Jornada Semanal, 16 de diciembre del 2001                                     núm. 354
Ana García Bergua


Meditaciones sobre el pelo

Una de las muestras de regocijo de los pocos afganos que quedaban ya en los territorios liberados de los talibanes –a ver quién los libera ahora de la Alianza del Norte, sobre todo a las mujeres– fue la de irse a rasurar a las barberías. Bueno, por lo menos eso apareció en la televisión. Yo me quedé pensando en lo delicado que es el equilibrio que cada cultura establece entre las partes que permite o impide rasurar a sus integrantes, ya sea por voluble moda o dura religión. Tan delicado incluso, que durante siglos en Inglaterra los barberos ejercieron el oficio de cirujanos. Pareciera constituir una distinción de lo más estudiada entre aquello que al despojarse de pelo se aleja de los animales y se civiliza, y aquello que permanece peludo, para gloria del sensual instinto o por la reminiscencia capilar de alguna cosa más sagrada; de hecho, los dioses que yo he visto llevan pelo, barbas y bigotes (eso sí, tomen en cuenta que no he visto muchos y a ninguno en persona, o más bien en dios).

Hace poco, una amiga que acaba de estar en Israel nos contaba que las mujeres judías muy religiosas tienen la costumbre de ocultar su propio cabello con pelucas, algunas de ellas igual de sensuales que el cabello real. Independientemente de los simbolismos y las razones profundas que aquella costumbre debe tener –vean la manera elegante de no meterse en líos–, me pareció de lo más paradójica, por decir lo menos, como fabricarse unas chichis de mentiras y ponérselas encima de las verdaderas, algo así, y me recordó, de un modo bastante irreverente, a aquel personaje que aparece en la serie Seinfeld que lleva la cabeza rapada por estar a la moda y se deprime horrores cuando se da cuenta de que se está quedando calvo de verdad.

Ambos ejemplos, estoy segura, le gustarían a Chesterton. 

El pelo es un capital valioso y un asunto de lo más delicado, nada más pregúntenle a Sansón. O si no, fíjense en la frase de "me tomó el pelo", y cómo los luchadores y los indios de las películas arrancan las cabelleras de manera figurada o dolorosamente real. Y bueno, están los cuentos de Poe y de Barbey d’Aurevilly, y sobre todo el de "La cabellera" de Maupassant, en el cual un hombre encuentra una cabellera rubia en una cómoda antigua, que resulta ser la mismísima muerte o el mismo diablo. En sus Cuentos tropigóticos José Ricardo Chaves recrea la historia, ahora con una sinuosa cabellera roja que se vuelve parte de un fetichista. En la vida real y diaria, el pelo también puede ser malvado: un buen día les grita a todos nuestra edad, que por lo visto lo escandaliza y lo pone lívido, y acaba con nuestra libertad, sometiéndonos al juego inacabable de los tintes y los simulacros, al conteo triste de ganancias y pérdidas en la regadera, al rasurado meticuloso de algunas partes. Bien sagrado y bien profano que es, el pelo. Y retornando al misterio de la distribución de lo sagrado y lo profano, lo animal y lo civilizado en el cabello, no hay caso más triste que el de los pobres french poodles, rasurados a trechos, convertidos sus ricitos en pompones decorativos. Eso sí que es un animal civilizado, han de pensar algunos cuando los ven en los parques: casi casi es de peluche. 

Pero en todo este asunto capilar, a mí los que más me conmueven son los señores que usan bisoñé, porque en caso de temblor, marometa obligada o catástrofe pluvial quedan expuestos al peor de los ridículos, que es ver cómo se levanta airado el adminículo, como un pedacito vivo y rebelde de pasto de nuestro jardín. Eso sí que exige mucha valentía, y no andar armado, ni firmar manifiestos. Vean, si no, cuán pocos lo usan en realidad, y prefieren incluso pasear la calva con la resignación del caso, o de plano raparse, como el personaje de Seinfeld y todos los calvos socarrones que pululan por ahí.

Después de todo, dicen, la ocasión la pintan calva.
 
