En Uruguay, nadie sabe de su tumba, pero todos recuerdan a Zitarrosa
Ť "Acá lo trajeron para hacerle el homenaje, pero luego se lo llevaron", relata Mentiritas
Ť Al parecer se encuentra en el panteón de la Asociación General de Autores de ese país
JAIME AVILES ENVIADO
Montevideo. Sudando el verano en camiseta, mal afeitado, jugando al dominó con un compadre, el ebanista nos mira desde el fondo de una covacha olorosa a tabaco y a soledad. Nos dice que vayamos a la esquina de Carlos Gardel y Carlos Quijano (el viejo director de la revista Marcha, que también vivió e incluso murió asilado en México) y preguntemos por El Lobo, "un negro que le fabrica tambores al Canario". Yo le informo que busco a Zitarrosa y me quejo porque nos negaron que esté en el Central.
-Vuelvan y pregunten por Mentiritas. El sabe dónde está. Digan que van de parte de Ramón...
Para
fortalecer su credibilidad, Ramón evoca la tarde en que la gente
hacía colas de tres cuadras para depositar un clavel sobre el féretro
del poeta, y agrega que no por nada la plazuela que acabamos de cruzar
se llama precisamente Plaza Zitarrosa, aunque ninguna placa lo confirme.
No nos queda más que regresar al patio de los muertos, pero esta
vez nos atiende un jorobado gordo, pelado al rape, con grandes dificultades
para hablar, llamado Mota, según sabremos. Y nos guía hasta
una oficina polvorienta, de vidrios rotos, sobre cuya puerta cuelga un
trozo de metal pintado de amarillo como un gong de boxeo, que golpea con
un palo insistentemente, creando un escándalo insoportable que no
expresa sino el miedo que le inspiramos.
Alertado por el ruido reaparece el que nos despachó media hora antes con el presunto engaño que no consiento en tragarme. Pero en esta ocasión todo cambia en su rostro cuando escucha que venimos a hablar con Mentiritas, de parte de Ramón...
-Un momento, caballeros.
Impaciente, entro en la oficina y me abalanzo sobre un sucio libro deshojado que contiene los nombres de todos los inquilinos del lugar, pero Mota, que no razona, torna de nuevo a aporrear el gong temiendo que seamos chorros (ladrones en el argot platense).
Salido de entre los muertos, descalzo, sin camisa, cubierto apenas con las piltrafas de un pantalón, las uñas de los pies largas y negras como los dedos de sus manos, Mentiritas comparece tambaleándose con los ojos enrojecidos. No obstante, señala una banca y nos invita a sentarnos junto a él. Voy al grano: le digo que soy de México, que fui muy amigo "de Alfredo" y que deseo conocer su tumba. El rostro cincuentón de Mentiritas se nubla.
-Acá no está. Vayan al Buceo -dice con las mismas palabras que ya hemos oído, pero añade-: Acá lo trajeron cuando murió, para hacerle el homenaje; vino mucha gente a ponerle flores. Pero luego se lo llevaron al Buceo.
Si lo dice Mentiritas, pienso, tiene que ser verdad. Pero entonces le pregunto la razón de su apodo.
-Cuando mi nieta era una niña, le dije: "Mañana te llevo a jugar a la plaza", pero ella me contestó: "Abuelo, sos un mentiritas". De allí se me quedó el nombre, aunque también me dicen El Tuco, porque de niño me robaba el tuco de los tallarines que preparaba doña Gladis, mi mamá.
-¿Y usted vive aquí? -se lo suelto sin más, porque me late.
Mentiritas crispa los puños, cierra los ojos, se golpea el pecho, expulsa el aire estentóramente por la nariz.
-¡Aaaghhh! -brama-. Me lo mataron a mi hijo, me lo mataron, hijos de puta. El tenía 29 años... ¡Aaaghhh!
Y nos abraza llorando, impregnándonos de su olor a muerte, contándonos que desde entonces, hace dos años, vive junto a la tumba de su muchacho.
-Lo que nos faltaba -dice el Cabezón cuando ganamos la calle-. Vinimos a consolar al sepulturero...
El panteón de al lao...
"Hay que restablecer las perdidas proporciones en un mundo donde, hoy por hoy, la grandeza se confunde con lo grandote y la pequeñez con lo chiquito. Debemos tratar de revelar la escondida grandeza de lo chiquito y denunciar la mezquindad, la pequeñez, la enanez de lo grandote." Con esta idea de Galeano, que se me ha quedado fuera de la entrevista que le hice en estos días, reanudo la búsqueda a la mañana siguiente.
Despido a mi amigo el Cabezón, que parte hacia el balneario de La Pedrera en pos del Canario Luna, y desde la estación de autobuses cojo un taxi que me lleva al muy elegante cementerio del Buceo, cuyos mausoleos son tan lujosos que, según Galeano, lo convierten, para los ricos de Montevideo, en "el Punta del Este del después". No tengo que recorrerlo, sin embargo, porque, en la atildada oficina junto al portón de ingreso, una señora otoñal y amabilísima me comunica que Zitarrosa está en el Cementerio Norte, en la otra punta de la ciudad. Y un hombre de traje y corbata me precisa:
-Está en el norte, pero en el panteón de al lao... -eso, al menos, es lo que entiendo yo.
