La Jornada Semanal, 13 de enero del 2002                           358
(h)ojeadas

El péndulo de la locura

Paola Dada

Leopoldo María Panero,
El lugar del hijo,
Tusquets,
España, 2001.
Probablemente por razones de miedo, cuando intentamos hablar de la locura y la cordura tendemos a imaginarnos una clara línea divisoria. Porque tememos, pensamos en un margen preciso que nos salva a nosotros y nos deja en un territorio firme, mientras vemos de lejos a los dementes. Sin embargo, la realidad se encarga de demostrarnos que los estados de la mente no pueden ser diferenciados o definidos de una manera tan maniquea. No hay territorio ribereño que nos diga en qué orilla está la cordura y en cuál la locura. Estamos, en realidad, en un territorio de pantanos, en un río que se resiste a ser limitado por dos orillas rígidas y que prolonga sus bordes extendiendo los márgenes. El estado mental no puede señalarse con una línea firme y negra, sino con una sombra difusa que no sabe de precisiones.

La narrativa y la poesía del poeta español Leopoldo María Panero ocupan, precisamente, este territorio sombrío. Nacido en Madrid en 1948, fue miembro de la polémica generación de los Nueve Novísimos, publicados en 1970 por la editorial de Carlos Barral. Además de Panero, incluía a Pedro Gimferrer, José María Álvarez, Guillermo Carnero, Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Martínez Sarrión, Félix de Azúa, Vicente Molina Foix y Ana María Moix. "Esta es –según dice Julia Barella en su ensayo en internet "De los Novísimos a la poesía de los ’90"– la primera generación de poetas nacidos después de la Guerra Civil que comienza a escribir en una sociedad de consumo que mantenía una estrecha formación católica tradicional, donde los niños se evadían a través de la lectura de tebeos, a la espera de quedar deslumbrados frente al cine americano, las primeras televisiones y los discos de jazz y pop-rock." Esta generación manifestó su cercanía con las vanguardias, en especial el surrealismo; con los escritores malditos y decadentes; y defendía el individualismo y el irracionalismo.

Como decía Gimferrer, "no sabemos quién narra porque no sabemos quiénes somos [...] el narrador –eje firme e invariable del relato decimonónico– pierde espesor y consistencia, cede a la inseguridad y a la zona de las sombras", cita Julia Barella. Lo que ofrecían, en resumidas cuentas, era esa novedad que les daba título.

Esa zona de sombras de la que habla Gimferrer es visible en toda la literatura de Panero. Autor de más de trece libros de poesía, además de otros de narraciones y ensayos, ha sido condenado a la marginalidad y al escándalo, y recluido en el sanatorio psiquiátrico de Mondragón. Desde ese lugar, desde la locura, el autor mueve un delicado péndulo para comunicarse con el lector. El poeta oscila desde el contenido lógico y la incoherencia novedosa del uso de la palabra, hacia el contenido casi demente y la coherencia absolutamente lógica en el uso del lenguaje. Panero nos habla desde la otra orilla pantanosa del río invitándonos a dar un primer paso en territorios menos firmes.

Como dice el famoso psiquiatra Ronald D. Laing en su libro Los locos y los cuerdos (Grijalbo-Conaculta, 1990), no se puede hablar de normalidad o locura en relación a una persona, porque tanto en la normalidad como en la locura hay una relación con el mundo, un modo de estar en el mundo y de estar con otros que no puede extrapolarse totalmente de su relación con nosotros. Nos enfrentamos al no-ser en la forma de no-ser metafísico, biológico y moral. Por un lado, nuestra propia aniquilación en el sentido físico y, por otro, nuestra propia aniquilación en términos de ausencia de significado, de una sensación de valor cero. "Pero, creo –afirma Laing– que existe otra posibilidad y es la pérdida de coherencia, es decir, la pérdida de una relación coherente con el mundo coherente. Sin embargo, uno puede mantener una especie de coherencia de sentido único, sin compartirla con nadie: en otras palabras, una coherencia paranoide, una organización paranoide, o quizá podríamos decir incluso, una coherencia artística."

Este podría ser claramente el caso de Leopoldo María Panero. El lector no comprende del todo la lógica de sus narraciones, el sentido o el camino que siguen, pero puede intuirse cierta lógica propia, cierto significado ausente. Esto es especialmente notable en su libro de cuentos El lugar del hijo (Tusquets, 2001).

