La Jornada Semanal, 23 de diciembre del 2001                                                    355
Enrique López Aguilar


La "aristocracia" 
de la H

La madre de la h castellana es la f latina, salvo las abuelas griegas y algunas adquisiciones e interpolaciones toleradas de otras lenguas romances, sajonas o germánicas. De haber seguido evolucionando fonéticamente, hubiera derivado en un sonido como el de j, de lo cual da muestras el caso mexicano de la palabra jalar, que en el resto del mundo hispánico se dice halar: la palabra mexicana siguió evolucionando y las otras se quedaron fijas en el momento en que la f latina se quedó en h. Como se sabe, ésta, en castellano, es muda y sólo adquiere otro sonido al ligarse con c para formar el sonido compuesto ch pues, incluso en palabras donde se relaciona con s, ésta sigue sonando s, como en trashumante. Como también se sabe, la h se conserva como una suerte de marca etimológica para entender, en la prehistoria de una palabra, dónde existió la f: es el caso de hormiga, procedente de formica, o de higo, procedente de ficus.

Por su mutismo y otras razones, a García Márquez le parece que la h debería desaparecer del castellano en aras de una ortografía más simplificada, aunque prefiero la postura adoptada por Octavio Paz, quien creía que borrar esas marcas históricas, como la b de la palabra obscuridad, sólo fomentaría la ya alarmante obsesión contemporánea por la desmemoria. Puede aceptarse que en una sociedad, como la mexicana, donde la incultura del lenguaje escrito ofrece índices preocupantes y en donde la pésima o la mala ortografías ya son males endémicos, el alegato de García Márquez tenga un valor de sentido común: si los acentos son difíciles de manejar por los usuarios, ¿qué esperar de grafías que, encima, no representan un valor fonético?, ¿cómo recordar dónde va colocada una h si ésta nunca suena en la asociación fonético-ortográfica de los usuarios? Sin embargo, creo que aceptar una reducción de las grafías castellanas y la eliminación de los acentos sólo prohijaría un irreparable empobrecimiento del español, pues no imagino que la frase anterior tuviera que escribirse: la eliminasion de los asentos solo proijaria un ireparable empobresimiento del español. En Alemania, desde el 1 de agosto de 1998 y con plena vigencia desde 2002, se aplicaron reformas ortográficas arcaizantes, y eso ha creado un caos doméstico respecto a usos vigentes, como la manera en que se tendrán que reeditar los clásicos alemanes para volver a ponerlos en una ortografía que ya habían empleado, y otros pequeños detalles por el estilo, filológicos y editoriales.

Si lo dicho antes corroborara las dificultades que enfrenta el usuario para manejar con soltura la h en sus escritos y, por tanto, que la h pudiera ser eliminada sin miramientos del castellano, el fenómeno mexicano ofrece sorpresas dignas de registro: en unos casos, la relación farina > harina > arina es irremediable pero, en otros, la proliferación de haches innecesarias no sólo supera la sorpresa, sino que ya se ha convertido en uso tan generalizado que no es de creer que tenga veinticinco años de ser ejercido por sus perpetradores ni que se suponga que ésa siempre haya sido su condición de uso. Me refiero a la idea de que la introducción de una h en los nombres propios de persona es algo tan elegante que aristocratiza la manera como el nombre se mira por escrito, sin importar que esa h no se pronuncie como en inglés; por supuesto, se trata de nombres que, en castellano, no emplean esa grafía: es el caso de los ahora generalizadísimos Martha, Bertha, que parecen síntomas mexicanos del horror vacuis: poner algo más en los nombres terminados con sílaba en t más vocal.

Al principio, supuse ingenuamente que se trataba de una influencia derivada de la popularidad de Martha, la opereta de Von Flötow que fue tan divulgada en Europa durante el último cuarto del siglo xix, pero mis pesquisas no me han permitido corroborar que la familiaridad con esa opereta persista en el ánimo del común de los mexicanos como para ponerles Martha a sus hijas. He terminado por convencerme de que se trata de la adopción de usos de la ortografía sajona en los casos en que se encuentra una identidad con el nombre castellano: ¿para qué ponerle Marta (la ortografía ancestral) a una hija, si Martha (la imitación sajona) parece más cosmopolita? No hay otra respuesta que el esnobismo endémico, pues bastaría al curioso cotejar cómo se entiende la ortografía de Marta en España, Guatemala o Argentina: el único país que se atreve masivamente con la h es México.

