La Jornada Semanal,  30 de diciembre del 2001                          núm. 356
 Luis Tovar

2001: el mito y la odisea

 
Tomando como pretexto y a la vez como punto de partida la fecha de mañana –31 de diciembre, último día del siglo XX–, Luis Tovar recupera para nosotros la emblemática película del futuro 2001: Una odisea espacial del gran maestro Stanley Kubrick. La reflexión de Tovar establece con claridad los diferentes tipos de cine de ficción: por un lado, el que abreva en el progeso tecnológico a veces tan desmedidamente ponderado, para producir escenografías comerciales de lo posible –La guerra de las galaxias, El hombre bicentenario– y, por el otro, el que se nutre de lo que puede llamarse la «imaginación de la ciencia», asunto serio que ha ocupado a mentes tan preclaras como las de Gaston Bachelard, en la filosofía, y Ray Bradbury y Arthur C. Clarke en la literatura, para citar sólo unos ejemplos, y que en el cine ha estimulado la creatividad de directores de la talla de Fritz Lang, Ridley Scott y el mismo Kubrick. En la obra de estos artistas, la «ciencia ficción» nos permite asomarnos por igual al pasado humano que tendremos, y al futuro que acaso ya hemos vivido.

La sabiduría popular, que no acostumbra equivocarse, afirma que no hay plazo que no se cumpla. Y mañana, lunes 31 de diciembre, las doce de la noche marcarán el final de este año tan aderezado de mitos y significaciones.

Quienes gustan de pensar cabalísticamente vieron en 2001 la ocasión propicia para que una infinidad de vaticinios fueran cumplidos, desde sutiles influencias astrales hasta el fin del mundo. Esto último, desde luego, tendrá que esperar otra fecha vistosa para que el ejército de predictores o aprendices de Nostradamus se suelte otra vez anunciándonos unas trompetas que siguen haciéndose esperar. Por lo que hace a quienes se entusiasman con las supuestamente influenciantes conjunciones planetarias, alineación de órbitas e ingresos a nuevas eras marcadas por el pedazo de cielo que puede abarcarse de acuerdo con la posición relativa de la Tierra, 2001 también significó mucho en términos de finales y comienzos, aunque la comprobación de las clausuras y las inauguraciones que tanto les dan que pensar estén siempre sujetas a posturas que se enuncian –y se asumen– más como artículos de fe que como formulaciones científicas.

Pitonismo involuntario

El viaje a la Luna, que, como todos sabemos, fue anticipado por Julio Verne con sorprendente precisión, bastaría para comprobar que esa curiosa especie de esoterismo llamado ciencia ficción es el punto más alto, en cuanto a confiabilidad, al que el hombre ha llegado en sus ansias de anticiparse al futuro caminando por vías que poco –o a veces nada– tienen que ver con el pensamiento racional. La guerra de los mundos de H.G. Wells, Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, e Imperio de Isaac Asimov, por mencionar solamente tres insoslayables, son perfectas para ejemplificar de qué modo la ciencia ficción tiene un pie en la realidad real, y otro en la realidad posible, por decirlo de alguna manera. Esa verosimilitud, intrínseca a la narrativa de cualquier género, es todavía más obligada para la ciencia ficción.

A diferencia de la literatura fantástica al estilo de El señor de los anillos, La historia sin fin y Harry Potter, en donde la palabra verosímil no tiene siquiera cabida, las historias futuristas quieren ser una suerte de retrato hablado no del rostro que tiene la realidad actual, sino del que tendrá la realidad que viene, basado en los rasgos que hoy presenta. Hay una linealidad directa entre los hechos y los objetos que pueblan el mundo actual y los que configuran el mundo imaginado por el autor de ciencia ficción. Ese poder de predicción, que bien utilizado produce obras narrativas redondas, perfectamente verosímiles y anticipadoras fidedignas de algo que probablemente atestigüemos, es al mismo tiempo el talón de Aquiles de este género literario, no debido a la posibilidad de que la predicción resulte fallida, sino precisamente porque puede resultar cierta. El tiempo, elemento básico de la ciencia ficción, corre en contra de ésta, y su cuenta siempre es regresiva. ¿Cuánto tiempo faltará, por ejemplo, para que se cumpla la profecía de Bradbury y vivamos en un mundo donde los libros estén prohibidos y la gente se desviva por poseer cuatro pantallas gigantes de televisión que cubran sendas paredes de su sala de estar?, ¿cuánto para que los rostros vociferantes en pantalla sean considerados una auténtica familia? De ningún modo puede considerárseles adalides del futurismo, pero hasta hace muy poco los talibán afganos prohibían no sólo la lectura de todo aquello que fuera en contra de su fundamentalismo, sino cualquier otra manifestación cultural ajena a su cortedad de miras. Y sin ir a un extremo semejante, la televisión ya es, para muchos televidentes, algo así como una familia más cercana que la que duerme con ellos bajo el mismo techo.

