Ojarasca 56  diciembre de 2001

umbral

La globalización que cuenta, la que cambiará al mundo, no será la de los banqueros nada más; viene de abajo. Los que sumaban cero suman ya millones. Y hablan.

¿Con que la cosa se puso global? Qué ¿antes no lo era, cuando las metrópolis se veían provincianas repartiéndose el planeta, y los mundos dispersos, invisibles entre sí, sumaban cero?

Los apuntadores del capitalismo, que suman legiones haciéndoles la caravana a los amos, que está clarito quiénes son, no hallan razones para explicar de manera ética e inteligente que tienen la razón, pero los hechos (financieros y de fuerza) se las dan a ojos vistas. No pierden oportunidad los analistas de derecha y los conversos, para proclamar que el internacionalismo social es una rémora del comunismo fallido del siglo XX, y que la libertad de mercado es la cima de la pluralidad.

"La globalización soy yo", rugieron los Organismos Internacionales, los Gobiernos, Banqueros y Policías del Mundo Libre, señalando a su red de negocios. Y el que diga que no, que hay otro modo, retrógrada, aislacionista, criminal, anatema sea.

Este clima explica que alguien tan huero de imaginación como el expresidente Zedillo tuviera éxito con uno de sus peores chistes. A los opositores a la dictadura del mercado los llamó "globalifóbicos", horrendo neologismo que (ventajas de ser presidente de una República y luego asesor de las Grandes Firmas) se popularizó incluso entre aquellos a quienes vituperaba el término.

No sólo por motivos de buen gusto verbal el vocablo es deleznable, sino sobre todo porque es falso. Traduce el pensamiento de los amos (y sus capataces de rancho), según el cual la fobia a ellos es un atentado contra el mundo, la libertad, la civilización, el humanismo, etcétera. Los amos hablan con las mejores palabras para difundir las peores mentiras. Los amos destruyen las palabras.

Los manifestantes "antiglobales" no son todo el mundo, en efecto. Tampoco lo son los mayas insurrectos de Chiapas, ni Leonard Peltier y Mumia Abu Jamal, dos espíritus libres como ninguno --languideciendo en los gulag más criminales del mundo libre?, ni las mujeres iraníes y afganas que dijeron ya basta. Ni tantos otros: la Tierra sigue siendo generosa en viva humanidad.

Precisamente por no ser todo el mundo, por su particularidad y por estar hablando con la verdad, se han convertido en símbolos del mundo, y sus lenguajes se han vuelto habitables para millones de personas que tienen menos que ver entre sí (por idioma, origen étnico, preferencia sexual, posición política o religión) que un solo McDonald's universal (esa repetición de una "idea", ad nauseam en la escala de Goebbels: de tanto repetir una mentira, se vuelve verdad).

Los "no-globales" van hallando vínculos de solidaridad, de unidad, de conversación, por debajo de las inundaciones mediáticas y las botas de las guerras de baja o alta intensidad.

Y si algo tienen en común los kurdos, los indígenas americanos, los jóvenes de Seattle y Génova, es que ellos no son ni quieren ser iguales, pero quieren existir juntos.

Harán pucheros los remedadores del demodé fin-de-la-historia. La diversidad, las diferencias, el don de las lenguas, son lo que hace global y único al mundo humano. Igualdad no es uniformidad (que por lo demás es falsa en el propio esquema capitalista, pues los "uniformes" del mercado libre se sostienen sobre la base de la desigualdad). Se trata de que las minorías, la única mayoría que existe, sigan en la miseria, fuera del juego. Y al que no le guste, que desaparezca.

La globalización de los pueblos enfrenta los obstáculos formidables del poder de los centavos y el poder de los fierros. Pero la suya será la única posibilidad de una globalidad con "rostro humano", algo que parece posponerse cada día. Sus colores no dejan de relumbrar, de arrimarse para cantar o resistir, cruzar mensajes y juntar las manos. Señales de que caminan. Al menos caminan, que es casi todo lo que se necesita.


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