La Jornada Semanal, 20 de enero del 2002                              359
Enrique López Aguilar


Elogio de la estupidez

La obra más conocida de Erasmo de Rotterdam es, sin duda, la que se conoce como Elogio de la locura, aunque su traducción precisa debería ser Elogio de la estulticia, no sólo por convenir mejor al espíritu de la letra sino porque Erasmo no pretendió, de ninguna manera, elogiar la "locura", ya se quiera entender ésta en un sentido clínico, quijotesco, romántico o como en la alegoría que Hermann Hesse propone en El lobo estepario; por el contrario, de manera paradójica y un tanto cínica, lo que Erasmo se propone elogiar es la necedad, particularmente si se entiende que estulto es aquél que, por su ímpetu y precipitación, no sabe aplazar las cosas: es el hombre de acción que no se detiene a reflexionar cuanto hace, o el lleno de ocurrencias que lo mismo, o el improvisado…

El Elogio…, escrito entre 1508 y 1509, y dedicado a Tomás Moro, se construye a partir de un discurso de la Necedad, dispuesta a elogiarse a sí misma en vistas de que nadie lo hace, no obstante que todos contribuyen a su triunfo y a su difusión. A partir de esta obra se puede apreciar lo que fue el siglo de Erasmo (la transición entre el XV y el XVI): un tiempo contradictorio en el que, junto con nuevas ideas y nuevas maneras de entender la vida y el arte, también coexistieron una velocidad irreflexiva, la intolerancia frente a lo distinto, el predominio de las acciones directas sobre el mundo, la victoria del fanatismo sobre la discusión sensata y la proliferación de supersticiones que suplantaban la búsqueda de una verdadera vida espiritual; fruto del desencanto, el contraelogio erasmiano debe entenderse como la lectura de la realidad a través de un espejo invertido.

Describir las circunstancias que rodearon la escritura del Elogio de la estulticia parece una anticipación de lo vivido en el siglo XX y lo que se lleva avanzado del XXI: la necedad es, sin dudarlo, una de las conductas más reiteradas y difundidas de la sociedad contemporánea y no hace falta salir del contexto mexicano para corroborarlo, pero los últimos tiempos han agregado a la necedad una dosis elevada y originalísima de estupidez, que supera con creces lo criticado por Erasmo. Estúpido significa ‘aturdido’, ‘pasmado’, e impregna con ese sentido a su cadena de palabras relacionadas: estupefacto (‘quien se encuentra bajo los efectos del aturdimiento’), estupendo y estupefaciente (‘sustancia que aturde’; la evolución y separación de ambas palabras ha hecho que estupendo se entienda ahora como adjetivo relacionado con cuanto provoque aturdimiento).

La embriaguez contemporánea no se relaciona exclusivamente con los productos que la estimulan, sino con ciertos hábitos que la definen: el uso indiscriminado de la esoteria para descubrir al ángel personal y las runas revelen sus verdades lapidarias, para que el I Ching guíe los pasos de cada día junto con la lectura del zodiaco, la mano, el Tarot, el iris de los ojos, la forma del vello púbico, la cerilla de los oídos y las grietas de los pies, o cruzar las fronteras ultramundanas mediante una tabla uija; asimismo, el hábito de parlotear a través de un teclado, un micrófono y una cámara frente a la helada pantalla de una computadora; o la navegación interminable por internet; o dejarse arrullar por el noticiero de Televisión Azteca; o creer que todos debemos ser famosos y millonarios antes de los veinticinco años; o tomar cursillos en una suerte de casa de retiro xalapeña los fines de semana, durante dos años, para convertirse en terapeuta… Visto así, el sueño de opio del siglo xx conduce a la frivolidad y, peor aún, al olvido, a una amnesia generalizada que permite el engaño de recibir gato por liebre, de creer que la esoteria reemplaza a una verdadera vida trascendente, por ejemplo, o la irresponsabilidad facilista a una ardua carrera profesional.