Al acercarse a la escritura de Leopoldo María Panero se produce una escisión entre poesía y narrativa. Los poemas del manicomio de Mondragón y de la Teoría del miedo son dos libros para sacudir el sentido semántico al que estamos acostumbrados. La poesía de Panero está regida por su reconocimiento de la imposibilidad de nombrar las cosas, de la muerte de la poesía como verdad, al mismo tiempo que rescata la posibilidad de hacer poesía desde el cadáver de la poesía misma. "La muerte nos llama desde el poema como su única posible realidad. Malraux dijo: sólo la muerte transforma la vida del hombre en destino. Nosotros diremos: sólo la muerte transforma el poema en poema." No se trata de una visión negativa de la poesía, sino de un momento suspendido. Tiene que ver con la relación que establece el poema con el lector y cómo el lector le da un nuevo sentido.

Leopoldo María Panero escribe poesía corta, algunos haikús y otros poemas no muy extensos, pero en el fondo complejos. Hay pocas claves, pocas señales para desentrañar el significado del poema, porque quiere dejar al lector en el abandono, a que encuentre su propio decir interno.

Por el otro lado está su narrativa. Es otro territorio extraño, distinto al de la poesía, pero enraizados en el mismo pantano. Con una sintaxis clara, Panero lleva al lector a los territorios de la locura. Lo hace tomándole la mano, hablándole siempre en primera persona. Este sentido testimonial de cada cuento ayuda a reforzar su poder evocativo. En casi todos los cuentos uno siente el borde de la locura; percibe cómo el personaje se llena de sensaciones que están a punto de demostrar que sí está loco... pero el cuento sigue y sigue, hay un paso más, otro borde, otro camino, antes de la locura total. Por eso decía que es como un terreno pantanoso: uno puede ir caminando precavidamente, con el agua en los tobillos, y de pronto encontrarse en la otra orilla... la de la locura.

Los cuentos de Panero logran esta atmósfera con varios recursos. Por un lado están los ambientes en los que se desarrollan las narraciones: los territorios desconocidos del Amazonas, paraísos microscópicos contenidos en una gota de agua o tierras vikingas en tiempos de la fundación de los dioses.

Por otro lado, utiliza también una cronología infantil. Es decir, va contando una cosa que sucede después de otra sin que termine el lector de entender cuál es el conflicto central del protagonista. Howard Gardner, en su libro Arte, mente y cerebro (Paidós Ibérica, 1997), afirma que "las primeras secuencias de juego de los niños son sólo conjuntos de acciones que pueden o no sucederse una a otra, pero que en ningún caso constituyen una narración o una historia. Lo que está ausente de estas secuencias es el aspecto esencial del cuento: la característica que lo identifica, o sea, alguna clase de problema o conflicto que enfrenta el protagonista y que a su debido momento encuentra algún tiempo de resolución preferentemente satisfactoria". Esta actitud infantil del narrador pone al lector en un estado de constante alerta, de esperar qué suceso nuevo le acontecerá al protagonista y de buscar algún nexo con el suceso anterior.

En tercer lugar, para lograr el ambiente desquiciado, el autor utiliza diferentes personajes, pero siempre desde una voz narrativa en primera persona, y le da un sentido autobiográfico a las confesiones. Sin embargo, se nota que hay un gran trabajo de autor porque cada uno de los personajes posee una personalidad distinta. Es decir, hay una verdadera construcción del personaje, a pesar de que use su propia experiencia para transmitir sus sensaciones.

Esta transmisión sería la última de las características de Panero. La descripción que hace de la locura desde la lucidez es como enseñarle al lector, de cerca, de lo que se está hablando. Cada personaje reconoce ese borde en el que se encuentra. Panero asoma al lector al acantilado y le hace sentir el vértigo de estar consciente de estar loco: "cuando tuve la oportunidad de conocer a fondo la locura y encontré allí, confusamente descritos, muchos de los misterios que perseguía, presentí oscuramente que la llamada ‘locura’ era tan sólo la violación de una prohibición que pesa sobre toda alma, acto de forzar una puerta que no podía abrirse a ciegas sin exponerse al desastre que trae consigo el viento o, sin metáfora, todo exceso de energía: supe, pues, que allí se escondía lo que una ciencia antigua y maldita nombraba como ‘el terrible y maravilloso secreto’: y habría de saber más tarde que lo maravilloso no es apenas distinto de lo terrible". (Medea, adaptación del relato del mismo nombre de Fitz James O'Brien, en El lugar del hijo).