Marta es nombre hebreo que significa "la señora" y, desde sus primeros registros en castellano, aparece sin h, salvo desde los alrededores de 1975 en el entorno mexicano. ¿A qué obedece esto? A la permeabilización de la sociedad mexicana frente a los usos lingüísticos norteamericanos, a la idea sospechosa de que así se escribe más bonito, a la peregrina sospecha de que a Marta y Berta les falta una h: lo que sigue es que a Enriqueta, Julieta, Loreta, Rita y Margarita comience a ocurrirles lo mismo, o que se les duplique la t, ya que los nombres sajones no incluyen esa h. Este empleo de la h puede parecer un mínimo tropiezo dentro de la compleja realidad mexicana contemporánea, pero manifiesta una gran vulnerabilidad lingüística que, a su vez, es indicio de mayores flaquezas, como la impunidad de los noticieros televisivos al privilegiar los acontecimientos norteamericanos sobre los de México y el mundo, por decir lo menos; así que, para empezar desde el principio y como mínima contribución reivindicatoria, recomencemos a escribir Berta y Marta, sin hache.


Particularidades capitalinas

Los que vivimos aquí sabemos por experiencia que habitar una ciudad tan desmesurada como ésta nos determina muchísimo. A quienes les gusta hacer deporte, por ejemplo, saben que en ciertas épocas, que ya se aproximan, hacer ejercicio al aire libre es exponerse a morir como uno de esos canarios que los mineros llevaban con ellos cuando descendían a las profundidades de una galería inexplorada. Si el canario se moría, es que no había oxígeno y era hora de subir tan rápido como se pudiera a la superficie. Aunque al parque de por mi casa acuden corredores temerarios que desafían a la contaminación y van tosiendo y escupiendo por las veredas, pensando quizá que de algo se tiene que morir uno, y que lo que no mata fortalece. Apuesto que para ellos un maratón a nivel del mar y sin contaminación, es pan comido. El extraño espectáculo de gente que lleva la mitad de la cara cubierta con tapabocas hechos con tela para secar los trastes ya no asombra a nadie, y las mamás les ponen juguetes a los niños en las mochilas para que jueguen dentro del salón a la hora del recreo.

Tampoco nos sorprenden las medidas extremas que toman los dueños de coches que quieren conservar su vehículo: cadenas, bastones, alarmas de todo tipo. Por mi casa hay un coche ridículo "protegido" por una alarma que consiste en una grabación de una voz impostada y amenazante. Dicha alarma se activa cuando alguien pasa cerca. La voz dice: "¡Aléjese! ¡Coche protegido por alarmas X!" Es hilarante oírlo cuando el que pasa junto al coche en cuestión es, por ejemplo, un niño en patineta o una viejita paseando a un perro chihuahueño. Hay un paletero que se ha hecho aficionado a contrapuntear los gritos de la alarma con las campanitas con las que anuncia su presencia a los niños. Y el dueño del coche jamás acude.

Pero no son ésas las características de las que quiero escribir. Ni la contaminación, el tamaño de la ciudad o la inseguridad, sino de otra, menos espectacular pero igualmente única: he descubierto que los chilangos nos vestimos casi igual todo el año. Y no porque el clima sea siempre favorable, aunque generalmente es bueno. Debo decir que tengo amigos a quienes trato hace años y nunca los he visto en bermudas o en short, ni en los veranos más inclementes. ¿Por qué los hombres, a pesar de que haya treinta grados, andan siempre de pantalón largo aunque estén fuera de la oficina? Les he preguntado por qué no usan short, aunque sea los fines de semana, y la mayoría me han contestado tajantemente que no les gustan y que se sentirían incómodos. Uno, incluso, afirmó que "mejor muerto que parecer turista". Me pareció un poco exagerado.