 

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Naief Yehya


Una breve introducción a las armas biológicas (III)

Gérmenes industriales
En 1934, el periodista británico Wickham Steed publicó que los alemanes habían experimentado disparando miles de millones de bacterias (micrococcus prodigiosus, un germen inofensivo que tiene un tinte rojo característico que la hace fácil de rastrear) con aerosoles en el metro parisino. El artículo causó conmoción y, aunque nunca se comprobó si tales experimentos tuvieron lugar, los reportes motivaron al gobierno del Reino Unido a lanzar su propio programa de armas bacteriológicas (ab). Lo cierto es que, entre todas sus infamias, la Alemania nazi nunca tuvo un programa de armas biológicas serio, de acuerdo con algunos historiadores, debido a que el propio Hitler se opuso. No obstante, Inglaterra se valió de esa supuesta amenaza para convertirse en el primer país europeo en experimentar a gran escala con ab, para lo que el ministerio de la defensa designó la isla de Gruinard como área prohibida, pagaron quinientas libras a sus propietarios y establecieron una modesta base en 1942. El 15 de julio de ese año tuvo lugar el primer experimento exitoso de Occidente con ab. Quince borregos encerrados en cajas fueron expuestos a la explosión de una bomba que contenía esporas de ántrax; tres días después sólo sobrevivían dos. En esa isla, científicos británicos desarrollaron y probaron varios patógenos y estudiaron diferentes tipos de bombas y la manera de evitar que el agente se destruyera en la explosión. En ese tiempo, los agentes biológicos se cultivaban en pequeñas muestras en vasos de Petri (como lo hacían los canadienses en su propia isla biotóxica: Grosse); en Gruinard comenzaron a cultivar gérmenes en latones de leche. Poco después serían los estadunidenses quienes producirían agentes por toneladas en un aeropuerto militar abandonado en Maryland: el ahora tristemente célebre Detrick Field. Poco después, la División de Proyectos Especiales del Ejército estadunidense decidió convertir una fábrica de municiones convencionales en Vigo, Indiana, para manufacturar bombas con ántrax. Estas instalaciones fueron adaptadas para producir 240 mil galones de ántrax. Ed Regis señala en su libro The Biology of Doom, que esta fue la línea de producción de bacterias más grande de la historia. Las obras en Vigo comenzaron en mayo de 1944; lamentablemente para los bioguerreros, la línea de producción aún no estaba lista en junio de 1945 y la guerra terminó en septiembre, por lo que no tuvieron tiempo de usar sus miles de galones de patógenos. 

Efecto boomerang

En 1946, los directores científicos y de operaciones de Detrick elaboraron el documento "Implicaciones de la guerra biológica", en el cual planteaban que hacer ab era fácil, barato y extremadamente mortal, por lo que cualquier nación enemiga de Estados Unidos podía lanzar ataques devastadores con una inversión muy modesta. Pero elaborar agentes patógenos es todo menos fácil: con una simplicidad extraordinaria un cultivo se puede contaminar y, en vez de bacterias asesinas, uno puede terminar con tanques llenos de bacilos inofensivos; asimismo, es una tarea muy delicada esterilizar y controlar los desechos (desde los cuerpos de los animales usados hasta el mismo aire que sale de la fábrica) para no contaminar los alrededores de la zona. Pero si la línea de producción implica una infinidad de problemas, las pruebas en cámaras especiales o al aire libre pueden dar lugar a desastrosas epidemias boomerang. La evidencia de que no es nada simple usar ab es que ningún ejército las ha utilizado fuera de ataques secretos y limitados, y grupos terroristas extremadamente sofisticados en el terreno tecnológico como el japonés Aum Shinrikyo (quienes en 1995 llevaron a cabo el ataque con gas sarin en el metro de Tokio) trataron inútilmente de usar patógenos para matar a miles o de ser posible a millones. Lo cierto es que alguien puede obtener agentes patógenos producidos por las grandes potencias para usarlos para sus propios fines, como parece ser el caso del ántrax que ha circulado por correo recientemente.