El futuro en la pantalla

Debido a su poder de fascinación, a la fuerza intrínseca de las imágenes que ofrece, a la literatura de ciencia ficción no le quedaba más remedio que nutrir al cine. La ya referida De la Tierra a la Luna, de Verne, fue prontamente llevada a la pantalla, y se convirtió en pionera de una larguísima serie de películas que se prolonga hasta nuestros días y no tiene visos de terminar jamás.

Desde los inicios de la cinematografía hemos visto los esbozos de un futuro posible aunque muchas veces indeseable, como en Metrópolis de Fritz Lang,  o bien ejercicios más cercanos a la fantasía, como Aelita, princesa de Marte,  ambas filmadas en tiempos del cine silente. Los intentos de reproducir en celuloide aquello que en el papel luce pleno de atractivo al grado de representar un auténtico desafío para el cineasta, han prohijado infinidad de versiones del porvenir. En términos cinematográficos, los resultados van desde el humor involuntario producto de una fallida solución escenográfica, hasta inquietantes versiones de un mundo que desearíamos diferente pero al que a veces parecemos acercarnos, y que no requirieron grandes presupuestos ni megaproducciones impresionantes, como lo certifica esa película casi de serie B titulada en México Cuando el destino nos alcance, en donde la eutanasia es práctica común, los melones, la carne, el vino, la leche y cualquier otro producto natural son una entelequia y Charlton Heston se horroriza al enterarse de qué están hechas las galletas verdes que alimentan a la población mundial.

El miedo a que la imaginación "envejezca", que debe sentir todo aquel que escribe una historia de ciencia ficción, se duplica si pensamos en el cineasta que se decide a filmar el futuro. Al leer, mucho de la efectividad del relato se sustenta en la posibilidad de que el lector imagine lo que se narra. En el cine esa opción está cancelada, precisamente por las imagenes, componentes básicos de su narratividad. Por citar sólo un ejemplo, veintidós años después, la sobrevalorada Guerra de las galaxias mueve a risa cuando vemos a los malosos miembros del Imperio de Darth Vader lucir una melena y unas patillas setenteras que le cancelan cualquier posibilidad de suponer que así se verán los hombres del futuro intergaláctico, para no hablar de lo indeseable que resulta formularse los años por venir con base en códigos provenientes de la Edad Media, y esperar que el universo se salve de un colapso mercantil gracias a la justiciera acción de una princesa, un aventurero subido en su Halcón Milenario a falta de corcel, y un caballero que, por muy jedi que sea, no deja buen sabor de boca.

Una probada de genio

En 1968, es decir, casi una década antes que la primera parte del sideral cuento de hadas de George Lucas, Stanley Kubrick filmó 2001: Una odisea espacial, película que desde su estreno se convirtió en un parteaguas para el cine de ciencia ficción. Después de Doctor Insólito, título en español de la hilarante Dr. Strangelove or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb (1964), no era sencillo imaginar qué léxico cinematográfico abordaría un director que ya había incursionado en el thriller (Casta de malditos), el erotismo (Lolita), la historia –y las megaproducciones– (Spartacus) y otros géneros.

Si Kubrick siempre resultó imprevisible en cuanto a sus intereses temáticos, nunca lo fue por lo que hace a la calidad de su filmografía. Antes de 2001, cada película suya había demostrado la maestría de su creador y, en consecuencia, hacía que el público y la crítica esperaran un producto incontestable. No debió ser nada fácil trabajar bajo una presión de este tipo, máxime si se considera que años atrás Kubrick había abandonado, por decisión propia, las posibilidades que Hollywood le ofrecía en cuanto a presupuesto, logística, recursos técnicos, etcétera, y se había ido a Inglaterra para no lidiar con la castrante presión de los grandes estudios.