Digo amigos, porque a mis amigas tampoco las he visto vestidas así, y sé que hay poderosas razones para ello. No me quiero imaginar el día que pase cualquier mujer de las que conozco, con un short puesto y haciendo diligencias por las calles del df. Escucharía, me imagino, las obscenidades más delirantes, le darían de nalgadas o pellizcos, le harían propuestas indecorosas, la seguirían… ya sabemos. De hecho, no sé adónde van a parar las minifaldas y los shorts que veo durante el verano en las tiendas de ropa. A las calles del df no, eso es seguro. 

Esos mismos amigos, a los que nunca he visto en short, tampoco los he visto con abrigo o bufanda. ¿Por qué en invierno, aunque haya frío, la mayoría usa sólo chamarra? La misma chamarra dentro de la que se asaron en verano. O el mismo modelo, por lo menos.

No creo que sea por cuestiones económicas porque, por ejemplo, en el estado de Michoacán, los campesinos usan unos suéteres gruesísimos en invierno, de ésos que pican, y andan de lo más ligeros en verano.

Es más, el único signo que delata que el invierno ha llegado al df son los tapabocas mencionados, porque las mujeres, y me incluyo, seguimos usando el mismo suéter del verano. Un saco es la máxima concesión. Por eso, cuando los chilangos salimos de vacaciones a un lugar frío en invierno, son pocas las veces que vamos preparados. Recuerdo una noche infernal en Pátzcuaro, en un hotel que ya desapareció que se llamaba Hotel Pito Pérez, en los portales de la plaza de Tata Vasco. Hacía tanto frío que me puse encima toda la ropa que traía en la maleta, las cobijas de la cama de junto, las toallas. Nada. Entonces desdoblé el periódico, lo extendí sobre el montón de ropa y cautelosamente me deslicé debajo de todo. El periódico crujía y se caía al suelo al menor movimiento, pero ayudó. Estuvo horrible.

Es muy fácil localizar a los chilangos en la playa. Las señoras, generalmente muy púdicas, son capaces –lo he visto– de llevar medias, aunque traigan puestas sandalias y vestidos playeros. Algunos niños se ponen calzones debajo del traje de baño, y siempre pasa algo que hace que el traje se enrolle en los tobillos del usuario y el calzón salga a la luz. Los señores se dejan la camiseta aunque anden en traje de baño y a veces hasta los calcetines. Este atuendo les da un vago aire de futbolista estrafalario, y es, me temo, un poco incómodo. Pero es, y ese es el chiste, cien por ciento chilango.


Noé Morales Muñoz


Copa improvisadores

De la serie de artificios que conforman el método de trabajo de un director de escena, la improvisación ocupa un lugar preponderante, sobre todo como herramienta de aproximación al personaje para los actores. Generalmente, dicha técnica es utilizada dentro del proceso previo a la puesta en escena, pretendiéndose con su uso que la espontaneidad de los actores no se diluya al momento de zambullirse en el universo dramático propuesto por el autor. 

Sin embargo, no son pocos los directores cuyo aprovechamiento de la improvisación no se limita al del mero ejercicio lúdico durante los ensayos. Inspirados tal vez por la espontaneidad de la Commedia dell’arte (en donde puede situarse el origen de la improvisación como generador per se de objetos teatrales), muchos de ellos deciden operar a la inversa: dan sentido estructural a sus montajes a partir de lo hallado en el transcurso de dichas sesiones de trabajo en equipo. Los resultados, aunque irregulares en su concreción, permiten suponer que el futuro de la improvisación como detonante de montajes será bastante luminoso. 

Una prueba de lo anterior es la reactivación de un proyecto largamente archivado, el de la Liga Mexicana de Improvisación, originalmente promovido por Héctor Bonilla, José Escandón y otros teatreros. Ahora lo retoman algunos de los miembros del Grupo Bochinche, agrupación de comediantes que se inscribe dentro de lo más sobresaliente que ha dado nuestro teatro en cuestiones de chunga. Acaso contagiados por la fiebre futbolera que despertaron los avatares del Cruz Azul por tierras sudamericanas, han bautizado su espectáculo Copa Improvisadores, presentado durante los fines de semana del último trimestre del año en el Centro Cultural Helénico.