Experimentos afganos 

Entre las evidencias ofrecidas para demostrar que las huestes de Osama bin Laden estaban desarrollando armas bacteriológicas, oficiales del Pentágono declararon que afuera de ciertas cuevas afganas había animales muertos amarrados a postes y se infería que habían sido víctimas de patógenos. Cualquiera que tenga una vaga noción de cómo se conducen hasta las más rudimentarias pruebas de armas bacteriológica, se dará cuenta de que o bien esta información es falsa o es una estupidez. Y de ser cierta, lo mejor que hubiera podido hacer el Tío Sam era dejar que los guerreros de Al Qaeda se dieran vuelo experimentado. Ni siquiera a un terrorista sacado de una película de serie B se le ocurriría probar agentes biológicos en un animal amarrado a la entrada de su cueva, a menos de que tuviera ganas de compartir la suerte de su conejillo de indias.
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LAS ARTES sin MUSA
Nils Petter Molvær, 
coloreando el jazz con chips

Alonso Arreola

Es resultado propio de un mundo global que desaparezcan las fronteras, que se confundan los rasgos culturales otrora exclusivos a uno u otro país, región o pueblo. Es común que aquello que antes nos definía como miembros de una patria, ahora se vea infectado por un sinnúmero de gérmenes cuya misión, irremediablemente, nos transforma. La música no se salva de esta mutación, toda una moda en la que pocos proyectos se yerguen sin evidenciar el pegamento de sus partes, sin que suenen cicatrices y rechinen ensamblajes.

En el mundo del rock muchos han creado puentes entre música diversa. De Peter Gabriel y David Byrne a Café Tacuba pasando por Paul Simon, la unión de ritmos, armonías y melodías provenientes de las antípodas de cada cual ha llegado, por lo general, a buen fin. En el mundo clásico este intercambio se ha establecido universalizando a los compositores de cada nación (en nuestro caso Revueltas, Chávez, Lavista, etcétera). Por su lado, la música folclórica poco a poco se ha enamorado de la vecindad –cercana o lejana, externa o interna– con otros territorios; y el jazz, mil y un veces adaptado en su viaje interminable, ha sido cuna propicia para experimentos múltiples. Uno de ellos, el que tiene que ver con el diálogo entre jazzistas y creadores electrónicos, contadas veces arriba al puerto de nuestros oídos sin develar los secretos del astillero. 

Justo sobre eso gira esta breve conversación con el trompetista noruego Nils Petter Molvær (41), refinado músico de jazz interesado en la electrónica –o viceversa– y cuyo nuevo trabajo para Universal Music, Recoloured, The Remix Album, sonó en concierto en las ciudades de México y Guanajuato so pretexto del más reciente Festival Cervantino.

La escena de jazz electrónico en Noruega. Nils Petter Molvær: Creo que la escena es muy buena. La razón principal es que Noruega es un lugar muy pequeño en el que todos nos conocemos. En esa constelación se han dado muy buenas combinaciones... Hay mucha gente trabajando en esta música, como un fabuloso grupo llamado Supersilent, o como muchos dj’s que también se interesan en estos proyectos entre el jazz y la electrónica, aunque por el momento sólo seamos unos pocos los que viajamos alrededor del mundo. 

La música como un espacio sonoro en el que conviven paisajes y poesía. NPM: Además de la música estoy interesado en otra clase de expresiones artísticas. De hecho he trabajado siempre con un ingeniero de luces para generar un concepto global... Trato de crear atmósferas, un sonido ambiental en el cual se pueda dar, con suerte, la magia. Y es que nosotros no somos músicos de rock and roll que saltan o gritan, simplemente tocamos y, cuando tenemos el equipo de luces adecuado, generamos un ambiente en el escenario que nos gusta por su oscuridad... En cuanto a la poesía, realmente estoy interesado en este tipo de situación: cuando en una sola frase musical puedes meter algo preciso, como en la literatura... Me gusta la poesía minimalista y también la poesía beat que habla y habla y habla... Aunque me inclino más por formas poéticas breves, como los haikus. 

Su nuevo trabajo, Recoloured, con remixes de Bill Laswell, Jan Bang, Joakim Lone, Cinematic Orchestra, Chilluminati, Mind Over Midi, TeeBee, Funkstörung, Herbert, Phono, Deathprod y Pascal Gabriel. NPM: Lo que intento es meter en mi música las cosas que me gustan... y bueno, me he sentido muy inspirado al lado de los músicos que trabajaron conmigo en los remixes de este último álbum. Les he dado a ellos total libertad para que trabajen sobre mi música. Esa es la razón principal para mi trabajo. Aunque yo sé sobre géneros como el drum & bass, no les digo cómo trabajar, ellos hacen lo que saben hacer y yo abro los oídos para aceptar sus diferentes propuestas, que muchas veces agregan o eliminan elementos que les he dado. Incluso a varios de ellos les di tres o cuatro versiones diferentes de una canción para tener varios resultados. Es así que el álbum Recoloured es como un viaje en muchos sentidos. Es la búsqueda de un paisaje musical, pero introspectivo.