Un taxista gallego, emigrante de la posguerra española, me deja cuarenta minutos más tarde en medio de un inmenso campo de golf salpicado de tumbas. Ahora, me digo, necesito salir, cruzar la calle, buscar "el panteón de al lao". Hay por suerte una oficina cercana donde supongo que me podrán orientar. Sin sonreír ni mucho menos, un empleado me pide el nombre del difunto y no reacciona cuando se lo digo. Está más muerto que Zitarrosa, pienso. El tipo busca en la pantalla de su computadora y me informa que no tiene registrado a nadie llamado así.
La misma anécdota con algunas vueltas
Pienso en todos los meseros que me han contado anécdotas del cantor -la misma, en todo caso, con algunas vueltas: que andaba siempre de traje, gris en verano, negro en invierno; que desayunaba güisqui y cenaba grappa; que fumaba tanto o más que yo; que se casó y divorció dos veces con y de su única mujer-, pero este cretino, me digo, debe de ser marciano porque no lo conoce. De pronto, sin embargo, recita las palabras que me han traído hasta aquí.
-Echá un vistazo en el panteón de al lao... -y sale de su madriguera a señalarme una discreta hondonada tras la cual volveré a perderme.
Hongos
descomunales, de mármoles negros y columnas dóricas; pentágonos
de cemento, sepulcros napoleónicos me cierran la vista del horizonte.
He llegado al fraccionamiento mortuorio de las fuerzas armadas del Uruguay.
Aquí, decididamente, no puede estar Zitarrosa, que en México
escribió en contra de estos verdugos: "Hoy anduvo la muerte revisando
los ruidos del teléfono, distintos bajo los dedos índices,
las fotos, el termómetro, los muertos y los vivos, los pálidos
fantasmas que me habitan, sus pies y manos múltiples, sus ojos y
sus dientes bajo sospecha de subversión... Y no halló nada.
No pudo hallar a Batlle, ni a mi padre, ni a mi madre, ni a Marx, ni a
Arístides, ni a Lenin, ni al príncipe Kropotkin, ni al Uruguay,
ni a nadie... Ni a los muertos Fernández más recientes...
A mí tampoco me encontró. Yo había tomado un ómnibus
al cerro e iba sentado al lao de la vida. Pasé frente al nocturno
y la vida había pintado unos carteles. Pregunté en una esquina
por la hora y en la bolsa del hombre que me dijo la hora iba la vida junto
con su almuerzo".
Y de pronto me veo tarareando, entre tantos generales y tenientes podridos: "Toca la guitarra negra, tocalá, tocalá..." Dejo atrás, parodiando a Galeano, "los cuarteles del después", y de nuevo estoy perdido, pero al pie de un edificio de pobres, donde en cada ventanita hay una lápida sin flores, dos sepultureros beben mate y comen de algo que por fuera es pan. "Zitarrosa está en el panteón de al lao. Seguí de frente por esa vereda y a cincuenta metros allí está. Es todo negro."
Con la persistencia del pobre don José, el de Todos los nombres de Saramago, desando mis pasos y doy al fin con una tumba colectiva, que tiene la forma de una mesa de mármol negro, a cuyos costados hay docenas de lápidas minúsculas con inscripciones que recuerdan a los grandes o pequeños faranduleros de este país. Y encima de todas, en granito blanco, una placa resuelve mi confusión: "Asociación General de Autores del Uruguay", es decir, AGAU... El panteón de AGAU.
Sobre la avenida 18 de Julio, a una cuadra del delicioso café La Pasiva, está la intendencia municipal de Montevideo. Desayuno contemplando a las minas que pasan por la acera, preguntándome en qué no se parecen a las de Buenos Aires, qué tiene esta ciudad que la hace réplica a escala de aquélla, qué habrá tomado Onetti de aquí y de allá para inventar Santa María, cuál será dentro de dos o tres años la plaza, la calle, el teatro Juan Carlos Onetti, una vez que el mayor novelista latinoamericano del siglo XX cumpla una década de muerto y pase a formar parte de la nomenclatura urbana, cosa que hoy le impide una sensata ley.
Detrás de la intendencia municipal hay una oficina kafkiana, repleta de expedientes póstumos, llamada Necrópolis. Pido el libro correspondiente a las defunciones de enero de 1989, el año y el mes en que falleció Zitarrosa. Un anciano experto me lo entrega y me ayuda a consultar la sección Z. El penúltimo renglón de una página par, cuyo número no he anotado, condensa el único vestigio de la efectiva desaparición del cantor. Copio al reverso de una factura de hotel:
"17/enero/89. Zitarrosa, Alfredo. Sexo: M. Edad: 52. Nacionalidad: O. Estado: C. Sec. Jud: 8. Enfermedad: Infarto, intestino mesentérico. Cementerio: N. Fosa: -. Tub: -. Sepulcro: 18/20. Coch: 9. Médico: Fernando Calleriza".
-¿Qué quiere decir "nacionalidad O"?
-Oriental -responde el anciano, porque estamos en la República Oriental del Uruguay.
-He descubierto una vergüenza nacional de este país -digo, horas más tarde, en la selva-jardín de los Galeano-. Zitarrosa no tiene un mausoleo propio, un lugar a donde llevarle flores, hacerle su homenaje cada año...
-Acá la gente es muy pudorosa con la muerte -me explica Elena Vilagra, la esposa del escritor-. No se hacen fiestas, como las de ustedes el 2 de noviembre.
-Qué chistoso -reflexiono-, todo el mundo habla de Zitarrosa en Montevideo pero nadie sabe dónde está enterrado.
Galeano simplifica el problema.
-Nadie sabe dónde lo enterraron, pero está en todos los uruguayos.