Percibo una contradicción en lo que llevo dicho: la necedad parece vivir bajo el signo de lo activo, mientras que la estupidez lo hace bajo el de lo pasivo: la necedad es un permanente movimiento sin dirección, un avanzar sin claridad, mientras que la estupidez es un permanente pasmo, una parálisis intoxicada. ¿Cómo conciliar, para efectos de la sociedad contemporánea, pasmo y movimiento, el sopor del opio y el picar piedras, la perpetua inminencia de Tántalo frente a los trabajos inútiles de Sísifo? Más allá de las aporías conceptuales, está la constatación de la realidad, pues lo que parece imposible para el pensamiento puede ser factible en el mundo: la misma persona que, afanosa, busca enriquecerse, es la misma que mañana puede repetir irreflexivamente los falsos oráculos del canal 13.

El antiguo homo sapiens faber ludenseroticus gastronomus parece dispuesto a convertirse en un homo stultus stupidus, cada vez más alejado del proyecto humano y, por ende, más cerca de reconvertirse en lo que fue: un homínido hijo de prehomínidos, pero con la novedad de quedar pasmado ante las maravillas del pasado y estar dispuesto a destruirlas con voracidad, así sean objetos naturales o culturales, pues el homo stultus stupidus sólo vive para el presente y para sí mismo, sin pensar en términos de especie, ni de historia, ni de futuro. Síntesis de la acción y la inacción, fruto de la insensatez contemporánea, estos restos de homo sapiens (las ruinas que ves) parecen dispuestos a que el tercero sea el último de los milenios humanos y a que, con alta tecnología, se alcance el nivel cultural más bajo. A falta de mejor palabra, su vocación, temperamento y quehacer actuales pueden resumirse con la síntesis de otras dos: estulto más estúpido, igual a estúlpido.


Verónica Murguía
Con D de dragón

Debo decir, orgullosamente, que mi admiración por Jorge Luis Borges es ilimitada. Sus juicios literarios me parecen en general lúcidos, originales y certeros. Su especial forma de la modestia, tan tongue in cheek, como se dice en inglés, me fascina; me parece una de las formas más efectivas de evitar lo sentencioso sin dejar de ser contundente y al mismo tiempo hacer sonreír al lector. Las más de las veces es capaz de convencerme de cualquier cosa: su amor por Chesterton, por De Quincey, por Quevedo, por las sagas nórdicas, por los nómadas asiáticos, ha hecho de mí una conversa furibunda. Era un gran conocedor de dragones. Por eso me dio tanta tristeza leer en Antiguas literaturas germánicas que "el dragón es el menos afortunado de los animales fabulosos. Nos parece pueril, contamina de puerilidad las historias en que figura", pues el dragón es mi bestia fantástica favorita. Nunca he soñado con uno, y lo lamento; he soñado con una variedad asombrosa de bestias mágicas y de bestias a secas, y jamás he soñado un dragón. Me los imagino colosales, con cabeza de lagarto, una especie de fragua en el hocico, cubiertas la lengua y los colmillos de gotas de saliva incandescente como metal derretido. El aliento es seco, ardiente, y la voz (los dragones, hay que recordar, hablan) se parece al crepitar de una hoguera. Poseen, según mi imagen, vastas alas membranosas y un cuerpo esbelto y grácil, a pesar del tamaño. Los ojos, como afirman las leyendas, serían peligrosos de mirar, amarillos, con la pupila alargada, parecida a la de los cocodrilos, y llenos de una inteligencia marrullera y peligrosa. En la Saga de los Volsungos Sigurd, el matador de Fafnir el dragón, comprende el lenguaje de los pájaros gracias a que, mientras cocinaba el corazón del dragón, se lleva a la boca el índice manchado con la sangre de éste. En otro gran poema épico de la Edad Media, Beowulf, el héroe es muerto por un dragón "surcador de cielos", que exhala "fuego de combate" y cuyo veneno mata al rey en cuestión de minutos. En cambio en el Cantar de los Nibelungos la piel del héroe Sigfrid es impenetrable, resistente a cualquier filo, gracias a que se bañó con sangre de dragón. En una variación del tema de Aquiles, sólo un lugar en la espalda, entre los hombros, es vulnerable. Una hoja que había caído de un árbol de tila se había adherido a la piel durante el baño; naturalmente, allí lo apuñala el pérfido Hagen. En La historia interminable, Fújur, el dragón de la suerte, es un dragón chino que parece "un relámpago lento" de cuerpo flexible cubierto de escamas tornasoladas, cabeza melenuda y ojos de rubí. Una descripción poética, que me hizo feliz hasta que vi la película y descubrí que, como si quisieran darle la razón a Borges, quienes la hicieron convirtieron al dragón en un desmañado perro de peluche, con unas orejas indignantes, de cocker spaniel. Los dragones que pueblan la obra de Úrsula K. Le Guin hablan un idioma parecido al sánscrito; "Agni", dice al saludar el hermoso dragón Orm Embar en La orilla más lejana, el tercer libro de la serie de Terramar. El dragón cachorro de la novela Una vida encantada de Dianne Wynne Jones es del tamaño de un perro, hipnotiza a una niña para asestarle una mordida y entre suspiros flamígeros les cuenta a los niños que lo encuentran, que se alimenta de ratones y filete, porque la leche le cae mal. Norbert, el dragón del libro Harry Potter y la piedra filosofal, es criado por Hagrid, el guardabosques de la escuela Hogwarts con una nutritiva (y me imagino mareadora) mezcla de brandy y sangre de pollo. En el mundo de Harry Potter hay diez especies conocidas, todas clasificadas con cinco X (capaces de matar magos/no se pueden domesticar). La única especie americana es el Diente de Víbora Peruano, una variedad que prefiere la carne humana.