Sobre la improvisación en vivo a través de las máquinas. NPM: Mucha gente no sabe que las máquinas son simplemente herramientas de color y sonido, como otro instrumento que al juntarse con los demás da como resultado algo muy orgánico... Yo a veces toco la trompeta más como si fuera un cantante... En cuanto al diseño de sonidos, pues sampleo muchas cosas y combino instrumentos y ruidos para crear un solo sonido o patrón. Grabo pequeñas cosas, las corto y las rehago, las reciclo a través del midi, las comprimo o distorsiono, las manipulo a través de la computadora, que ha resultado una gran herramienta en mi hacer.

Los músicos que lo inspiran. NPM: Bueno, Miles Davis es una gran influencia para mí. Es el monstruo del espacio [ríe]. Pero para mi trabajo es más importante John Hassel, a quien escuché en los ochenta y quien me hizo ver que había otras posibilidades. Él ha trabajado mucho con Brian Eno y ahora está muy interesado en los ragas hindúes. Su trompeta suena muchas veces como una flauta, es grandioso... Un disco muy importante para mí es Possible Music for the Fourth World, de David Hassel y Brian Eno. 

Javier Sicilia
Un atisbo al sentido poético

Una de las dificultades que hace que la poesía no tenga una buena prensa es su aparente oscuridad. Clara en su sentido inmediato, como sucede con cierta poesía clásica, u oscura desde el inicio de su lectura, como sucede con cierta poesía moderna, hay, sin embargo, en una y otra, una luminosa oscuridad que exige del lector un ejercicio no de su razón, sino de su espíritu –un tipo de educación que es quizá la más ajena al mundo de hoy–; en otras palabras, un poner entre paréntesis la racionalidad cartesiana que fundó filosóficamente a la modernidad y con la que la escuela conforma nuestra mente, para dejar paso a la razón que está en la base de lo que el filósofo Jacques Maritain ha llamado acertadamente "el preconciente espiritual".

El poeta Pierre Reverdy definió este sentido con un magnífico verso: "soy tan oscuro como el sentimiento". Y es que el sentido poético de un poema no puede separarse de la forma verbal que la anima desde adentro. Lo que el poema significa a través de toda su textura: ritmos, rimas, imágenes, figuras retóricas, aliteraciones, es la expresión del espíritu oscuramente asida en su oscuridad misma y, al mismo tiempo, una transparencia que resuena en esa misma oscuridad. 

Cuando, por ejemplo –permítanme esta analogía– nos topamos con la belleza y ella nos perturba al grado de arrobarnos, podemos decir que asimos su sentido de una manera oscura porque en realidad no podemos decir racionalmente nada que pueda dar cuenta total de eso que hemos experimentado frente a ella. Aunque esa belleza –pensemos en una mujer o en un hombre– sea evidente en su presencia, lo que ella nos trasmite está más allá de esa evidencia sensible: en su misterio ontológico que se nos ha revelado a través de la forma que nuestros sentidos captan.

Podría decirse, así, que el sentido poético, al igual que el sentido ontológico de una persona, es la melodía interior del poema y de la persona, perceptible al espíritu y no al oído. Por ello, el sentido inteligible por el que el poema expresa ideas –o, para continuar con mi analogía, el sentido evidente de lo que una persona es en la forma de su belleza– es sólo un elemento o componente subordinado al sentido poético.

Raïssa Maritain lo dijo mejor: "El sentido poético se confunde con la poesía misma. Si empleo la expresión sentido poético en lugar de la palabra poesía, es para señalar que la poesía hace ser al poema, como el alma hace ser al cuerpo al ser la forma del cuerpo (en un lenguaje aristotélico) o la idea (en lenguaje espinosista) de ese cuerpo y al darle una significación substancial, un sentido ontológico. Ese sentido poético es completamente otra cosa que el sentido inteligible."

