Jornada Semanal,  2 de diciembre del 2001                                núm. 352 
Ana García Bergua


La belleza 
insoportable

Las narraciones de Mario Bellatín abarcan a la vida entera: hay en ellas niños, jóvenes, gente madura, ancianos, enfermos terminales y cadáveres; uno tiene la sensación de que las historias de estos personajes siempre tan extraños, inmersos en mundos cerrados, constituyen la materia de un estudio sobre nuestro paso por el mundo, que es tan nebuloso y enrarecido como un sueño, pero también posee una belleza estremecedora. Tiene este narrador un estilo conciso, de frases cortas que se suceden unas a otras como la marcha irrevocable de un tren. Antes de leerlo, creo que no me había preguntado por qué fascinan los bodegones con frutas pasadas, o a dónde llega el deleite de aspirar el perfume rancio de una flor marchita: no porque no lo percibiera, sino porque no encontraba cuál era el resorte que mueve a esa emoción (eso si todavía hay algo que se mueva con resortes; qué expresión más anticuada, Dios mío). Eso me pasó desde que leí Salón de belleza y también Efecto invernadero: ambas tratan de cuerpos que se marchitan en el tránsito a la muerte, y en ellos también habita esa flor rara, la belleza. Otra de sus novelas, Damas chinas, narra la historia de un ginecólogo que mata (o deja morir, y de ese hilo pende toda su conciencia) a su hijo. En ella están presentes, de nuevo, el sexo quirúrgico de la prostitución, los nacimientos, los tumores en las mujeres, los niños, los viejos, el paso del tiempo y las historias extrañas y terribles que involucran a aquellos cuerpos que nunca habita la inocencia porque el hecho de ser cuerpos les da ya la conciencia de su destino. Son novelas terribles las de Mario Bellatín, y lo peor es que mientras uno lee, el narrador no lo deja ir, ni siquiera a respirar a la ventana o a echarse agua. Y queda uno muy afectado, pero convencido de que ha leído a un narrador verdaderamente impresionante.

No conozco El jardín de la señora Murakami, pero sí Una nariz de ficción y Flores, sus libros más recientes. Flores casi acaba de salir, cobijada por Joaquín Mortiz. En ellas, el narrador experimenta con su materia. En Una nariz de ficción, cuenta la vida del poeta japonés Shiki Nagaoka, autor de una obra intraducible. La materia principal del libro es su enorme nariz, que un sirviente le debe cargar cuando come, y los tratamientos que se aplica para reducirla de tamaño. La manera en que Bellatín ordena su material, con fotografías y textos históricos sobre grandes narices logra que el lector dude sinceramente tanto de la existencia como de la inexistencia de Shiki Nagaoka. Es una gran meditación sobre cómo la narrativa puede trastocar la ficción en realidad y viceversa. En el caso de Flores, Bellatín advierte: "Existe una antigua técnica sumeria, que para muchos es el antecedente de las naturalezas muertas, que permite la construcción de complicadas estructuras narrativas basándose sólo en la suma de determinados objetos que juntos conforman un todo. Es de este modo como he tratado de construir este relato, de alguna forma como se encuentra estructurado el poema de Gilgamesh. La intención inicial es que cada capítulo pueda leerse por separado, como si de la contemplación de una flor se tratara." Y sí, Flores es como esos viejos tapices de antaño, cuyas flores se desgastan con el paso del tiempo, y cada una adquiere una condición singular. En ella, el narrador alude al sonado caso de la talidomida en los años cincuenta, la sustancia que se suministraba a las mujeres embarazadas para aliviar las molestias de los primeros meses y que causó graves malformaciones en los recién nacidos. Alrededor de esta trama macabra, Bellatín retorna a esas vidas-muerte que son parte de la vida: un escritor sin una pierna, unos gemelos deformes, una secta hinduísta, un grupo que hace "altares" clandestinos, un gerontófilo. Estos personajes habitan en el mundo interior más real que el nuestro, y también en el mundo abstracto de la experimentación narrativa, heredera de Farabeuf. Se dejan contemplar como flores raras y deformes, de una belleza insoportable. De hecho, cada uno de los libros de Mario Bellatín posee la cualidad de ser parte de una obra viva, que se desarrolla como un ser autónomo, como una flor, como un cuerpo atado a sí mismo. La verdad es que tiemblo de sólo pensar qué estará ahora cultivando en su invernadero, este gran naturalista de la narración.
 