Convertirse en dragón no es cosa de risa: en el libro tercero de las Crónicas de Narnia de C.S. Lewis, El viaje del Dawn Treader, Eustace, un niño latoso se convierte en uno. Eustace se transforma en un gran cazador: "Era un cazador muy humano, porque podía despachar una bestia con un solo golpe de su cola, para que ésta no se enterara (y creemos que todavía no saben) que había muerto. Se comió algunas, por supuesto, pero siempre a solas, porque ahora que era un dragón le gustaba todo crudo y no podía soportar que los demás vieran los horribles modales con los que comía." El dragón al que se enfrenta Bilbo Baggins en El Hobbit de Tolkien es tan avaro como Fafnir. Esta es una característica desconcertante de los dragones: son muy aficionados al dinero, rasgo que invariablemente los pone en peligro; los únicos enemigos que tienen en el mundo, los hombres, son tan devotos de la riqueza como los dragones. Para un dragón no hay nada mejor que el oro. Esta codicia emblemática los hace, para mí, la bestia fantástica más acorde con los tiempos en los que nos ha tocado vivir.


Noé Morales Muñoz


 El lector por horas (y carta semiabierta)

Aunque soy hombre de letras, no debéis suponer que no he intentado ganarme la vida honradamente.
Bernard Shaw


Tal vez este no sea el medio idóneo para dirigirme a usted, pero al menos supongo que es uno de los más eficaces, en tanto público. Sé también que entre sus preferencias de lectura no se cuenta este suplemento (ni mucho menos esta columna), pero conozco algunas de las tareas que se cumplen en los departamentos de comunicación interna de las grandes empresas, públicas, privadas o híbridos. Y por ende, sé que se dedica diariamente una buena porción de la mañana a buscar, línea por línea, alguna alusión en la prensa, por tímida o insignificante que sea, al jefe de la dependencia en cuestión y/o a sus actividades y designios. Y aunque no lo menciono por su nombre, más por pudor que por otra cosa, sé que entre el abultado dossier que usted encontrará sobre su escritorio el día de mañana, aparecerá un recorte o fotocopia de este texto. No sé por qué, pero estoy convencido de ello. Confío también en que le llamará la atención ver en medio de ese mar de papeles la palabra teatro, y que por tal motivo dedicará unos minutos de su rutina a leer estas líneas. Después de todo, todos somos un poco morbosos, aunque sea en el fondo.

Así que, ora por morbo, ora por interés, ora por lo que fuere, convengamos en que usted se encuentra ya leyendo esto. Perfecto. El motivo de mi carta es, previsiblemente, hablar sobre ese asunto. Sí, sí, sí, me imagino que se lo habrán recordado hasta la náusea durante las últimas semanas. Le ofrezco disculpas, pero encuentro inevitable, y obligado, reincidir. 