Citemos para ejemplificar este asunto, y en homenaje a José Gorostiza, del que este año festejamos los cien de su nacimiento, el inicio de "Muerte sin fin":

Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo; 
lleno de mí –ahíto– me descubro
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un tumbo inmarcesible,
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene
sino la cara en blanco
hundida a medias, ya, como una risa agónica,
en las tenues holandas de la nube
y en los funestos cánticos del mar
–más resabio de sal o albor de cúmulo
que sólo prisa de acosada espuma.
No obstante –oh paradoja–, constreñida 
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma.
En él se asienta, ahonda y edifica,
cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte niña,
sonriente, que desflora
un más allá de pájaros en desbandada.
Es evidente que en el poema hay un sentido inteligible, pero que al estar subordinado al sentido poético se abre a una claridad oscura cuyas capas de significación son tan inmensas, tan polisémicas como la profundidad ontológica que lo hizo posible. Así, el poema de Gorostiza –y aquí no sólo me refiero al fragmento citado, sino a su totalidad– se transforma en un misil cuyo poder de penetración en el orden del espíritu es inmenso. Su estructura, el cuerpo del poema que leemos, y su sentido inteligible, aún en su dificultad, es el mismo de siempre, pero su concentración interior nunca es la misma, porque ella, permítanme una metáfora, es el fuego interior de la intuición poética, el fuego del espíritu que ensambla todas sus partes; ahí, como señala Maritain, "el sentido lógico ha sido quemado por dentro y desde ese momento es sólo un camino para llegar a ese fuego".

En otras palabras, el poema es sólo un misil destinado a hacernos pasar a través o más allá de las cosas, al interior del sentido ontológico y trascendente que las hace posibles y que el poema revela.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés y liberar a todos los zapatistas presos.
 


Luis Tovar
Perspectivas 
del cine mexicano (III)

Como todos sabemos, en tiempos recientes la iniciativa privada ha hecho algunos esfuerzos ya sea por incursionar o por establecerse de manera definitiva en la producción cinematográfica. Más o menos de unos seis años a la fecha, aunque con demasiado espacio entre uno y otro caso, la orientación de los esfuerzos por reunir el dinero necesario para hacer una película han ido cambiando de sentido. Es decir, la tristemente tradicional costumbre del cineasta de ir por aquí y por allá buscando los bilimbiques para filmar, tratando de convencer a Todo Mundo de que vale la pena jugársela con el proyecto que trae en manos –y el tal Todo Mundo mirando al cineasta con cara de "me quieres ver la cara"–, por momentos parece ir cediendo y dejar el sitio a personas que, además de dinero en el bolsillo, tienen una que otra idea bajo sus cráneos y en una de ésas se les ocurre que el cine también puede ser negocio. Sobran dedos de una mano para contar los casos en que se ha dado, pero actualmente ya puede suceder que una productora busque a un director o a un guionista y le proponga que trabaje para su causa.

No hace mucho, La otra conquista representó un raro caso de hibridez en este sentido. El productor, Álvaro Domingo, no se salvó de echarse el largo recorrido de la Ceca a la Meca para hacerse del dinero necesario, pero corrió con una suerte que muchos otros envidiarían. Aunque para muchos fue su apellido lo que le abrió las puertas de auspiciadores hasta entonces inusuales en el cine, lo cierto es que, después de él, otros cineastas dejaron de considerar una pérdida de tiempo ir a ciertas empresas o con ciertos personajes pudientes para hablar de sus proyectos y esperar, con una sensata dosis de optimismo, el apoyo que sabían imposible de conseguir en los ámbitos acostumbrados.

La suerte que posteriormente corrió la película en su cotejo con el público es, en parte, harina de otro costal; sólo en parte por una causa importante: su distribución corrió a cargo, como le sucedió a Sexo, pudor y lágrimas, de Fox México, una de las compañías distribuidoras más pudientes, donde esta última palabra se tradujo en una campaña de lanzamiento que a La otra conquista le ayudó, muy considerablemente, a sostenerse en cartelera mucho más tiempo del que la hubiera mantenido un estreno estilo imcine o, para no ir más lejos, las magras cualidades intrínsecas de la película en sí.