Con todos estos recursos, Leopoldo María Panero logra invitar al lector a un viaje pendular entre la cordura y la locura.•


N O V E L A


El ángel del silencio

Elizabeth Romo

Fernando Vallejo,
La Virgen de los sicarios,
Suma de Letras,
País, 2001.
"No conozco mentira más abyecta que la expresión con que se alecciona a los niños: ‘Mente sana en cuerpo sano’. ¿Quién ha dicho que una mente es un ideal deseable? ‘Sana’ quiere decir, en este caso, tonta, convencional, sin imaginación y sin malicia, adocenada por los estereotipos de la moral establecida y la religión oficial", decía Mario Vargas Llosa en la voz de don Rigoberto, amante de la diferencia y exaltador de las pasiones inusitadas. Esto mismo, en palabras del gramático Fernando, abre la primera posibilidad de dejar atrás el asombro y adentrarse en la fe de una ciudad cismática que sólo atiende a su propia necesidad de espacio, de continuidad. Medellín se concentra en continuar con el saldo de sus muertos y los otros, que sólo se reconocen por su habilidad para hacer ruido, cosa que los benditos muertos han olvidado. Ciudad natal del narrador y el autor, Medellín se encuentra rodeada de la peste humana. De ese mismo veneno globalizador se encienden las letras que nos llevan en línea recta por las intrincadas calles de la ciudad, tocando puertas y abriendo iglesias, mientras nos abren también el oído a un lenguaje que se trastoca para servir a esa atmósfera de impasibilidad ante la muerte.

La muerte. Arriba, en las familias de los sicarios; abajo, en la mirada cada transeúnte de Medellín, dentro del corazón de los niños. En esta Colombia de tratados y de políticos que se desvanecen entre historias de media tarde, un sicario, un asesino a sueldo, es un niño de doce o catorce años con una pistola, con sueños de ropa de diseñador y quién sabe cuántos muertos antes de caer al asfalto.

Con una afilada puntería, que da justo en medio de los ojos, como la aparición de Alexis entre las hojas, el ángel del silencio. Aquí no hay preguntas, hay un vacío que se extiende al fondo de los personajes, a cual más complejo, tramando una historia que de cualquier forma es pan del mundo: el vacío sólo se acaba con la muerte. Y detrás de la muerte, nada. No hay dios que azote las palabras de esta narración en que el amor es perdición, como la vida o el ruido o el soslayo; y si lo hay, es el gran asesino jugando con los hombres.

Este es un canto de amor, no cabe duda, donde las iglesias se vacían de fieles mientras una nueva raza se hace fuerte y se aniquila a sí misma casi en el mismo instante. El misticismo de la destrucción, en vez de nublar los ojos, hace claro el testimonio de un mundo que no puede esperar a que llegue su fin.

"Es la imposibilidad de llorar la que conserva en nosotros el gusto por las cosas y las hace existir todavía: impide que agotemos su sabor y nos apartemos de ellas", nos dice Cioran, casi hablando de estos ángeles que van limpiando las calles, aun de ellos mismos. Los asesinos piden a la virgen que no falle su puntería, que no haya dolor en la muerte, y llevan tres escapularios en el cuerpo. Uno al cuello, uno en la muñeca, uno en el tobillo. Quizá un recuento de las batallas perdidas, quizá el misterio de su permanencia en la Tierra. Y todo aquello que pudiera molestar al narrador desaparece delante de sus ojos, y Medellín vuelve a ser ella al ritmo de una balacera.

En esta reedición de La Virgen de los sicarios vuelve la pluma que es amenazante no por el tono sino por la falta de ceguera; Fernando Vallejo abre de nuevo el camino. Como Barbet Schroeder lo hiciera, atento a la lucidez de la lluvia en que se desbaratan los sucesos de la novela, llevándola al cine con guión del propio autor. Esta es una historia de contraposición en que la constante alegoría de la religión espejea con una concepción delirante y terrible para llevarnos a una voz que canta, sin necesidad de alteraciones estilísticas, una crueldad reveladora ante la miseria.