Escuché lo que dijo en la radio hace ya unas semanas, cuando apenas se formaba el quilombo. Palabras más, palabras menos, usted declaró haber actuado con estricto apego a la justicia. Además, se dio tiempo para despotricar contra todos esos necios opositores con el siguiente argumento: que durante todo este periodo de privilegios económicos de los que impunemente gozaron, sustentado por una inexplicable serie de prebendas, su contribución a la sociedad había sido poca y nada. Ha llegado el momento, pues, de expulsarlos de su mundo de cristal y de traerlos de vuelta a la tierra, como toda la gente de este país. 

Somos muchos los que no concordamos con dicha opinión. Pero no crea que la inconformidad se limita a un asunto de pesos de más o de menos. Por supuesto que eso es importante, pero el principal punto de desacuerdo pasa más por un asunto ético. 

Podría referir una serie de definiciones del vocablo "arte" (que es de lo que estamos hablando, por supuesto. No de otro tema). Hay una de Borges, aquél del malentendido con el patrón, que me encanta. No la mencionaré por la sencilla razón de que no quiero abrumarlo más con esta carta. Sin embargo, hay otra que me gusta por su contundencia y porque me la dijo un profesor que aprecio, y cuyo ingreso, por cierto, se verá afectado por las reformas promovidas por usted. Es algo como esto (se habrá dado cuenta de mi incapacidad para citar de memoria, o para decir que lo hago aunque no sea cierto): "Arte es lo más sobresaliente de la civilización a lo largo de su historia." Cándida, y quizás un poco reduccionista, pero terriblemente cierta. 

¿Verdad que sí? Si no le parece, por lo menos debe reconocer que suena muy bien. En todo caso, le propongo esto: imagine que tengo razón, y yo imaginaré que lo imagina. Bien, así nos entendemos. Creo que, si acordamos que la definición de arriba es por lo menos sugerente, coincidiremos también en que los parámetros para regular la actividad de un creador artístico no deben equipararse a los utilizados con administradores, economistas, ingenieros o arquitectos. Porque, señor, los autores no son privilegiados en ningún sentido práctico, pero mucho menos a nivel de ingresos y prestaciones. Un escritor invierte tiempo, dinero, esfuerzo y otras cosas para cristalizar un proyecto de novela, por ejemplo. ¿Qué obtiene al final? En el mejor de los casos, el reconocimiento de un muy anónimo grupo de colegas y analistas. Las regalías por ventas son irrisorias. Además, no existen prestaciones: ni imss, ni vales de despensa ni nada similar. Por más que los busco no encuentro los privilegios. Me parece que si hemos de hablar de privilegiados en este país la mirada debería apuntar hacia otro lado. 

Y tampoco crea que hablo a título personal. Ni por asomo he pensado en que lo que escribo sea de importancia. Tal vez sólo de una importancia mediana. Pero aunque no sea lo más recomendable, hagamos cuentas, como a usted le gusta. Quizás estos textos míos, sumados a los de otros colegas de rango similar, darán como suma total esa valía que mi profesor resumía tan bien en la definición que dio. 

Hay otros autores, por supuesto, que escapan al promedio y son en verdad excepcionales. Con mucha suerte, llegan a acceder a algunos de los lujos inherentes al éxito (Ud. los conoce bien) avanzada la adultez. Pero son excepciones, hay otros que nunca lo logran, y no por eso debe soslayarse su trabajo. Entre aquellos privilegiados (ellos sí) se encuentra el señor José Sanchís Sinisterra. No, es español, así que no crea que evade un quinto. Hay una obra de él recién estrenada. Se llama El lector por horas, la dirige el señor Ricardo Ramírez Carnero y se presenta en el teatro Santa Catarina. Ojalá pudiera verla. Podría decir que me gusta el texto por su arquitectura meticulosa, que pondero la labor del elenco en general (sobre todo la de Emma Dib), que no entiendo del todo lo que pretende la dirección, que encontré el recurso de la koken algo tedioso. Eso entre otras cosas. Pero me limitaré a esto: creo que el texto es un homenaje precioso a la literatura, a sus efectos, beneficios y cualidades balsámicas, que las tiene. Podría también decir que confío en que su comparecencia a dicha puesta podría hacerlo reflexionar. Pero no soy tan pretencioso, ni tan efectivo en mis arengas. Después de todo, pertenezco a un gremio de ideas perfectamente prescindibles, al contrario de sus contribuciones fiscales.