El formato de dicho torneo se apega al de una competencia deportiva: cuatro equipos de noveles improvisadores se enfrentan en un round robin, después del cual los dos con mayor puntaje acceden a disputar el "Pollo de Oro", el máximo galardón de la competición. La naturaleza de los matches busca la interacción directa con el espectador, quien con su voto decide el otorgamiento de puntos y, en una dinámica que debiera ser más socorrida, puede anular la improvisación de su desagrado mediante el lanzamiento de colchones sobre la humanidad de los participantes. La repartición de justicia recae en el lóbrego (cual debe ser) cuerpo arbitral, facultado para penalizar cualquier lance que contravenga el reglamento preestablecido. 

Dada la naturaleza del evento, que hace que cada función sea irrepetible, se impone sobre una reseña de lo presenciado un análisis del rendimiento de los cuatro equipos, con lo que el columnista, ya instalado en Ignacio Matus, cumple aproximadamente sus fantasías juveniles de periodista deportivo.

a) Tlacuaches. El más sólido de los cuatro contendientes. Contando entre sus filas con algunas de las individualidades más destacadas (Leonardo Ortizgris, Dione Rubio), su mérito principal, debido en gran parte al entrenador Ricardo Esquerra, es el de funcionar como un bloque compacto y de rendimiento uniforme, que logra auxiliar al compañero que traba el desarrollo de un ejercicio. Con la salvedad del discreto desempeño de Ix-Chel Muñoz, el cuadro completado por Claudia Trejo, Omar Medina y Luz Elena Aranda, se perfila como el candidato más viable para obtener el título.

b) Los Hermosos Flamencos. Demasiado apegados al perfil ególatra que pretenden manejar (sus porras y cánticos enfatizan su belleza física y espiritual), este equipo dilapida varias de sus cualidades merced a su evidente indisciplina. A pesar de alinear a quien tal vez sea el único crack verdadero del certamen (Mariana Gajá), el conjunto se pierde debido a la falta de cohesión de sus integrantes (Amanda Farah, Maricarmen Núñez, Esther Chaparro; pero sobre todo afectan la labor total Fabián Garza y Ricardo Zárraga), quienes a pesar de poseer un potencial innegable, se notan desaprovechados. Un símil ilustrativo podría ser el de los equipos de Carlos Reinoso: incisivos pero rebeldes y de frágil concentración. La tarea del director técnico Alejandro Calva se presume complicada.

c) Gorilas Ocultos. El caballo negro de la Copa. Sin demasiada alharaca (y con el dudoso honor de tener la porra menos entusiasta del torneo), Salvador Jiménez, Karla Constantini, Georgina Escobedo, pero sobre todo José Luis Saldaña y Lourdes Meraz, se erigen como el equipo que mejor cumple dos de las máximas esenciales de cualquier improvisación: escuchan al otro y hacen avanzar la acción. La mano del coach Carlos Corona se hace notar en la actuación de sus pupilos.

d) La Polilla Mecánica. No podía faltar el campeón sin corona. Con el destino en su contra desde el origen (su nombre y uniforme están inspirados en los del triunfador honorario por excelencia: la selección holandesa), la mala suerte de los entrenados por Juan Carlos Vives se resume en uno de sus cánticos: "No ganamos, pero les damos juego." Juan Carlos Medellín, Marisa Saavedra, Luis Lesher, Anis Rangel, Grisel Hernández y Circe Rangel requieren, además de los servicios de algún brujo, de un ajuste de tuercas que les impida flaquear en los momentos clave, lo que ayudaría a explotar su indudable capacidad individual.

En resumen, un espectáculo refrescante y original, que si soluciona ciertos excesos en verdad mamucos (los infumables himnos y el excesivo protagonismo de los árbitros) puede constituirse eventualmente como un rico vivero que nutra de actores inteligentes y creativos al medio teatral nacional.

