La Jornada Semanal,  23 de diciembre del 2001                          núm. 355
Laura Miller

Simone Weil: lo político resultó demasiado personal

En este revelador ensayo, Laura Miller aborda el libro Crónica de Francine du Plessix Gray, la biografía de Simone Weil editada por Penguin en Inglaterra. Su primera aparición fue en The New York Times Book Review el 5 de agosto de 2001, y aquí lo presentamos en la traducción de Alfonso Herrera Salcedo T.

En 1943, cuando murió en un sanatorio inglés, a la edad de treinta y cuatro años, la mística, filósofa y activista francesa, Simone Weil, las autoridades pensaron que se había suicidado; sus amigos no opinaron lo mismo. No obstante, era difícil negar que la vieja afición de Weil por la autohambruna había contribuido, de algún modo, a su muerte prematura. Llegó a declarar que se negaría a consumir todo alimento que excediera las raciones que se asignaban a los soldados franceses y a los ciudadanos que permanecían en su tierra natal. La historia de este sacrificio se convirtió en un elemento primordial del aura que envolvió sus escritos posteriores cuando, por fin, se tradujeron al inglés. Durante los años sesenta, cuando su popularidad entre los intelectuales de Occidente probablemente llegó a la cúspide, se convirtió en el símbolo por excelencia de la lucha a favor de los oprimidos. Aunque era obvio que no estaba en su sano juicio, en 1963, Susan Sontag afirmó que ocurren momentos en los que "la salud mental conduce a una serie de compromisos, evasiones y mentiras", y el espectáculo de una vida "que observamos a distancia, con una mezcla de repulsión, lástima y reverencia", paradójicamente se convierte en "el dispensario de la verdad, el origen de la cordura, fuente de la salud y realización de la vida".

Nuestros tiempos son diferentes. El libro Crónica de Francine du Plessix Gray, o sea Simone Weil, dentro de la colección de breves historias biográficas de Penguin, revela, en repetidas ocasiones, la justificable exasperación que siente la autora sobre el personaje en cuestión, nunca con mayor franqueza que cuando escribe: "A veces quisiera uno sacudirle los hombros a Simone y decirle: ‘¡Ya basta, niña consentida –déjate de presunciones!’" Por momentos, la terquedad de su cruzada hacia la pureza resulta tan irritante que uno llega a simpatizar con un crítico muy severo, el poeta Kenneth Rexroth. Según él, el ensayo de Weil "The Need for Roots", era un "soberano disparate" y lo que necesitaba su autora era una "vulgar pero santificadora frivolidad" de parte de algún párroco que le recomendara engordar y conseguir marido. Gray le concede una mayor valía a la obra de Weil, pero no deja de asociarla con una enfermedad mental, específicamente la anorexia. Todo esto dista mucho del juicio que emitió la vieja amiga de Weil, Simone Pétrement, quien, en la primera biografía de importancia sobre la escritora, publicada en 1973, expresó su convicción de que Weil era una santa.

La mujer que ha inspirado esta sorprendente variedad de opiniones nació en el seno de una familia secular de judíos parisinos, próspera y llena de amor, pero también muy exigente y posesiva. Simone y su hermano mayor André fueron niños prodigio; sus juegos de infancia consistían en memorizar largas escenas de Racine, entablar conversaciones en griego antiguo y resolver problemas de cálculo diferencial. Simone fue la protegida del filósofo Alain y cursó sus estudios en la elitista Ecole Normale; al graduarse, se convirtió en maestra de filosofía. Durante sus subsecuentes episodios como profesora en varias poblaciones de Francia se enfrentó, a menudo, con los administradores escolares debido a su participación en las protestas laborales, a su costumbre de frecuentar abiertamente a los trabajadores y desempleados y a su áspero comportamiento frente a las figuras autoritarias.

Harta de los círculos teóricos de intelectuales de izquierda en los que se movía, en 1935 Weil decidió ir a trabajar en una fábrica durante un año, lo que constituyó una experiencia terrible que, según ella, la cambió profundamente. Aunque permanecía activa en la política, paulatinamente se desilusionó con la perspectiva de la revolución (en realidad nunca fue comunista, y sus preferencias se inclinaban más bien hacia una revolución anarcosindicalista); enfocó entonces todas sus energías al anticolonialismo y en una peculiar forma de pacifismo (no deseaba que Francia interviniera en la Guerra Civil Española, pero ella sí partió a combatir al lado de las fuerzas antifascistas). Durante esos momentos, experimentó diversos episodios reveladores –el primero al observar una procesión religiosa portuguesa, otro en la capilla de Assis y, uno más, durante la lectura del poema "Love" de George Herbert–, que la sumergieron cada vez más en la fe cristiana y que la condujeron a una tormentosa relación con la Iglesia Católica Románica.

Aunque al principio Weil favorecía las tesis pacifistas, pronto se convirtió en una ferviente partidaria de las acciones de guerra de los aliados y buscó una participación activa en la resistencia. Acompañó a sus padres durante su huida de los nazis, primero hacia Marsella y, finalmente, hasta Estados Unidos. Deseosa de regresar a Francia, logró obtener un trabajo con el Movimiento de los Franceses Libres y un pasaje hacia Londres; ahí, sus intentos suicidas de que la enviaran detrás de las líneas enemigas para encabezar un grupo de enfermeras (un proyecto que Gray califica amablemente como "estrafalario") no halló respuesta alguna. Al final, demacrada, exhausta, furiosa y triste a la vez por haber quedado al margen de la acción, sucumbió a la tuberculosis.