Luis Tovar
Las tandas 
y los boletos (I)

¿Se acuerda usted del "Noticiero Continental"? Hace algunos años, muchas salas cinematográficas incluían, al principio de la función, un curioso programa que informaba de asuntos tan fundamentales como lo bien preparado de la langosta que uno podía degustar en los nuevos y lujosos hoteles que engalanaban la costera en el paradisíaco puerto de Acapulco, o bien hablaba de la pujante industria zapatera que brindaba buenos, abundantes y remunerados empleos en el Centro y Occidente del país. El lenguaje era más o menos ése, y las imágenes a las que acompañaba también destilaban una ingenuidad que, a querer o no, producía en la mayor parte de los espectadores una sonrisa de benevolencia que lo ponía a uno muy lejos de molestarse porque, en realidad, le estaban endilgando un poco de publicidad mal disfrazada.

Por mi parte, confieso que veía el "Noticiero Continental" con el gusto medio burlón que provoca ver lo que puede producir el ejercicio de la candidez, y me mataba de risa el remate dizque conceptual y amodernado (no sé cómo llamarle a esto) del programa, que rubricaba su salida con la imagen de un esquiador acuático en plena hazaña deportiva, seguido de un atlante tolteca que, gracias a un zoom in, perdía todo salvo la cabeza y después, mientras un locutor muy engolado prometía la pronta emisión de un noticiero más, el pobre atlante quedaba distorsionadamente enmarcado en un lente fotográfico.

A continuación, como usted debe recordar, venían los avances de los próximos estrenos, también conocidos como trailers y, más comúnmente, bajo el nombre de cortos. Esta última forma de nombrarlos, a pesar de que resulta bastante desafortunada si se piensa en que así suele llamársele a los cortometrajes, tenía un acierto: los cortos eran realmente cortos. Si la memoria no me traiciona, el "Noticiero Continental" y los cortos, todo sumado, rondaba una duración de siete u ocho minutos.

Señor don Simón

Aquellos tiempos, idílicos como los del don Simón de la película de Joaquín Pardavé, fueron cambiando de tal modo que ahora uno debe soplarse la friolera de veinte minutos para comenzar a ver la película que uno fue a ver. En Cinemex, la cadena de multisalas que suelo utilizar no porque la prefiera sino porque es la que está más cerca de mi domicilio, la función abre invariablemente con un largo anuncio de Coca Cola. Hasta hace un par de meses miré y remiré, hasta aprendérmelo aun en contra de mi voluntad, el lobotomizado comercial de unos adolescentes que sólo a punta de tragos de Coca Cola se dan valor para besar un póster, supuestamente a modo de preparación para después besar a una mujer de carne y hueso (que, como buena fémina emanada de la mente de un "creativo" publicitario de ésos tan dados a la amplitud de criterio y al rechazo de presuposiciones ideológicas, sólo atina a quedarse quietecita mientras el aprendiz de macho se da valor –un trago más de Coca de por medio– para besarla como Dios manda).

En tiempos recientes, esa demostración de que el vacío absoluto puede residir en las neuronas de un publicista fue sustituida por el harrypottercocacolesco altruismo cultural que habla del fomento a la lectura, como si de verdad a los dueños de la Coca les importara que los menores de edad de este país lean un libro (a los que hacen dinero gracias a Harry Potter sólo les importa que un libro sea leído –bueno, cuatro libros–; el resto, desde luego, debe tenerlos perfectamente sin cuidado).

La botica comercial tiene de todo, y es por eso que en las salas de cine actuales no hay nada más normal que recibir desde la oferta de coloridas computadoras que ejecutan vistosísimas coreografías al ritmo de She’s like a rainbow, de los Stones, hasta la promesa de que beber vodka Absolut lo llevará a uno a vivir una verdadera vida de película, con segunda parte y toda la cosa. Pero no quiero hartar a nadie con ejemplos y de seguro usted, querido lector, está volviendo a ver en su mente los anuncios que mejor se le grabaron a fuerza de tanto verlos.