Luis Tovar
Perspectivas del 
cine mexicano (IV)

El derecho que cada quien tiene para matar pulgas a su soberano y personal modo es inalienable. Por eso, si usted fuera un cineasta como el hipotético que se quejaba al final de la última entrega de esta columna, lo menos que escucharía actualmente es: "Allá tú." Pero si se encontrara con un interlocutor menos desentendido, quizá éste le diría que, en lugar de criticar al mesero porque en el plato del comensal de junto hay más frijoles y se ven más ricos que los pocos y desabridos que adornan el suyo, haría mejor en ver si cambia de restaurante.

El problema, desde luego, es que en México casi no hay "restaurantes" en los que le den de comer a un cineasta; en la Fonda del imcine las mesas están todas ocupadas, nadie quiere levantarse de su lugar, hay una cola como las míticas de Cuba, libreta en mano, y en la cocina ya se anunció que la olla no alcanza para todos.

La golondrina cinera

Hace aún demasiado poco tiempo como para que se sepa si es algo que, al estilo de la música del seis veinte, "llegó para quedarse", hizo su aparición Ocesa, y anunció la creación de una compañía productora de cine. Desde el principio sus integrantes declararon que su visión era empresarial y que esperaban un negocio rentable, utilidades, en fin, nada extraño en un país donde campea la pésima costumbre de creer que nada vale la pena el esfuerzo si no produce dinero. Pero Francisco González Compeán y amigos que lo acompañan no engañaron a nadie y no prometieron calidad cinematográfica: sólo dijeron que tratarían de hacer películas que la gente quisiera ir a ver. Los resultados de tanta heterodoxia en el criterio para elegir y apoyar una producción van desde una película interesante y bien hecha, como Amores perros –y perdón, pero le guste a quien le guste, la opera prima de González Iñárritu es de lo mejor que se ha filmado en México en años recientes–, hasta chambonadas facilistas como El segundo aire.

Ciertamente, esa golondrina llamada Altavista Films no hace verano, pero cabe esperar que consiga lo que se propuso desde su arranque, a ver si con ese ejemplo otros inversionistas se dan el lujo momentáneo de la creatividad y la osadía y entienden de una buena vez que el cine mexicano no es una apuesta perdida a priori, y que sí es posible incluso ganar dinero y hasta prestigio con una película hecha en nuestro país. Esta no es una petición de patriotismo ni de actos heroicos; ya se sabe que el dinero no tiene nacionalidad, pero la aventura de contratar cineastas mexicanos ha dado buenos resultados, cuando se ha llevado a cabo tomando en cuenta los elementos que se suponen consustanciales a cualquier inversionista: objetividad, pragmatismo y buen olfato para los negocios.

Esto no exenta a nadie de otro archiconocido aspecto para cualquier business man: el riesgo. Altavista ya sabe qué se siente estar en los dos polos. Al de arriba llegó con Todo el poder y con Amores perros (aunque hay quienes dicen que la inversión no ha sido recuperada; yo no lo creo), y en el de abajo con Sin dejar huella, película que deprimió a mucha gente, comenzando por María Novaro, su directora.

Por supuesto

Me parece arriesgado apuntar cualquier conclusión que se pretenda definitiva en cuanto a las perspectivas del cine mexicano. Empero, es significativo que en estos últimos tiempos comience a manifestarse un fenómeno más bien inusual: aunque de manera todavía incipiente, nuestro cine –quiero decir, nuestros cineastas y nuestros cinéfilos– se están mostrando capaces de producir, los unos, y de confrontarse, los otros, con filmes que, a mi modo de ver, componen una mezcla bastante equilibrada de cine eminentemente comercial y otro que llamaré de contenido, si es que hay que ponerle alguna etiqueta. Estoy refiriéndome a propuestas como la ya mencionada Perfume de violetas y De la calle, cuya concepción y factura pueden estar apuntando a una saludable heterodoxia, donde el rigor narrativo no necesariamente entra en conflicto con el atractivo formal, con la posibilidad de experimentación, ni tampoco con la natural búsqueda de punch temático.