Otro híbrido en lo que se refiere a la génesis de un proyecto que sí pudo desembocar en la pantalla es Crónica de un desayuno, dirigida por Benjamín Cann y con la que Bruno Bichir se estrenó en la faceta de productor. Todo empezó por las ganas que él, María Rojo y algunos más "de los de siempre", tenían de hacer un filme a partir de la obra homónima de González Dávila. Tocaron puertas, quisieron entusiasmar y obtener apoyos económicos, pero Todo Mundo les decía que con ese proyecto no iban a lograr nada, que era muy arriesgado, que la gente no iba a responder, que... Como quiera que fuese, y con el apoyo, por ejemplo, de colegas actores que no se preocuparon por cuánto iban a cobrar, pudieron entrar a rodaje. Después, quizá positivamente influido por el ejemplo de la competencia, un ejecutivo de Columbia –otra distribuidora de ésas que no mucho tiempo atrás parecían pensar que el idioma español estaba prohibido salvo para usarlo en el doblaje– propuso un esquema de distribución. Como resultado, Crónica de un desayuno fue exhibida con dignidad, el público la disfrutó o la detestó y, aunque usted no lo crea, ni Bruno ni nadie más de quienes pusieron de su peculio se quedó con una mano adelante y otra atrás, como solía suceder con un proyecto de características similares.

Se cuece aparte, pero un caso más o menos parecido es La ley de Herodes, de la que se ha escrito y hablado lo suficiente aquí y en todas partes como para extenderse en detalles. Baste un resumen: imcine puso el billete, previa autorización del proyecto; Luis Estrada hizo la película y la llevó a Acapulco al Festival de Cine Francés; se la quisieron censurar, se hizo el escándalo; se exhibió vergonzantemente una semana en dos salas –fuera de foco y toda la cosa–; le dieron a Estrada los derechos, previo pago del dinero gastado; Artecinema, una distribuidora pequeña comparada con las mencionadas, ganó lo que ya entonces era una pelea por los derechos de distribución, y a final de cuentas la película estuvo en cartelera, duró muchísimo en ella, la vio todo aquel que quiso verla, se distribuyó en video...

Así quedó demostrado que hay más de un modo de salir del círculo vicioso en el que todavía siguen dando vueltas demasiados cineastas: me cuesta un esfuerzo indecible filmar, nadie apoya mi proyecto porque (a escoger: no soy del grupo de cuates a los que siempre se favorece/mi proyecto no tiene nada que ver con lo que el Instituto considera digno de apoyo/yo no le pido chichi al sistema). Como quiera que sea logro hacer mi película, pero, una vez filmada, si no me tocó en la Muestra Internacional, en la de Guadalajara o en el Foro de la Cineteca, pocos o nadie se enteran de que se va a estrenar y, por consecuencia, van a verla mis amigos y algunos amigos de mis amigos, a los que se suman algunos despistados de ésos que por alguna razón ven películas mexicanas aunque no hayan sido estrenadas como si de un blockbuster se tratara. En menos de un mes, un olvido que no sé si calificar de dulce o de amargo arropa una película que se llevó cuatro, cinco años de mi vida, y que me dejó tan (otra vez a escoger: exhausto/criticado/quebrado/malquistado), que quién sabe cuándo pueda volver a filmar. 

(Continuará.)

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Michelle Solano
Lo mejor del año
In Memoriam Juan José Arreola
Elaborar un recuento de "lo mejor del teatro" suele ofrecer resultados engañosos ya que, por un lado, lo primero que podría cuestionarse es: lo mejor... ¿según quién: el público, los teatreros, la prensa, la crítica, la taquilla? Y en otra vertiente, uno de los elementos a considerar es el hecho de que pocas veces se le explica al lector bajo qué criterios fueron elegidas las obras o sucesos que se hicieron merecedores a tan insigne mención. Pues bien, en las próximas líneas, la cronista realizará un listado de lo que –a su parecer– puede considerarse como "Lo mejor del teatro mexicano del año 2001". Esta selección se basa en los montajes vistos por quien escribe y los que aquí se incluyen tienen como común denominador el que encarnan propuestas que, de algún u otro modo, constituyen lo más sobresaliente (en cuanto a dramaturgia, dirección y actuaciones) del quehacer teatral de nuestro país.

Filoctetes, de John Jesurun, dirigida por Martín Acosta, con Arturo Reyes, Roberto Soto y Marco Pérez. Un texto complejo llevado a escena de modo inteligente, que dio muestra de que los mitos griegos aún son opción para el público mexicano.

El atentado, de Jorge Ibargüengoitia, bajo la dirección de David Olguín, quien logró un reparto equilibrado: Alejandro Calva, Eugenia Leñero, Pedro Rodríguez, Moisés Arizmendi y Silverio Palacios. Un trabajo muy interesante que entre múltiples aciertos tuvo el tino de reinterpretar al Ibargüengoitia dramaturgo.

