de Cela, del cual los interesados podrán leer amplio estudio de Sara Suárez (Alfaguara lo editó), aspira a una totalidad geográfica y cultural que incluye la parla pedante o precisa de la filosofía o la medicina así como a una totalidad histórica que rescata voces de los castellanos del pasado incluyendo voces agarenas, latinismos y el habla de aquellos judíos que se llevaron en su morral de exiliados las palabras del ladino a su exilio de Turquía.

Y por ese amor total a las palabras Cela llega a una de sus obras más indispensables: el Diccionario secreto, que es el otro Diccionario de la Lengua Española, pero no de la pudibunda Real Academia (la Madre Academia de Nikito Nipongo) sino el que siglos y pueblos han formado para hablar de lo que no se habla y en lo que siempre se piensa, en esa danza cósmica de la fornicación y de los genitales a la que Cela realiza un homenaje rescatando todas las voces que en el mundo hispánico se han inventado, con deslumbrante prodigalidad, para nombrarlos. Las divertidas, ingeniosas letanías como la del falo que alcanza 1,092 sinónimos, o la del coño, "cunnus", "con", "cunt"; la serie testis, o sea la de bolas y cojones, o el seguimiento de la fufutio, que suena tan latino y aséptico que explota en romance en la jodienda (que no tiene enmienda) que es origen gozoso de los mundos y cuya lírica Cela recoge (verbo inevitable) en versos traviesos:

Joderá el género humano mientras
  haya pija y coño
En primavera, en verano, en invierno
  y en otoño...
La erudición de Cela hace que el Diccionario secreto sea una de esas rarezas, un libro de referencia que es gozable (como el Dictionnaire Philosophique de Voltaire), algo que después extenderá a su Enciclopedia del erotismo, de la cual existen, según sé, cuatro volúmenes de lo más coleccionable y robable.

Cela es, no se piense mal, un devoto del falo. En esto recupera una vieja religión mediterránea y universal, que ha dejado erectas piedras en Grecia, en la India o en el mundo maya, y que sólo en Occidente fue proscrita por la represiva moralidad judeocristiana. Con devoción y con gozo Cela vuelve a cantar al falo y a la semilla que deja su vía láctea en la tierra y a la mujer. En La insólita y gloriosa hazaña del Cipote de Archidona Cela rescata para eterna admiración el logro de un mocetón de la localidad andaluza de Archidona, quien manipulado por su santa noviecita en una función de cine (exhibían película musical) y como era "hombre robusto por demás, era tan virgen como López Rodó (ministro del Opus Dei) y llevaba mucho tiempo domeñando sus instintos. El caso es que, en arribando el trance de la meneanza, vomitó por tal caño tal cantidad de su hombría y con tanta fuerza que más parecía botella de champán, si no géiser de Islandia".

Lástima que tal efusión alcanzase a vecinos inocentes que establecieron contra nuestro héroe demanda judicial, en la Diputación Provincial de Málaga en lo que se convirtió en "causa célebre" en España y que provoca homenaje de Cela: "¡Bendito sea Dios todopoderoso que nos permita la contemporaneidad con estos cipotes preconciliares y sus riadas y aun cataratas fluyentes! Amén. Viva España", y pasa Cela a proponer específicas conmemoraciones como la de un "falofaro" que tuviese una farola en la punta y que se viese desde la misma costa de África para recordar la pujanza española.

Y no se piense que se trata de picardía inútil o entretención de señoritos y viejos verdes. En la obsesión fálica de Cela hay una ética y una filosofía, la que opone al amor español a la muerte la proclamación de la vida y al crimen fácil y sagrado que viene a "helar el corazón y la cabeza a los mozos de veinte años" a las víctimas inocentes de las ideologías a los que el escritor conmina: "Niégate a morir la muerte de los demás, mejor vive, mejor ama, mejor haz el amor, mejor trázate un sendero de fe, de esperanza y de caridad y no te apartes de él pase lo que pase porque el fuego de las hogueras inquisitoriales se apaga con semen." Y Cela, cuya generación vio la guerra del millón de muertos y de los incontables exiliados, en una España intervenida por fascistas y estalinistas, donde "la muerte era un acto de servicio" al decir de la Falange, Cela afirma: "mejor el sexo, mejor la vida aun vulgar, aun imperfecta, que la perfección abstracta y helada de la muerte".

Y es la vida, confusa y múltiple, la que bulle en dos de sus libros fundamentales: La colmena y San Camilo 1936. En ellos se retrata una ciudad, el Madrid irrecuperable de la juventud del escritor. Ciudad española que es, castañuelas más o menos, igual a todas las ciudades de la novela, de la mundonovela: como el Dublín alucinante de aquel día de junio de 1906, el Manhattan de John dos Passos, el Buenos Aires siniestro de los héroes y tumbas de Ernesto Sábato, el París bello y sórdido de monsieur Proust, la Roma prostibularia y cuentacuentos de Moravia, el Berlín de la Alexanderplatz de Döblin, y por qué no, ésa, la que nos tocó, ni modo, la de mi Charlie Fountains, región más transparente, trágica y guapachosa tanto como La Habana del tocayo Cabrera donde ella cantaba boleros. La ciudad, donde sólo una sensibilidad barroca y un vigor bárbaro como el de Cela pueden levantar mil techos, asomarse a mil casas, contarnos mil biografías.

En estas novelas que me parecen complementarias, Cela llega a su máxima densidad y velocidad. De ellas descansará en sus vagabundeos que lo llevan (siguiendo los pasos de Azorín o de Unamuno) a la España de la soledad, el trigo y el campanario, Cela que va y vuelve por la Alcarria, por Andalucía, que camina del Miño al Bidasoa y que descansa de tanta pureza en la gracia de Barcelona, de la que escribe la más deliciosa de las guías de viaje. Cela viajero y Cela humorista de la crueldad que no perdona ni a los paletos taurófilos del Toreo de salón, ni en otro libro extraño, El tácata oxidado, a los mismos ciegos y a los eternos tontos.

Múltiple Cela, que todo lo ve y todo lo oye, que como Picasso no busca sino que encuentra. ¿Es el último español de la tierra bárbara y pródiga, la que nadie ha podido domar del todo, la que ha sobrevivido al dogma y a la hoguera? ¿Es el último gran macho hispánico, torrencial, fluvial, desbocado, potente? Falofaro de una literatura de la vida que desafía a la muerte. Porque Cela, dirían el latino y nuestro poeta, no morirá del todo, ¡qué joder!