Y así, al encontrar la mañana después de la muerte de cada noche, la irrealizable necesidad de llenarlo llena de terror, a Medellín, a Colombia, a la realidad que nos persigue en un mundo que no termina de acabarse, y cuando el relato se cubre y se aleja, nos deja con la sensación de carencia, como si hubiera algo que no atinamos a hacer •


C U E N T O

Lejos del sacrificio

Amalia Rivera


Beatriz Meyer,
Este lado del silencio,
Universidad Autónoma de Puebla,
México, 2001.
"Al fin tienes en tus manos un escrito del que no podrás evadirte. Ahora tienes la obligación de leerlo todo y hasta el final", porque Beatriz Meyer, al igual que los personajes de su libro Este lado del silencio, no pide permiso para entrar en la vida del lector, simplemente pasa y comienza a contar, a veces a ritmo de thriller, a veces sosegadamente, pero siempre logra la meta final del buen cuento: la sorpresa.

Se trata de quince cuentos en los que destacan la originalidad de las historias y sobre todo los personajes femeninos que irrumpen en la literatura arrebatando trapos y plumeros con los que no pocas escritoras dotaron a sus personajes para hacer lo que la crítica denominó la apología de trapeador. Las mujeres de Meyer toman esas mismas escobas, pero para empuñarlas como armas, lo mismo de boca oscura que blancas, y siempre "para despejar cualquier duda que quedara sobre la capacidad de una mujer para sacar adelante el nombre de la familia" ("El nombre de la familia").

Sus mujeres están muy lejos de asumirse víctimas, han aprendido de sus errores y ni por asomo están dispuestas a cometerlos de nuevo; responden a instintos de sobrevivencia: no piensan las cosas largamente: "lo pensé dos mañanas. A la tercera, al intentar sacar un poco de champú de la botella y recibir las últimas tres gotas, me decidí" ("Corazón de mujer asesina"); sólo saber obedecer a sus antojos lo mismo de carne cruda que de un pirata, "ay Lorenzo, Lorenzillo de mi buen alivio"; son mujeres de "buen ver y de mejor tocar", con corazones asesinos, mentes calculadoras que han aprendido a odiar y con la capacidad para entrar por la puerta grande del crimen perfecto como manifestación de venganza absoluta. Lejos están del sacrificio, brincan de lecho en lecho, que comparten lo mismo con hombres que con sus iguales, y abandonan al varón que no las satisface; aquí hasta las musas dejan sin miramientos a un escritor de tercera. Los varones de Meyer quedan en la soledad llorando o escribiendo versos de amor a las sirenas sin lograr sobreponerse al abandono, porque bien lo saben: "es difícil y costoso no tener mujer en casa" ("Este lado del silencio"). Unos y otras sólo responden a sus pasiones movidos por sentimientos de venganza, envidia, celos, en un mundo de sobrevivencia individualista.

La autora, quien ha sido becaria del inba, del Fonca, ha realizado amplio trabajo en la conducción de talleres literarios y es directora de la Sogem de Puebla, sabe introducirse a fondo en la psicología de sus personajes, además de poseer gran dominio del lenguaje y de la estructura narrativa.

Sus cuentos se inscriben en el ámbito del realismo y en el de la literatura fantástica, particularmente en lo "extraño maravilloso" o en "la otredad", según la clasificación de Tzvetan Todorov. Los receptores dudan que los hechos formen parte de la vida real de los protagonistas y esta vacilación se mantiene hasta el final, sin que el lector acierte a encontrar una explicación lógica a lo que sucede, lo que, finalmente, es una rica materia prima para su trabajo literario, como puede verse en: "Un escritor de ensayos", "Lógica de los subterráneos", "Donde salta la liebre" y "Predominio de los espejos".

Otros relatos se instalan en el ámbito de la realidad para recrear acontecimientos que ya forman parte de las leyendas urbanas posmodernas de la Ciudad de México, como puede ser la aparición en los años setenta de un grupo de mujeres asaltantes de banco que, se dice, eran guerrilleras que abordaron un autobús para repartir el botín entre los pasajeros: "para que los cabrones compartan un poco de lo que arrebatan" ("Lo profundo de la sangre"). También hay una recreación de los sismos del ’85 a través de la tragedia de un poeta con mirada verde alquimia ("Antes de tu nombre").