 



Naief Yehya
Una breve introducción  a las armas biológicas (II)

Amenaza real e imaginaria
Meses antes de los ataques del 11 de septiembre, los medios estadunidenses estaban obsesionados con el bioterrorismo. Se repetía constantemente que cualquier terrorista medianamente competente armado con unas cucharaditas de ciertos agentes patógenos podía eliminar a media humanidad. Aparentemente, esta epidemia histérica fue desatada por el libro de 1987, America the Vulnerable, de Neil C. Livingstone, quien afirmaba que fabricar armas biológicas era tan fácil como preparar cerveza y menos peligroso que hacer heroína. A pesar de ser una tremenda exageración –ya que obtener grandes cantidades de un patógeno puro de alta calidad, almacenarlo, estabilizarlo y especialmente lanzarlo, son tareas extremadamente complejas–, esta idea fue adoptada por el ex secretario de defensa William Cohen, quien la popularizó y volvió dogma oficial. De acuerdo con las especulaciones del gobierno de Clinton, un ataque con ántrax en Washington provocaría alrededor de tres millones de muertes. Esto es muy poco probable considerando que en Sverdlovsk, en 1979, hubo una fuga de ántrax de calidad militar que duró varias horas y afectó a la población vecina. De ser acertada la estimación estadunidense, el pueblo hubiera sido arrasado; en cambio, fallecieron sesenta y ocho personas, de acuerdo con fuentes relativamente fidedignas. Desde la segunda guerra mundial se sabe que las armas biológicas pueden funcionar, pero fue hasta los noventa que 
el bioterror se volvió la pesadilla de moda. Así, cuando las esporas del bacilo del ántrax que venían en un sobre mataron a un fotógrafo de un tabloide en Palm Beach, Florida, parecía que finalmente se cumplía la muy anunciada profecía apocalíptica de los medios. 

Terror de cosecha local
"La segunda oleada de terror", como la denominó George W. Bush, fue un aparente diluvio de envoltorios y paquetes enviados por correo y mensajería, a partir del 11de septiembre, que venían cargados con polvos blancos. La mayoría de los polvos eran inofensivos pero algunos sí eran ántrax y hasta el momento cuatro personas han perdido la vida. Este ataque difícilmente podría rastrearse hasta Kabul y, de hecho, todo parece señalar que el ántrax es de producción local y es distribuido por militantes de la extrema derecha, entre los que se cuentan numerosos elementos que han trabajado, por su cuenta y en el gobierno, con armas biológicas. Una evidencia sería que más de doscientos paquetes de FedEx llenos de polvo blanco han llegado a clínicas de planeación familiar y grupos de defensa del aborto en todo el país, los cuales llevan años recibiendo este tipo de regalos. Otra prueba es que el ántrax usado contra del senador demócrata, Tom Daschle ,y el periodista de nbc, Tom Brokaw, era de manufactura militar y de la más alta calidad, lo que significa que las esporas eran muy letales, homogéneas, tenían el tamaño perfecto para penetrar muy profundo en los pulmones, eran extremadamente volátiles y no tenían cargas electrostáticas (de manera que no se "pegan" a ninguna superficie). 

Tratados virtuales
El 4 de septiembre pasado, una semana exactamente antes de los trágicos atentados en contra del World Trade Center y el Pentágono, apareció en la primera plana de The New York Times un artículo en el que se revelaba que Estados Unidos había "estirado los límites" del tratado de 1972 que limita la posesión, desarrollo, producción y uso de armas biológicas (suscrito por 143 naciones), ya que habían fabricado una bomba bacteriológica soviética. La necesidad de mantener en secreto este proyecto supuestamente defensivo, denominado Clear Vision, era la razón por la que el gobierno de George W. Bush se había negado a firmar meses antes una propuesta para dar al tratado de 1972 los mecanismos necesarios para poder verificar que los signatarios cumplan con la ley. La negativa de Bush, junto con su decisión de renunciar al tratado de no proliferación de armas atómicas y de no firmar el acuerdo de Kyoto para limitar los gases de efecto invernadero, creó una atmósfera de aislamiento en Washington que súbitamente se evaporó con los llamados a la unidad internacional que hizo Bush tras los ataques ("quien no está con nosotros, está con los terroristas"). La firma de este tratado no es un antídoto milagroso contra el bioterror, así como tampoco lo son los equipos que verifican el cumplimiento de los acuerdos internacionales, ya que, como se demostró hace poco, los especialistas de las Naciones Unidas que cumplían esas funciones en Irak eran en realidad espías. Pero ante la ausencia de un tratado internacional efectivo veremos a Estados Unidos utilizar el pretexto de las armas biológicas para amenazar, hostigar y en un momento dado bombardear a sus enemigos. Esto fue evidente el 19 de noviembre, cuando Bush acusó a Irán, Irak, Siria, Libia, Sudán y Corea del Norte de desarrollar este tipo de armas.