Ese involuntario ejercicio de memoria es la mejor prueba de que los publicistas consiguieron exactamente lo que querían: enjaretarnos su producto, por lo menos a un nivel aspiracional, como dicen ellos en su sangroncísima e imprecisa jerga. Pero dígame una cosa: ¿nunca se ha encabronado al darse cuenta de que encima de querer venderle a güilson algo, le están cobrando por ver el anuncio?, ¿o ya se acostumbró, como le ha sucedido a tanta gente, a creer que todo en este mundo es susceptible de ser vendido y comprado y aún más, a que todo cuesta y por eso le parece natural que le pasen anuncios antes de una película?

Para empezar, ir al cine no es nada barato. Échele cuentas: entre el boleto de entrada, el monchis –es decir, las palomitas, el refresco, el chocolate y demás chatarra–, el estacionamiento si es que lleva automóvil y la invitación a alguien para no ir solo –se sabe que más del noventa por ciento de los asistentes a una sala de cine acostumbra ir acompañado–, el mínimo costo por persona promedia los cien pesos. Pues bien, un porcentaje de esos cien chuchulucos sirve para que usted pague por ver, como si de póker se tratara, anuncios comerciales como los referidos arriba. No sé a usted, pero a mí me parece de plano insultante que me cobren por ver publicidad, sobre todo considerando que no hay ninguna otra actividad al mismo tiempo tan costosa (para el anunciante) y tan remuneradora (para el anunciante, otra vez, y también para el publicista, pero también para el medio que transmite el spot), a tal grado, que se necesita ser en extremo cínico para, encima de todo, costearse la producción publicitaria y algo más a costillas del consumidor. 

(Continuará.)

Angélica
Abelleyra
 
mujeres insumisas

Las Pecanins: el desenfado con cabello largo

Cada año dicen lo mismo: cerramos. Este 2002 no fue la excepción, pero las ganas y la pasión que acompaña a las gemelas María Teresa y Ana María Pecanins provoca la permanencia de su galería por treinta y siete años y una fe gozosa en el Arte con mayúscula.

Hijas de la Guerra Civil, estas catalanas llegaron a México en 1950. Frente a la violencia de la posguerra y las tarjetas de racionamiento, nuestro país les abría un horizonte de "libertad y alegría" que las ha marcado por igual hasta la fecha.

Venidas de una ciudad plena de art nouveau como Barcelona, y con una familia cargada de intereses artísticos –un tío músico, un padre ingeniero textil sensible a la belleza y una madre que se hizo pintora a los sesenta años– "las Pecas" se decidieron por el gozo estético a partir de su papel de animadoras culturales en México.

"Por atrevidas y valientes" se les ocurrió la idea de abrir una galería de arte. Traían ya la experiencia de vivir en Estados Unidos, algo de flamenco, pintura naif y varios divorcios (Ana María), así como la viudez (María Teresa), de manera que tomaron al pie de la letra la recomendación de su padre de "que tendríamos que valernos por nosotras mismas" y se lanzaron a la aventura de abrir un espacio para difundir el arte mexicano, latinoamericano y catalán, más cercanos a la contemporaneidad que a los nacionalismos.

No sólo las antigüedades (cuya venta les permitió mantenerse al principio), la pintura, el dibujo, la foto, el video y la gráfica han sido su interés. A partir del arranque de la Galería Pecanins en octubre de 1964 (junto con su hermana Montserrat), fueron precursoras del arte objeto, la instalación y los performances tan en boga actualmente. 

Primero, en el local de la calle Florencia mostraron obra de Francisco Corzas, Arnaldo Coen, Fernando García Ponce, Philip Bragar y Arnold Belkin; luego se trasladaron a la calle Hamburgo y, si bien dejaron las antigüedades, continuaron con sus artistas (Brian Nissen, Gabriel Macotela y el grupo Suma, entre otros) y sobre todo con su calidad humana que las diferenció de sus colegas. Finalmente, en 1984 se instalaron en un espacio de la calle Durango (donde se mantienen hasta hoy) animando la vida cultural con el cafecito La Tecla (ahora convertido en restaurante concesionado) y con múltiples muestras que desde entonces reflejan un cruce de caminos: de Magali Lara a Susana Sierra, de Jan Hendrix a Miguel Castro Leñero, de Roger Von Gunten a Alberto Gironella, de Gilberto Aceves Navarro a Renato González, entre una larga lista.