En historias como "Lorenzillo de mi buen alivio" y "Almíbar para las hadas", Meyer hace gala de su dominio del lenguaje y de su versatilidad en la elección de temas. Destaca su predilección por introducirse en historias de escritores ("Este lado del silencio", "Donde salta la liebre", "Un escritor de ensayos"), en las cuales los personajes se convierten en verdugos del propio autor o en criaturas siniestras que arrojan a su creador a la locura, a la muerte o a la incertidumbre.

Quizá el primer cuento que abre el libro, "Malamor", no sea el más idóneo para retener al lector, o tal vez propositivamente Beatriz Meyer prefirió ofrecer lo mejor más adentro, como en un concierto que va creciendo en intensidad, en este libro hecho para saborearse o devorar de un solo bocado •


N O V E L A


La vejez desde las letras

José García-Candás

Raúl Guerra Garrido
El otoño siempre hiere,
Muchnick Editores, 
Barcelona, 2000.
Los escritores y los lectores crónicos tenemos el hábito de verlo todo desde los universos que hemos ido recreando a través de nuestras lecturas. Esta deformación profesional nos reconforta, nos da armas para ver al mundo de una manera siempre renovada y nos permite ubicar al mundo a través de las visiones de nuestros autores favoritos. 

El protagonista de la última novela del madrileño Raúl Guerra Garrido (1935) es un ejemplo de esta costumbre nuestra. Escritor de prestigio entrado en una vejez con la cual no logra reconciliarse, el Raúl homónimo en la ficción de El otoño siempre hiere se ve obligado a regresar a su pueblo natal para presenciar los funerales del patriarca de la familia, confirmando una certeza detestable: la muerte lo está rondando y nada lo salvará de ella.

De estilo directo, muy concreto, y con una agilidad que se opone a la lentitud achacada a la tercera edad, la novela de Guerra Garrido transcurre a través de capítulos dobles que recrean la dualidad temporal en la que se desenvuelve el protagonista: el presente, permeado siempre por los recuerdos idos, y el futuro inexorable; y el pasado soñado, en el que la nostalgia se confunde, convirtiéndose en momentos literarios en los que la ficción y la objetividad forman otra realidad. Si, como dicen, el cine es mejor que la vida, y los recuerdos y los sueños son mejores que el presente, la literatura resulta ser entonces el refugio más seguro y más ambiguo a la vez, pues las palabras modifican y prejuician como no lo hará jamás una lente o un instante ya vivido, pero salvan de la abstracción y del olvido a los pensamientos y a los sentimientos. Oficio de autor sobre la misma muerte a la que teme, que logra vencerla al convocarla.

Raúl, desengañado de la vida y temeroso de cruzar el umbral inevitable, sólo cuenta con la literatura como última salida a sus temores, a la avalancha de recuerdos y presentes que le ofrecen sus parientes redescubiertos, ancianos e inseguros como él: misterioso reino el de la muerte, no obstante lleno de amigos. Para ello se hace acompañar por autores diversos, por sus palabras y sus intenciones, incluso por la aversión que siente por sus obras cuando éstas plantean un recurso que acentúa su dolor, como en el caso de Proust, al que rechaza por recurrir a la autobiografía como género, apelando al ego y a la vanidad para evadir lo inevitable. 

Más modesto en sus fines, pero más digno en la comprensión y alcances de éstos, Raúl enfrenta lo que viene con la ayuda de las letras, de su reflexión del mundo y de un equilibrio sentimental e intelectual. Aun sabiendo que eso no lo librará de la muerte ni del miedo a ésta, se aferra a lo que sabe y lo que imagina, con la convicción de que nada acaba hasta que llega el final y se atenta contra la dignidad de la muerte. Sólo en la existencia y en la decisión hay alivio frente a la fragilidad, hecho ineludible de la condición humana. 

El otoño siempre hiere es una novela brillante porque la reflexión va de la mano con la franqueza y su sencillez no evita la prosa inquieta y aventurada. Pero más que eso, es una obra sincera, escrita por un viejo para otros viejos, sean éstos actuales o potenciales, en la que no hay lamentos ni engaños, sino verdades claras y bien dichas. Si en todos nosotros hay un niño que disfruta las aventuras de Harry Potter o de cualquier otro héroe infantil, también existe entonces en nuestro interior un anciano que tendrá que enfrentar el más inmenso de los misterios cuando llegue el momento. Para ese viejo es esta novela. Después de todo, aún hay gente que antes no se moría, diría alguien intentando no entregarse a la muerte •