En este sentido pueden suscribirse producciones como la referida Amores perros e Y tu mamá también. Sin ser las únicas, sino sólo los ejemplos más recordados, estas cuatro cintas alcanzan a desmentir aquel axioma lleno de mala voluntad según el cual una película mexicana tenía que ser una comedia para que a la gente le gustara. (Una prueba incontestable de que no tiene sentido generalizar es En el país de no pasa nada, comedia que, al parecer, vio más gente en el ya extinto programa de cine en el Zócalo capitalino que en los multiplex.)

Por supuesto –y permítaseme lamentar mucho que sea posible decir "por supuesto" en este asunto–, la buena recepción que en términos generales han tenido estos cuatro filmes hizo saltar de inmediato a muchos escribidores de cine que, en cuanto les fue posible, arrojaron sus dardos diciendo que claro, si no se trata de una comedia, entonces tenía que ser un dramón tremendista, azotado y mero producto de la visión parcial y paternalista de un cineasta ricachón que incursiona con su camarita en el lumpen nacional y nos trae una versión edulcorada de lo que en realidad es ese mundo. Queda por averiguar, por supuesto, si quienes piensan así son los detentadores exclusivos de una neta que nos rebasa a todos menos a ellos, y si, en esa i-lógica, es obligación ser, por ejemplo, niño de la calle para filmar una película sobre ese tema. 

(Continuará.)


 
Angélica
Abelleyra
 
mujeres insumisas

Rigoberta Menchú: sangre de volcán

Ser mamá, cocinar, afanarse en su costura y dormir son las tareas que prefiere en la vida. Pero siempre le resulta insuficiente el tiempo que les otorga. Cuando no anda de viaje o visita comunidades o da conferencias, se reúne con políticos, discute con magistrados y militares y se instruye para luchar contra la impunidad, investigar asesinatos e impulsar la educación indígena.

Esta mujer de Chimel, trabajadora del campo, empleada doméstica en Guatemala y exiliada por catorce años en México, se siente "exitosa". No duda un ápice en decirlo como tampoco en afirmar que el Premio Nobel de la Paz 1992 sí le ha dado una tarima internacional pero sólo a causa del trabajo frente a la injusticia, la miseria y la discriminación que en lugar de disminuir se acrecientan con los rostros de la hambruna, el silencio contra los pueblos indígenas y la agresión hacia las mujeres.

Rigoberta Menchú Tum (1959) no muestra rasgos de amargura. No lo ha logrado la muerte que rondó su vida desde el asesinato de sus padres, el genocidio en Guatemala, y la persecución política que la llevó a refugiarse en nuestro país en 1980. Sus ojos mayas miran directo, a la vez con determinación y ternura. Su discurso transcurre fluido y sin pausa. Sólo hay reposo y contento cuando aparecen sus hijos en la conversación: Mash (Espíritu del Agua), con sus siete años, y Tzunum (Colibrí), el pequeñito que falleció en 1997 por insuficiencia renal. También su rostro redondo se alegra cuando habla de la marimba: "Es un alma transparente, es mis huesos, es nostalgia y alegría."

Durante los últimos nueve años ha estado en todos los rincones donde hay pueblos indígenas. Ha escuchado demandas y visto lágrimas sobre la impunidad de delitos en Perú, Colombia, El Salvador, México y Guatemala. Tan sólo en su país, con sesenta y cinco por ciento de población indígena, no se ha solucionado el problema de los setenta y cinco mil refugiados que retornaron desde México hacia su tierra, pues entre ellos se mantiene la hambruna y las nulas oportunidades de un desarrollo digno.

Admite con énfasis: "Los refugiados están en el olvido. Sólo se les cambió de campamento. Lo más triste es que para muchos políticos la paz es sólo consigna y no el bienestar de la gente. En Guatemala apostamos por una transición a la democracia, por los desplazados, la justicia, la equidad y el respeto a la diversidad. Pero se rompió la transición y existe el riesgo de volver al pasado con los mismos responsables del genocidio que han vuelto al poder disfrazados de oficiales."