Eso en México. Pero en el ínter, hacia 1971 Ana María fue a vivir a Barcelona y un año más tarde echó a andar una galería en el Barrio Gótico con obra de Rufino Tamayo. Aquel salón se propuso entonces ser un puente cultural entre los artistas mexicanos y catalanes hermanados en lo abstracto, así que a la pintura de Rodolfo Nieto, Vicente Rojo y Manuel Felguérez le correspondió la creación de Miró, Tàpies, Joseph Guinovart, Ràfols Casamada y Joan Hernández Pijuan.

En ambas galerías se montaron exposiciones de los fuereños y todo resultó una "aventura heroica" hasta 1976, cuando cerró el local catalán porque vendían poco y no contaron con apoyos oficiales ni de Barcelona ni de México "porque muchas veces no coincidían con nuestros propósitos ni nuestros criterios".

Con el paso del tiempo "las Pecas" han hecho una tarea de congruencia y continuidad. Han mantenido los lazos entre el arte catalán y el mexicano a través de varias exhibiciones. Es el caso del "Homenaje de Cataluña a México" que se organizó entre 1990 y 1991 (tanto en Barcelona como en nuestro país) con obra de tres artistas catalanes, tres mexicanos y tres vinculados a ambas regiones: Ràfols Casamada, Guinovart y Frederic Amat; Tamayo, Felguérez y Cuevas; Bartolí, Antoni Peyrí y Vicente Rojo. Otro ejemplo fue la muestra intitulada "Constantes del arte catalán", presentada en el Museo Rufino Tamayo.

Matriarcado asumido en cada caso –"nos viene muy bien y el mercado de hombres está a la baja"–, para Ana María y para Teresa la galería nunca ha sido un negocio. "Siempre hemos podido tener un cochecito y viajar, pero si hemos sacado adelante este espacio es por nuestro esfuerzo y trabajo, mas no por apoyos de gente de bancos o de las instituciones", coinciden.

A contracorriente de las modas, dicen que tampoco "hemos querido ser una galería para vender muertos, firmas, sino que hemos tratado de estar en el momento contemporáneo, con calidad". Por eso creen en sus artistas así tengan veinte u ochenta años, mientras su trabajo artístico "tenga alma y no se convierta en un engaño".

Por eso pintaron su raya en la década de los ochenta, cuando "nunca nos colgamos de las trenzas de Frida Kahlo" como lo hicieron muchas galerías y creadores, ni se han lanzado sobre los pintores "que hacen burradas". Sus apuestas han sido lo mismo Michael Tracy y su gran carga conceptual (mucho antes que lo descubriera Televisa) que el expresionismo poco vendible de Philip Bragar o la "propuesta, siempre joven" de los hermanos Castro Leñero, Gabriel Macotela o Miguel Ángel Alamilla.

Casi idénticas, a su apariencia hippie llena de joyas y faldas largas, cigarrillo humeante y ojos atentos, María Teresa y Ana María suman el desenfado y la férrea creencia en esa "hija" de treinta y siete años que no tiene ni brazos ni piernas pero sí mucha vida.


Marcela Sánchez
Sobre el cuerpo danzante

En 1682, en su libro Des ballets anciens et modernes selons les regles du théâtre, Menestrier escribía: "La danza sirve para moderar cuatro pasiones peligrosas: el miedo, la melancolía, la ira y la alegría." Esta fue una de tantas reglas aparecidas en la Francia del siglo xvii, la cuna de la real academia de baile. La postura era más importante que el movimiento. El término "enderezarse" era sinónimo de soltar el cuerpo, alargar sus ademanes, eliminar todo aquello que entorpeciera la amplitud de los movimientos y por consiguiente la flexibilidad de sus articulaciones. El decoro era primordial en una sociedad donde las deformidades eran consideradas un estigma. Los movimientos sin control eran vistos como sucios, impúdicos y que "sobrepasaban los límites de la honestidad". Los niños aprendices eran enseñados a caminar bien, a controlar el cuerpo para que soltaran los brazos y las piernas, siempre mostrando el dominio sobre sí mismos; lo demás era propio de titiriteros. En esta aparente contradicción entre el control de la postura y el movimiento se basará el desarrollo de la danza. El cuerpo del bailarín se entrena en el uso de fuerzas encontradas que dominan el equilibrio, el movimiento y el giro.