Durante todos estos lances escribió para periódicos de izquierda y para ella misma (algunos extractos de sus notas se publicaron en Gravity and Grace con un estilo feroz y de patético refinamiento. Sus juicios podían ser sagaces (fue de los primeros miembros de la intelligentsia de izquierda en denunciar a la Unión Soviética) pero también ingenuos (pensaba que Francia podría vencer a sus enemigos siempre y cuando probara antes su superioridad moral liberando a sus colonias). Aunque se preocupaba apasionadamente por la justicia y la dignidad humana, ninguna persona sensata desearía vivir en una sociedad diseñada por ella en la que, por ejemplo, era válido juzgar y condenar a un escritor por haberse expresado erróneamente en contra de los antiguos griegos (a quienes ella adoraba).

La contraparte de la prosa elevada y, a menudo, epigramática de Weil, fue su propia vida, en la que prevalecía un espíritu de perversidad. Más allá de sus problemas alimenticios (Gray destaca que Weil "se asemeja, hasta el más ínfimo detalle, al arquetipo de la mujer anoréxica promedio, tal como lo describe la literatura contemporánea), padecía de una "receptividad casi patológica respecto a los sufrimientos de los demás" y de una "fuerte inclinación para cultivar los de ella misma". "Todo tipo de contacto sexual la aterraba" y se vestía "con las ropas de cualquier soldado andrajoso o de un monje miserable". Ya débil por la mala nutrición, agobiada por las migrañas (que seguramente se exacerbaban por su dieta) y disminuida por unas manos anormalmente pequeñas y enclenques, naturalmente se le ocurrió que el extenuante trabajo manual sería la única manera de hallar la verdad social y espiritual. Su férrea determinación de trabajar al parejo de los hombres la llevó a una serie de desgracias, al más puro estilo de Buster Keaton, como volcar el tractor de un campesino, obligar a sus compañeros de armas a arrojarse al suelo en España durante una práctica de tiro y, por último, a que la regresaran a casa cuando, al pasear en el campamento, sus problemas visuales la llevaron a meter el pie en una olla de aceite hirviendo.

Durante la segunda guerra mundial, al agudizarse la manía de Weil por el suplicio, insistía en dormir sobre el piso a pesar de que no faltaban camas. En otra ocasión, durante una visita a un amigo granjero, persistió en que se le alojara en un lejano y decrépito tugurio. Tiempo después, su amigo resaltó que Weil era totalmente ajena a las dificultades que le imponía al prójimo en su búsqueda de "realizar esa vocación tan extraordinariamente egoísta de autoaniquilamiento". Existía en su interior el poder masoquista de tramar la cancelación de su propia voluntad (de hecho, varios pasajes de la obra de Weil tienen un parecido sorprendente con partes de La historia de O.

Que ella –una judía francesa con tendencias marxistas durante la segunda guerra mundial– no lograra ser perseguida, resultó ser su mayor fracaso. 

Weil, quien no fue educada bajo ninguna religión, desarrolló una violenta antipatía en contra del judaísmo, que atribuía a la injusticia y crueldad del Viejo Testamento y a la exclusividad inherente a la noción del pueblo escogido. Este prejuicio es muy molesto para Gray, quien externa opiniones muy severas acerca de la notoria y muy ambigua carta que le envió Weil al Ministro de Educación del gobierno de Vichy sobre el decreto que le prohibía a los judíos dar clases en las escuelas públicas. Mientras que Pétrement considera esta carta como una destrucción irónica de la idea misma de una raza judía, Gray la ve como un acto aislado de odio hacia ella misma.

Es difícil reprocharle a Gray los enojos ocasionales con el brillante pero enloquecedor personaje objeto de su libro. Finaliza esta apasionante biografía con algunas citas de admiradores (y de algunos detractores) acerca del legado de Weil; como si fuera incapaz, al fin y al cabo, de expresar su propio veredicto. De la canonización al diagnóstico psiquiátrico, la pérdida de reputación puede resultar dolorosa; tal vez aquellos que viven en una situación en la que el ejemplo de Weil pueda afectarles no son los que deben juzgar. Un testimonio más convincente sobre la personalidad de Weil es que nunca existió un distanciamiento entre ella y los trabajadores, cuyas arduas labores quería compartir de manera tan ferviente, a pesar de su ineptitud y de sus extravagantes ideas –"era bienvenida en mi mesa", comentó un pescador que padeció su ayuda. Percibían en ella una seriedad, a pesar de los tintes ridículos de sus actos, y un anhelo en pos de fines nobles. Eran amables con ella; extraía lo mejor de ellos. El novelista Georges Bataille, quien conocía y apreciaba a Weil, nos da quizá su mejor retrato al describirla como "un Don Quijote", pero en el caso de Weil sus enemigos no tenían nada de imaginarios. Sólo las lanzas que ella empuñó lo fueron.

Traducción de Alfonso Herrera Salcedo T.