Repitiendo el esquema de escritura simultánea empleado con Nabokov para Lolita, Kubrick elaboró el guión de 2001 al mismo tiempo que Arthur C. Clarke escribía la novela homónima. Con ello no sólo evitaba los legendarios desencuentros con el autor de la historia original, sino que, en este caso, se garantizaba el grado máximo de verosimilitud para lo que deseaba filmar, puesto que Clarke, además de autor de ciencia ficción, tenía una larga carrera como divulgador científico e inclusive llegó a fungir como asesor de la nasa.

La historia

Me parece difícil que alguien no conozca, así sea en sus rasgos esenciales, la historia narrada en 2001, pero baste un apretadísimo resumen para el raro caso de quien no la haya visto o no la recuerde: Cuatro millones de años atrás, en la prehistoria, la rutina de un grupo de prehomínidos –buscar alimento, cuidarse de sus predadores naturales, pelear a gritos con otro grupo como el de ellos– es alterada por la presencia de una especie de monolito aparecido repentinamente. El monolito desaparece pero deja su impronta; gracias a él, parece sugerirse, los humanoides comienzan a servirse de sus extremidades superiores de un modo que no podían siquiera haber imaginado. En una escena que se volvió emblemática no sólo de esta cinta sino de todo el cine, un hueso es arrojado al aire y, por efecto de edición, al caer se convierte ante nuestros ojos en un satélite artificial en órbita alrededor de la Tierra. Unos cuantos segundos le bastaron a Kubrick para dar un salto temporal de cuatro millones de años y colocarnos, diegéticamente, a principios de la década de los noventa del siglo pasado. Hay una estación espacial en funciones, bases en la Luna –las hay norteamericana, soviética y china, por lo menos–, vuelos regulares de la Tierra a nuestro satélite y algo inesperado, a lo que se le dio el nombre de tma-1 (Anomalía Magnética Tycho, por sus siglas en inglés). La correspondiente investigación indica que ese monolito, idéntico al que como espectadores vimos en una llanura africana hace millones de años, es la primera prueba fehaciente de vida inteligente no humana. Una alteración en los sensores de gran cantidad de aparatos instalados en la Tierra y en el espacio dan cuenta de que hay algo notable en las inmediaciones de Saturno, y que de alguna manera se relaciona con tma-1. Un par de años después, David Bowman, Frank Poole y tres tripulantes más –éstos bajo efecto de hibernación inducida–, viajan en la nave Discovery i hacia Júpiter, y son los primeros seres humanos en intentar la hazaña. Desconocen el propósito real de su misión, que sólo debería serles revelado en las inmediaciones del planeta más grande del sistema solar, pero las cosas no salen como se esperaba. Un sexto elemento a bordo, inteligente pero no humano, sí está al tanto de la verdad. Se llama hal 9000, es el computador que gobierna a la Discovery I, es capaz de hablar y –nadie puede saberlo, como afirma Frank Poole– quizá también de pensar por sí mismo. Pero el conflicto que le plantea mentir por omisión a sus colegas de carne y hueso, sumado a una extraña soberbia de saberse perfecto, lo orillan a una conducta demasiado humana: para anular la contradicción que lo agobia, lo mismo que para asegurarse de que la verdadera misión será llevada a cabo plenamente, finge la descompostura de un instrumento vital para la comunicación con Tierra. Atrapado en su trampa, resuelve matar a Poole, a Bowman y al resto de la tripulación, pues ellos serían testigos de la falacia y la falibilidad de quien se supone inmaculado. Sólo Bowman sobrevive y, de acuerdo con las instrucciones recibidas para un caso así –mismas que nadie creyó, mucho menos deseó necesarias–, se ve obligado a desactivar las funciones superiores de hal , dejándolo como mero motor cibernético de la Discovery I. La secuencia de Bowman ingresando al cerebro de hal para poner fuera de función las celdas del ego, la autocognición, etcétera –no casualmente similares al monolito en su forma paralelepípeda–, es quizá el más extrañamente frío y sobrecogedor de los asesinatos jamás filmados. Bowman prosigue, ahora sí con conocimiento de causa, la misión, pero ésta resulta muy diferente a lo que cualquiera habría imaginado; su aproximación a Japeto, una de las lunas de Saturno, lo conduce a eso que Stephen Hawking y otros físicos teóricos llamarían años después agujeros de gusano en el universo. A través de ese pasaje interestelar –llamado en la novela Puerta de las Estrellas–, Bowman realiza el viaje imposible: supera la velocidad de la luz, abandona el Mundo conocido y se interna en un más allá en este o en otro Universo. El mismo monolito de siempre lo acompaña y, al final, vemos cómo Bowman se aproxima a la Tierra, convertido en su propio feto aunque para este momento ya es claro que la forma física que presente es lo de menos, pues ha pasado a ser un ente hecho de energía y no de materia.