El cuerpo humano del cristianismo fue un cuerpo doliente, flagelado por el sufrimiento para alcanzar la espiritualidad eterna. No fue fácil sacudir la figura del diablo que el cristianismo le había impuesto a las danzas profanas para desterrarlas de los templos religiosos. La respuesta de los pensadores renacentistas fue retornar a la idea del cuerpo humano de las tradiciones grecolatinas: el cuerpo era una réplica del universo, un microcosmos en perfecta armonía con el macrocosmos.

En el Renacimiento, resultado de un sincretismo de culturas que pugnaba por una distinta forma de vida, la danza reapareció como diversión y entretenimiento en el mundo de las cortes. Los salones de baile pronto se convirtieron en lugares de representación; la concepción de las figuras de la Antigüedad clásica resurgió en toda su dimensión. Las divinidades griegas se hacían visibles a los mortales bajo la apariencia de un cuerpo. El cuerpo de los dioses era incorruptible, cargado de una luminosidad que cegaba. En cambio, el cuerpo humano nacía con las marcas de su estado transitorio. Los mortales fluctuaban entre polos opuestos: lo luminoso y lo sombrío, lo bello y lo feo, lo joven y lo viejo. El cuerpo divino eliminaba todo elemento de precariedad. Bajo la reelaboración de estos conceptos, no es gratuito que en 1654 el rey Sol apareciera como Apolo en el Ballet de la nuit de Beauchamp: los reyes eran vistos como seres divinos. En este contexto, la necesidad del dramatismo comenzó a imperar. El gesto debía recuperar el lugar que había perdido. En 1681 aparecieron en el escenario de la Opera las primeras bailarinas profesionales, sus cuerpos eran el instrumento primordial de su trabajo.

Leonardo Da Vinci dejó huellas de ideas neoplatónicas en sus escritos sobre el tema: "Los antiguos llamaban al hombre un mundo en miniatura, y en verdad que está bien aplicado, porque el hombre se compone de tierra, agua, aire y fuego, igual que el cuerpo de la tierra. Si el hombre tiene huesos, que son el sostén y la armadura de la carne, el mundo tiene rocas que son el sostén de la tierra..." Así, para el cuerpo danzante la estructura ósea es el sostén del que parte todo movimiento. Es a partir de los huesos que se estructura el llamado en dehors, el hacia afuera. Sin duda, este es el gran hallazgo de la técnica clásica para dominar el eje y los puntos de equilibrio; su principio es la rotación de las piernas desde el fémur hasta la punta de los pies; los talones se juntan y los pies quedan alineados hacia los lados del cuerpo. La técnica moderna le da continuidad a este precepto: las nuevas posiciones de pies cerrados aún se basan en que la tensión muscular es hacia afuera. El cuerpo danzante no es sólo materia. Dice Octavio Paz en El mono gramático: "Del mismo modo que el sentido aparece más allá de la escritura como si fuese el punto de llegada, el fin del camino, el cuerpo se ofrece como una totalidad plenaria, igualmente a la vista e igualmente intocable: el cuerpo es siempre un más allá del cuerpo." El cuerpo humano tiene cinco sentidos, cuatro residen en la cabeza y uno, el del tacto, en todo el cuerpo. El cuerpo danzante ante todo ve, se desplaza en el tiempo y en espacio, sobre todo domina el movimiento de los ojos en la velocidad de los giros y los grandes saltos. El cuerpo del bailarín es memoria física y emocional que desde la cabeza dirige con minucia cada movimiento y le da un sentido.

El bailarín trasciende los límites naturales del cuerpo mediante el sometimiento al rigor y la disciplina. En todo esto asoma la necesidad primordial de expresar a través de las formas corporales un qué y un cómo. En este intento, el bailarín busca ir más allá de sus extremidades, más allá de la superficie de la piel, llenar el espacio teatral con imágenes dinámicas. El cuerpo en su totalidad es el gesto.