Marco Antonio Campos


Juan Gelman: los años de la pérdida

Hace unas semanas la editorial Era publicó Valer la pena, el único y quizá el mejor libro de poemas de Juan Gelman.

Es un libro en cuyos versos conviven el dolor de los años difíciles y la ternura por la esposa y la nieta, las admiraciones literarias y los momentos vividos en ciudades por donde se pasó o moró, el rencor duro y amargo contra aquellos que destruyeron su familia y su país y la mano franca que abre la casa de la amistad.

A diferencia de curiosos vanguardistas de nuestro subcontinente latinoamericano, de poetas concretos (sus aurífices buscan ahora con denuedo la concretud) y de espesos neobarrocos (que ahora buscan quién sabe qué), en Gelman, como en César Vallejo, Paul Celan o Gonzalo Rojas, las rupturas verbales y sintácticas no salen por juegos literarios o por frondosidades apabullantes, que buscan nuevos sonidos o versos raros o nueva creación de emociones, sino porque así lo exigen en su emoción la experiencia y el corazón de un hombre. Hay vida, no literatura (buena y mala).

Valer la pena es, en una vía y rumbo, un libro de la desposesión y de la pérdida, pero también de lo que pudo ser y de lo que hubiera sido y de lo que no existió y es nuestro y del exacto sitio de ninguna parte. Es el libro de los ningunos, de los nadie, de los nunca, de los nada, de los no. Es el libro del árbol que fue, de las visitas que no llegaron y los parientes prestados, de las mujeres que dieron el amor y de las que no lo dieron ni cedieron, del sueño que no se encontró y del que ni siquiera se soñó.

Es el libro de los signos de admiración por algunos poetas a través de los siglos: por Catulo y su amor volátil, por Ovidio y una grotesca metamorfosis, por Cavalcanti y la mujer que en sus versos trema di chiaritate l’are, por Hölderlin y la locura que puede alcanzar a cualquiera, por Vissotski, que tenía como él mismo "la rabia de país", por Auden, que decía que la poesía no hace que algo suceda y apenas si sobrevive, por Cernuda, a quien le agradece su recordación de la nobleza de la hermosura, por Brodski, y el exilio y las imágenes de Buenos Aires.

Es el libro que habla de algunas ciudades donde viajó o residió: Buenos Aires, Lisboa, París, México, Tepoztlán, Colima. Nada más vivo e intenso que su ciudad natal: imágenes y escenas de infancia en la esquina de Serrano y Corrientes o en otras calles, diría él, "que parecen un signo de interrogación sobre mi corazón mudo".

Es el libro de la tragedia de un hombre y de un país. Han pasado ya veinticinco años del inicio del terrible periodo castrense llamado del Proceso (1976-1983), de "la mucha sombra militar", y los fantasmas rondan múltiples como entonces. La memoria se volvió pesada como otra losa sobre la losa fúnebre. Esos años infames que costaron la vida a treinta mil hombres y mujeres y costaron la vida a su hijo Marcelo y a su nuera María Claudia, cuando apenas tenían veinte y diecinueve años, respectivamente. Viviendo desde hace cosa de quince años en Ciudad de México, donde Gelman ha elegido morir, su relación con la Argentina es dolorosa y contradictoria. Por un lado, la Argentina es el país que se extravió, es dolorosa y contradictoria; que no acaba siendo, un país en cuya última dictadura se persiguió con ferocidad despiadada no sólo a los políticos peronistas y a las guerrillas de los montoneros y del ejército revolucionario del pueblo, sino a la misma sociedad, torturando y asesinando a inocentes, a veces sólo irrisoriamente para apropiarse de los escasos bienes que tenían o para arrebatarles a los hijos pequeños o recién nacidos. Ante eso, en un momento crítico, el poeta grita –le reclama– a Dios, quien parece haberse encogido para no ver ni saber del país desecho: "Y vos/ Dios ¿por qué olvidás?"