Lo que sí y lo que no

El mítico año 2001 concluye mañana, y por supuesto no contamos aún con bases lunares, y hasta la fecha las estaciones espaciales son apenas proyectos medio comenzados en los que no se quiere gastar un dinero que sí se gasta arrojando bombas sobre las cenizas de un país devastado, entre otros lugares. Pero ya existe una nave Discovery –uno de los primeros transbordadores espaciales fue bautizado así en honor a la nave kubrickiana–, aunque sus alcances no le llegan ni con mucho a la original; los videoteléfonos son una realidad que a nadie sorprende; han comenzado a venderse terrenos en Marte... 

Las computadoras, por su parte, siguen avanzando en una ruta que no puede llevarlas sino a ser émulos de hal . Desde los primeros, y ya viejos, experimentos en los que se ponía una computadora a jugar ajedrez contra un ser humano, se inauguró la duda acerca del albedrío necesario para tomar una decisión, por más logarítmica que tuviera que ser (el argumento en contra es por demás inquietante: ¿no será que somos nosotros los que pensamos como las computadoras, pero no somos capaces de ver la similitud?; a fin de cuentas, ellas son creación nuestra y, si de demiurgos se trata, el parecido entre creador y criatura es condición sine qua non).

Filmada hace treinta y dos años, es decir, un lapso equivalente a casi un tercio del tiempo que llevamos haciendo cine, 2001: Una odisea espacial, no ha envejecido un ápice. Notablemente meritoria desde el punto de vista de su producción, que data de los años sesenta, cuando la parafernalia digital sencillamente no existía y a cambio había que hacerlo todo a partir de trucos fotográficos, la estética visual de la cinta sigue pareciéndose al futuro, aunque después nos haya llegado el aluvión de Aliens, más guerras de las galaxias, viajes a las estrellas con Mr. Spock y todo, e incluso ese futuro plausible y raramente hermoso que Ridley Scott plasmó en Blade Runner.

Tal vez la vigencia y la verosimilitud absolutas de 2001 encuentran su fundamento no especialmente en sus cualidades técnicas y formales, que de cualquier modo siguen siendo difíciles de superar, sino en los problemas que se plantea su historia: ¿cómo reaccionaremos cuando –después de todas las predicciones, los esoterismos, la astrología, la ufología, los expedientes secretos, los encuentros cercanos, los Etés, los Aliens, los Replicantes, etcétera– finalmente nos encontremos ante una prueba de lo que Carl Sagan, Jacob Bronowsky y muchos otros han afirmado, que en definitiva, y por simple cuestión estadística, no podemos ser los únicos seres pensantes en el universo? ¿Cuál será nuestra respuesta al enfrentarnos a un ser inteligente no humano pero tampoco extraterrestre, como por ejemplo un computador capaz de libre albedrío? Y más allá –o más acá–: ¿nuestro camino hasta el estado actual de conciencia de nosotros mismos, el acceso al raciocinio y la historia, son producto de una evolución eminentemente darwiniana, o hay que conceder siquiera el beneficio de la duda a quienes, durante siglos y siglos, han querido ver en ruinas y vestigios el rastro de una ayudadita proveniente de otros mundos?

No faltará quien sonría ante esta última pregunta, pensando que ya me contagié de misticismo. En respuesta diría que ni los escépticos –entre los que me cuento– ni los creyentes de cualquier signo, tenemos una sola certeza absoluta a la hora de hurgar en nuestras mentes o en nuestro entorno cuando queremos saber sin lugar a dudas de dónde venimos o a dónde vamos. Y añadiría una frase dicha por Niels Bohr, uno de los físicos teóricos menos sospechosos de fantasías escapistas: "Su teoría es insensata, pero no lo suficiente para ser verdadera."

Por lo pronto, ese universo factible llamado cine, muchas veces tan o más real que la vida misma, ofrece la posibilidad de asomarse al futuro que pudo ser, y que pasado mañana comienza una más de sus cuentas regresivas. Por supuesto, un servidor tiene planeado recibir el 2002  –año en el que mitos y odiseas parecen haberse detenido como para tomar nuevo impulso– volviendo a ver 2001.