Lunes 14 de enero de 2002
La Jornada de Oriente publicación para Puebla y Tlaxcala México

 
Semanálisis

¿De qué se trata?

n Horacio Reiba

Si a usted le tocaba hacer de dueño o responsable de un equipo profesional de futbol, se sobreentendía que su cliente natural era el público, de cuya asistencia y participación dependía el negocio. Por eso había que esforzarse en ofrecerle un producto de calidad como requisito crucial para la supervivencia del equipo. En cambio ahora, lo que toca es mandar al cuerno a la parroquia tradicional y someterse a los dictados de la tele. Cómo, si no, puede interpretarse eso de anunciar un Puebla-Pachuca -el local contra el campeón, ambos en el mismo grupo clasificatorio- para las dos de la tarde del domingo. Horario más disparatado, ni diseñado por el enemigo: no es ni matutino ni vespetino, y si no sirve para llegar a comer después del juego, mucho menos permite hacerlo a la hora acostumbrada. Y ni pensar en itacates, porque bajo los usos y controles actuales no hay modo de introducir al inmueble ni una modesta torta. O futbol o comida, la bebes o la derramas. Y luego andan por ahí los directivos, y hasta algunos jugadores, quejándose de que el Cuahutémoc lleva al menos dos años convertido en cementerio.
A espaldas de la gente. Si la vieja y fiel afición dejó de ser el cliente por antonomasia, ¿quién diablos la ha reemplazado? No será, desde luego, ese espectador anónimo que nutre su apetito de futbol y de botanas delante del televisor. Pasó, sí, pero en otro momento, cuando las transmisiones conservaban la frescura de lo novedoso y uno era capaz de dejarlo todo con tal de no perderse el partido. Hoy, con la programación sobresaturada de futbol de todos los estilos y repeticiones a mañana, tarde y noche, ya es raro que a alguien se le ocurra convocar a los amigos para malcomer, malbeber y alborotar mientras mira evolucionar sobre la verde pantalla a dos grupos de tipos que a duras penas saben qué camiseta les toca defender. Sin contar con esa práctica nefasta de bloquear la señal para la ciudad donde se juega, intento de coacción que en realidad funciona al revés, pues la lógica reacción del espectador local difícilmente será acudir sudoroso y presuroso al estadio. Más bien ha terminado por desentenderse de la suerte de su equipo. Con tan brillante "estrategia", lo que se ha conseguido es ensanchar más y más el divorcio entre esas dos entidades interdependientes y complementarias que son el club y el fanático. O, para el caso de Puebla, que lo eran.
Sometimiento a cambio de migajas. Si para las actuales directivas de nuestro futbol profesional la clientela a conquistar dejó de ser el aficionado que antaño pasaba por la taquilla, ¿de quién depende ahora su negocio? No es de creer que le baste con los múltiples patrocinadores -el Puebla tiene más que nadie, señal de que su vapuleada casaca debe ser de las peor cotizadas del circuito-; y descartado el teleaficionado, que ni siquiera paga y es cada día más dudoso se la pase prendido a la pantallita, no queda otro patrón verdadero que las propias empresas televisoras, que a su vez se llevan la parte del león gracias a las crecidas tarifas que cobran a sus anunciantes. Sería lo de menos si no tuviera efectos tan negativos. A saber: a nadie importa ya la calidad del juego, todo está vendido de antemano y los clubes son manipulados desde los despachos de los ejecutivos de las dos grandes cadenas nacionales, que es donde se dictan contrataciones, horarios y hasta cambios de sede y venta de franquicias. El futbol importa poco y la gente poco menos que nada. Ellos ganan, nosotros perdemos y el juego quedó en simple objeto de explotación. Por lo menos hasta que explote.