Es el país de la "gorra militar", de esos militares que en una persecución guillada y delirante crearon espantosos campos de concentración para sus propios conciudadanos, como el Vesubio, así llamado, recuerda Gelman, "por la columna de humo negro que/ subía de compañeros mezclados/ con fuego de neumáticos", o Automotores Orletti, donde fue torturado y sacrificado su hijo, o el peor, la esma, donde ultimaron a la mayor cantidad de hombres y mujeres, y tantos otros centros clandestinos donde se ejercía el temor de Estado (que detalla el estremecedor documento Nunca más), donde cada rama de las fuerzas armadas tenía sus propios prisioneros y donde la muerte se volvió la sobremuerte de "los jóvenes que nunca llegaron". En decenas de sus poemas, desde fines de los años setenta, en algo que no puede explicar "el llanto de la razón" ni la razón del llanto, Gelman habla en los territorios de la muerte con los compañeros caídos y los compañeros caídos le hablan también desde la muerte, acabando por volverse eso una prolongada y desesperada conversación de fantasmas. De esos, de todos esos fantasmas, el más entrañable, el que lo llena de más desasosiego, es el hijo. "Así que has vuelto/ Como si hubiera pasado nada./ Como si el campo de concentración, no./ Como si hace 23 años/que no escucho tu voz ni te veo./ Han vuelto el oso verde, tu/ sobretodo larguísimo y yo/ padre de entonces./ Hemos vuelto a tu hijar incesante/ en estos hierros que nunca terminan./ ¿Ya nunca cesarán?/ Ya nunca cesarás de cesar./ Vuelves y vuelves/ y te tengo que explicar que estás muerto."

Pero por otro lado, la Argentina es el país de los años de infancia, de las mujeres amadas, de los hijos, de amigos inolvidables y compañeros que creyeron en la utopía y no morirán del todo.

El mismo río de la Plata es para Gelman un doble río: de un lado, el río emblemático que transcurre fuera del tiempo, el río de los paseos que hace soñar países y vidas distantes, y del otro, el río donde se arrojaba desde los aviones a las víctimas de la dictadura, el río de las navegaciones de los barcos sin ruta y de los muertos sin peces.

Es el libro del abandono de Dios. Tal vez sentía vergüenza de lo que hizo, parece decirnos Gelman, y se oculta para no seguir viendo su gigantesco fracaso. O tal vez se horrorizó de haber hecho mal el mundo o se cansó de ver lo mal que lo hicimos. Un Dios a la deriva en el gran teatro del universo que ya no quiere asumir su parte de protagonista: "Gastado, errante, sortea/ fracasos/ como hoy que llueve. No quiere/ leer lo que escribió. Le dieron/ un papel que nadie/ puede interpretar./ Sólo un loco./ Mira la tarde que se extingue/ y espera sin esperanzas/ que la noche sea eterna."

Vale la pena no es sólo un libro que resume los temas a él afines en el último cuarto del siglo, es uno de los más hermosos libros de poemas que se han publicado en América Latina en los últimos años.

Javier Sicilia


La experiencia poética

A lo largo del tiempo la experiencia poética se ha atribuido a una realidad ajena al propio poeta; a una realidad que viene de más allá del alma. Se ha hablado siempre de la posesión de un daimon, de las musas, del soplo divino, de la inspiración, del duende. 

La creencia viene del dualismo platónico que suponía que las visiones del poeta llegaban, a través de un mensajero, del Empíreo. No podemos decir que esto sea totalmente falso. En el fondo de las revelaciones de los grandes poetas lo que se expresa es el alma del poeta en intimidad con el transcendental de la Belleza o, en otras palabras, el alma del poeta en intimidad con el misterio ontológico que emana de las cosas en las que Dios –para hablar a la luz de las revelación cristiana– está participado (la Creación, dice la teología, es una participación del Verbo increado. "Nada de lo que vino al mundo –precisa el Evangelio de Juan– fue hecho sin él"). Por ello, las revelaciones de los poetas no provienen de una realidad exterior, sino del fondo del alma del poeta que como hombre está hecho a imagen y semejanza del Verbo, del conocimiento de la sabiduría divina. No hay, por lo tanto, daimon, ni Musa, ni soplo divino fuera del alma, sino, como señala Maritain, "la experiencia poética y la intuición poética en el interior del alma, que llegan al poeta por encima de la razón conceptual".

Podríamos decir en este sentido que lo que sucede en la experiencia interior del poeta es un proceso de sístole y diástole.

La segunda es la que se refiere a la inspiración, a ese acto por el que todo el misterio poético parece haberse dado súbitamente, sin intervención del poeta, como si viniera desde afuera; la primera, y es la que aquí me interesa, es el proceso por el que la inspiración surge y que en realidad no es otra cosa que algo que estaba desde siempre en el interior del poeta, pero oculto.

¿Cómo se produce? Por un lado, a través de un movimiento que depende de una condición psicológica por la que, a través de un feliz encuentro de circunstancias, el mundo externo y la percepción externa dejan de tener imperio sobre el alma sin que el equilibrio de esta última y las conexiones entre el intelecto y los sentidos internos se rompa. Una condición, dice Maritain, "emparentada con la del sueño, pero integrada y en donde la inteligencia no está ni ligada ni separada de lo real".