Menchú sabe bien cuando habla de genocidio. No sólo son las cifras y los detalles de los asesinatos sino el sentimiento de pérdida y ultraje que vivió con su familia. En Guatemala no son sólo doscientos mil muertos de los cuales cuarenta y cinco mil están desaparecidos; son también cerca de doscientas exhumaciones, hechas luego de la firma de los Acuerdos de Paz. Exhumaciones de las que un tercio corresponde a osamentas de menores de doce años y uno por ciento a no natos; imágenes que en nuestra mente significan espanto y demuestran que el odio ha llegado muy lejos.

Pero ella no invoca al odio sino a la justicia. "Nuestro sueño es el Tribunal Penal Internacional para luchar contra la impunidad. Queremos que se castigue a los responsables del genocidio, que ellos reconozcan su participación en delitos contra la humanidad, que haya arrepentimiento y una justicia que ayude al resarcimiento." Son los procesos que exige para sus paisanos y para los agraviados en el resto del mundo.

Pese a la tragedia, dice que la gente continúa esperanzada gracias a sus tradiciones orales, su cultura milenaria y su religión maya. Para preservarlas, la Fundación Rigoberta Menchú Tum –creada en enero de 1993 tras la entrega del Nobel– tiene como uno de sus principales objetivos el impulso de la educación indígena. En su tierra chapina, por ejemplo, el organismo ha apoyado el sistema de educación maya desde la primaria hasta el nivel medio, con una metodología y conceptos que hacen pertinente el sistema de enseñanza para los millones de niños y adultos que pueblan los campos centroamericanos.

La Cultura de Paz es prioridad para la instancia que encabeza. Este año 2001 dio inicio a la Década Internacional contra la Violencia y por una Cultura de Paz, pero los atentados en Nueva York y los posteriores ataques contra Afganistán empañaron las buenas intenciones y las armas se han actualizado más que nunca en todo el orbe.

Por eso recalca: "La onu ha fallado, en ella prevalece la presencia de las potencias, los vetos, los mercados y los intereses geopolíticos. Se ha visto en una situación lamentable cuando hay conflictos porque en vez de prevenirlos o frenarlos, permanece como fantasma. Ahora deciden las potencias. La misión diplomática se volvió mezquindad."

Su vida se ha plasmado en dos volúmenes: Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia y La nieta de los mayas. Para ella son un medio de reflexión sobre la realidad indígena. Pero estos "libros de guerra" necesitan un equilibrio. El balance que Rigoberta busca en cada acto que realiza. Y por eso se ha dado a la tarea de escribir más allá de la tragedia. La niña de Chimel es una reunión de cuentos que le relataba su abuelo y hoy constituyen una publicación que se distribuirá en México en febrero próximo. Luego vendrá otra antología de leyendas sobre la cosmovisión maya.

"He tomado en serio el dicho que sólo se vive una vez y no dejaré perder ningún minuto de mi vida", dice con los ojos esta quiché enfundada en telas que centellean.


Germaine Gómez Haro


Arte contemporáneo internacional en el MAM

El Museo de Arte Moderno presenta una exposición colectiva de arte contemporáneo internacional, integrada por cuarenta y siete obras de treinta artistas poco conocidos en nuestro país, aunque de renombre en otras latitudes. Su presencia resulta, pues, significativa, como detonador de aires nuevos dentro de nuestro panorama de las artes visuales. Fotografía, pintura, video y arte objeto muestran una pluralidad de lenguajes y técnicas que revelan algunas de las cavilaciones esenciales de los artistas de la actualidad. El guión curatorial de esta exhibición concatena conceptos y tribulaciones en torno a ciertos tópicos que convergen entre los disímbolos creadores aquí reunidos: los dilemas de la globalización, la pérdida de la identidad, la discriminación racial y los nacionalismos exacerbados, la alienación de los medios de comunicación, la deshumanización y la incertidumbre frente a los avances tecnológicos y científicos, así como su consecuente repercusión ética y moral. Un hilo conductor entre algunas de las obras es la reflexión en torno al cuerpo, a través de un discurso dialéctico entre lo humano y lo artificial, lo masculino y lo femenino, lo biológico y lo mecánico.