FICHERO
LOS LIBROS QUE LLEGAN A NUESTRA REDACCION
antología
•Francisco Zarco y el Distrito Federal, Ignacio Marván Laborde (compilación), Gobierno del Distrito Federal, México, 2001, 156 pp.

artes plásticas
• Ricardo Martínez. La poética de la figura, Miguel Ángel Muñoz, Círculo de Arte, México, 2001, 64 pp.

biografía
• Daniel Cosío Villegas. Una biografía intelectual, Enrique Krauze, Col. Andanzas, Tusuqets Editores, México, 2001, 392 pp.

ensayo
• Discurso de la servidumbre voluntaria, Étienne de la Boétie, Col. Festina lente, Editorial Aldus, México, 2001, 76 pp.
• Desconsideraciones, Juan García Ponce, Col. Las horas situadas, Editorial Aldus, México, 2001, 113 pp.
• El café literario en Ciudad de México en los siglos XIX y XX, Marco Antonio Campos, Col. Las horas situadas, Editorial Aldus, México, 2001, 143 pp.
• Libertades imaginarias, José de la Colina, Col. Las horas situadas, Editorial Aldus, México, 2001, 296 pp.
• Una bebida llamada tequila, José María Muriá, El Colegio de Jalisco, México, 2001, 21 pp.

ensayo (político)
• El cactus y el olivo. Las relaciones de México y España en el siglo XX, Lorenzo Meyer, Col. El ojo infalible, Editorial Océano, México, 2001, 340 pp.
• ¿Socios o adversarios? México-Estados Unidos hoy, Rafael Fernández de Castro y Jorge I. Domínguez, Col. Con una cierta mirada, Editorial Océano, México, 2001, 338 pp.
• Sonora: Elecciones 2000 a debate. Balance y perspectivas, Juan Poom Medina y Olga Armida Grijalva O. (coordinadores), Serie Meridiana. Memorias, El Colegio de Sonora/Consejo Estatal Electoral, México, 2001,216 pp.

historia
• El Brujo de Autlán, Antonio Alatorre, Col. La torre inclinada, Editorial Aldus, México, 2001, 210 pp.

narrativa
• ¡Pantaletas!, Armando Ramírez, Col. El día siguiente, Editorial Océano, México, 2001, 155 pp.

poesía
• La estación perdida, Rigoberto Paredes, Col. Poesía, Migrantes Ediciones, México, 2001, 37 pp.
• La poesía completa, Cesare Pavese, tomo i, traducción y prólogo de Elvia de Angelis, Ediciones Papeles Privados, México, 2001, 321 pp.
• La poesía completa, Cesare Pavese, tomo ii, traducción y prólogo de Elvia de Angelis, Ediciones Papeles Privados, México, 2001, 321 pp.

revista
• Casa del Tiempo, núm. 34, noviembre de 2001, vol. III, época III, textos de Guillermo Landa, Tenzin Tsundue, Luis Ignacio Sáinz, entre otros, UAM, México, 71 pp.
• Gutenberg. Creación y Reflexión, versión 2.1, 2001, textos de Raúl Renán, Eduardo Casar, Norma Barroso, entre otros, Universidad del Valle de México, México, s/f.
• La Tempestad, edición especial de fotografía y reflexión, Editorial Imágenes y Movimiento, SA de CV, México, 72 pp.
• Líneas de Fuego, núm. 7, octubre-diciembre de 2001, nueva época, textos de Abdellatif Laabi, Jabbar Yassin Hussin, André Miquel, entre otros, Casa Refugio Citlaltépetl, México, 94 pp.
• Opcit, núm. 62, diciembre de 2001, año 6, textos de Christopher Domínguez, Eduardo Subirats, Juan Miralles, entre oros, Opcit, México, 32 pp.
• Origina, núm. 106, diciembre de 2001, año 9, textos de Víctor Manuel Banda Monroy, Alejandra Gómez Colorado, Paulo Coelho, entre otros, Gilardi Editores, México, 76 pp.
• Tierra Adentro, núm. 113, diciembre de 2001-enero de 2002, textos de Javier Puchetta, Raúl Antonio Cota, Roberto Arizmendi, entre otros, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 80 pp.
• Tinta Seca, núm. 52, enero-febrero de 2002, textos de Manuel Espínola Gómez, Juan Muñoz, José Hierro, entre otros, Publicación Independiente del Estado de Morelos, México, 32 pp.