De monstruos y prodigios, dramaturgia de Jorge Kuri y dirección de Claudio Valdés Kuri. Con Mario Iván Martínez y Hernán del Riego. Una puesta lúdica, que rompió con la solemnidad con que solía abordarse el tema de los castrati y que además estaba muy bien ejecutado.

Villaurrutiana, un cantauto profano, adaptación y dirección de Jaime López a partir de la poesía y la dramaturgia de Xavier Villaurrutia, con las actuaciones de Maru Enríquez, Sergio Zurita y el mismo Jaime López. Se llevó a cabo en el Café de Nadie, espacio no concebido para la representación teatral ex profeso. Una muy afortunada musicalización de los poemas de Villaurrutia, la propuesta escapaba al tratamiento tortuoso y aburrido que suele hacerse de su obra. 

Cenizas a las cenizas, de Harold Pinter, dirigida por Mauricio García Lozano. Carmen Delgado y Arturo Beristáin lograron uno de sus trabajos más sobresalientes en un espléndido montaje. 

Las metamorfosis. Basados en el poema de Ovidio, estos momentos escénicos fueron dirigidos por Silvia Ortega, Edgar Álvarez, Mariana Diosdado y José Caballero. Una de las puestas más arriesgadas y honestas en el panorama del teatro mexicano actual, que no quedó en un mero y loable intento; también propusieron y resolvieron.

La vida no vale nada, de Luis Mario Moncada. Un texto bien armado, bajo la dirección certera de Martín Acosta. Una demostración de cómo y por qué esta mancuerna de creadores es una de las más productivas y fructíferas de nuestro teatro. Maravillosa actuación de Carmen Mastache y un reparto de actores mexicanos y canadienses.

Divino Pastor Góngora. Monólogo de Jaime Chabaud, dirigido por Miguel Ángel Rivera y con Carlos Cobos. No era ningún secreto que Chabaud es uno de los dramaturgos más notables de su generación, y este texto lo confirmó. Otro gran acierto: el trabajo espléndido, luminoso, de Cobos.

No te preocupes, Ojos Azules. Sergio Zurita ya había dado muestras de su calidad como director y actor, pero con esta obra, además, deja testimonio de una pluma lúcida, aguda, capaz de una dramaturgia que puede aportar nuevos materiales al teatro. Excelente desempeño histriónico de Juan Carlos Colombo y Roberto Soto.

Galería de moribundos. A partir de textos de Samuel Beckett, este montaje dirigido por Jorge A, Vargas, con Roberto Sosa, Alicia Laguna y Ricardo Leal, es una muy válida reconstrucción de los personajes becketianos, en manos de un grupo talentoso y preciso.

La noche que raptaron a Epifania, del desaparecido Gerardo Mancebo del Castillo Trejo, quizá uno de los dramaturgos más sólidos de su generación. Este montaje es testimonio de que ya era dueño de un estilo y un lenguaje propios. Dirigida por Ana Francis Mor, con Carmen Mastache, Mónica Huarte, Rita Guerrero y Haydeé Boetto.

Devastados, de Sarah Kane, dirigida de modo certero por Ignacio Ortíz, con Ana Graham, Arturo Ríos y Ari Brickman; un texto crudo, áspero, bien resuelto, con excelentes actuaciones.

Visitatio. Este montaje de Daniele Finzi Pasca, coproducción de la compañía Teatro Sunil y Carbono 14, es una clara muestra de que forma y fondo no están reñidos con diversión y espectáculo.

Provenientes del extranjero, son dos las visitas que merecen mención especial: la del Teatro Negro de Praga con su Alicia en el país de las maravillas, y la de la compañía inglesa Spymonkey, quienes presentaron su espectáculo Stiff. Los primeros dejaron claro por qué son los máximos representantes del uso de la cámara negra y los segundos sorprendieron con las improvisaciones cómicas y su suerte de cabaret alternativo.

La aparición de la revista Paso de Gato, dirigida por Jaime Chabaud, es un suceso digno de reconocimiento y regocijo. Al teatro de nuestro país le viene bien contar con una publicación en la que se reflejen las diversas voces de quienes viven por, para y del teatro. Larga vida a este esfuerzo editorial.

En la próxima entrega hablaremos de "lo peor del año", en el entendido de que lo mejor no es siempre lo que más vende y lo que más vende no siempre es lo peor.