Vanessa Beecroft (Italia, 1969) elabora unas inquietantes fotografías de unas rubias guapísimas, tipo Barbies, que, empero, parecen desprovistas de alma y de luz interior, y se nos presentan como iconos vacuos de una sociedad demasiado preocupada por el bienestar material, la belleza exterior y los placeres fatuos. Estas imágenes van acompañadas del video de un performance realizado a partir del mismo tema en el Museo Guggenheim de Nueva York. También inserto en un profundo diálogo de la corporeidad desde el deseo, el erotismo y la violencia, el inglés Chris Cunningham (1970) muestra tres videos de factura impecable cuyo contenido resulta altamente provocador. El titulado Flex 2000 participó como pieza estelar en la pasada Bienal de Venecia, a la vez que desató un escándalo en la Real Academia de Londres. Se trata de la representación de una confrontación sadomasoquista entre una pareja inmersa en un acto de violencia sexual desenfrenada. Cunningham consigue una extraordinaria belleza plástica en sus escenas devastadoras y el espectador se enfrenta a una serie de experiencias multisensoriales a lo largo de los breves pero intensos minutos que dura la proyección.

En el tenor de la violencia que implica la intervención y alteración física del cuerpo, las fotografías de Matthew Barney (eu, 1967) y Orlan (Francia, 1947) erizan la piel. Sus imágenes se generan a partir de una clara intención sarcástica, lo que las dota de un cuestionamiento crítico del ser y su apariencia. Los personajes deformes de Barney son un comentario ácido acerca de la "monstruosidad" de la condición humana, mientras que Orlan ironiza con su propia efigie y se interna en una investigación antropológica en el afán de buscar la identidad perdida.

Un punto común en la mayoría de estos artistas es el recurso a la ironía y el humor negro para cuestionar el poder ejercido por el Estado, la manipulación de los mass media, la violencia y la implacable deshumanización en las grandes ciudades y, por ende, la soledad del individuo en una sociedad cada vez más masificada. Gregory Crewdson (eu, 1962) presenta dos imágenes fotográficas que atrapan por su mezcla de candor y crudeza: en un hermoso jardín campirano rebosante de flores se descubre el brazo descompuesto de un cadáver, finamente entrelazado en una rama de espinas. Esta imagen –Hand in vines, 1995– recuerda las inquietantes "naturalezas muertas" del célebre fotógrafo Andrés Serrano. Dog house murder (1997) cuestiona el papel de los cuerpos policiacos en el escenario de un crimen perpetrado en la casa del perro de una familia clasemediera.

En el plano de la denuncia a la marginación femenina en la sociedad musulmana se encuentran las prístinas imágenes fotográficas de Shirin Neshat (Irán, 1957), mientras que el coreano Do-Ho Suh (1962) elabora un abrigo tradicional oriental (Metal jacket, 1992) cubierto con tres mil placas de identificación de los soldados del ejército estadunidense, para referirse a los inciertos vínculos entre la identidad y la alteridad.

Entre los diferentes lenguajes artísticos presentes en esta muestra, la fuerza expresiva de las fotografías y los videos opaca las obras pictóricas y las escasas piezas de arte objeto. Cabe señalar que la instalación de luces creada por Leo Villareal (eu, 1967) exprofeso para el domo del Museo pasa prácticamente inadvertida. Sería conveniente colocar una ficha más llamativa para atrapar la atención del público que no está enterado de su existencia.

Es deseable que muestras de esta naturaleza se presenten más seguido en los diferentes museos del país. El eclecticismo propio del arte contemporáneo obliga a las instituciones a ampliar sus criterios curatoriales para integrar discursos heterogéneos y plurales que reflejen la condición del arte internacional marcado por el multiculturalismo. Esta exposición se antoja como una encrucijada que permite al espectador internarse por distintos caminos que lo conducen a la experimentación de sensaciones contradictorias que van de la fascinación a la repulsión, a la vez que se propicia la interpretación de fenómenos culturales que plantean algunos de los cuestionamientos éticos y filosóficos de nuestros días.