Esta primera fase depende, por otra parte, de una causa determinante "que es la acción –vuelvo a Maritain– atrayente y absorbente ejercida –a la manera de un punto luminoso que provoca el sueño cuando se mantienen los ojos fijos sobre él– por una intuición poética preconsciente presente en el espíritu".

De ese reposo y sin ninguna acción volitiva del alma el proceso poético de la inspiración aparece en la conciencia. Es como si en el momento en que el intelecto razonante, que funciona como un dique de los procesos más profundos de la experiencia del alma, quedara suspendido y permitiera a las fuentes de la experiencia poética, oculta en los subterráneos del alma, emerger naturalmente y aparecer en la conciencia del poeta como un mensaje venido de un más allá del alma, como un fuego que se transforma en un canto.

T.S. Eliot, al referirse a este proceso, habla de una "perturbación en nuestro personaje cotidiano cuyo resultado es una encantamiento, una explosión de palabras que apenas si reconocemos como nuestras (a causa de la ausencia de esfuerzo) [...] En esos momentos, que se caracterizan por el súbito aligeramiento del fardo de angustia y de temor que pesa tan constantemente sobre nuestra vida cotidiana que no tenemos conciencia de él, lo que sucede es, me parece, algo negativo: es decir, no la ‘inspiración’ según la idea que comúnmente nos hacemos de ella, sino el derrumbamiento de las poderosas barreras habituales –que tienden a levantarse muy rápido. Momentáneamente un obstáculo se arranca. Lo que entonces experimentamos se parece menos a un placer positivo que al sentimiento de ser súbitamente aliviado de un intolerable fardo".

Este proceso natural en la vida del poeta, pero no continuo ni frecuente, puede sobrevenir de circunstancias diversas que dependen del temperamento del poeta: en los momentos de exaltación y de dicha o en los de tristeza y miseria. 

Sin embargo, eso que se ha llamado inspiración sólo adquiere concreción poética por una sostenida atención del espíritu del poeta que implica utilizar como medio la labor racional de la virtud del arte, es decir, de las reglas por las que se fabrica algo o, en palabras de Maritain, de "toda la lógica y la sagacidad, el dominio y la posesión de sí de la inteligencia obrera".

Pretender, como lo hicieron los malos románticos, ciertos surrealistas o algunos poetas modernos, que la llamada inspiración puede prescindir de la inteligencia y encargarse de la obra por ella misma, es un error tan grande como el que cometieron los iluminados y quietistas en relación con la experiencia mística.

Paul Claudel lo dice de otra manera al referirse al Dante: "Mediante la inteligencia, el poeta que frecuentemente recibe de la inspiración sólo una visión incompleta, un llamado o una visión enigmática e informe, se vuelve capaz, por una búsqueda diligente y audaz, por una severa interrogación de sus materiales [...] de constituir un espectáculo cerrado, un cierto mundo interior en sí mismo en el que todas las partes están gobernadas por relaciones orgánicas y por proposiciones indisolubles."

Mi amigo y maestro Salazar Mallén me lo dijo también de una forma burda, pero no menos ilustrativa cuando le llevé mis primeros poemas: "Usted tiene talento (inspiración), pero le faltan nalgas. Entiende, nalgas para trabajar y hacer que lo que está en la inspiración resplandezca."

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés y liberar a todos los zapatistas presos.


Luis Tovar


Perspectivas 
del cine mexicano (I)

No por obvio es menos importante recordar, si quiere hablarse de una manera integral acerca de las perspectivas actuales del cine mexicano, que se trata de una cinematografía solamente un año más joven que el propio cine a escala mundial. Esos ciento cinco años de historia –y contando– deberían pesar más en el ánimo y, sobre todo, en la actitud y la emisión de opiniones de quienes parecen sentir un oscuro placer cantando, a la menor provocación, los responsos a un muerto que no se acaba nunca de morir. Para disgusto de esos no solicitados enterradores, el cine mexicano parece haber aprendido, desde hace ya un buen rato, a respirar en una atmósfera que sigue enrareciéndose por culpa de la más surtida variedad de agentes contaminantes.

El estado actual de nuestro cine y, por consiguiente, la situación que vivirá a mediano y largo plazos, depende en buena medida de elementos concomitantes, y no tanto, como suele pensarse, de factores intrínsecos. En otras palabras, al igual que sucede con tantas otras disciplinas artísticas y culturales, el cine mexicano a veces da la impresión de estar sobreviviendo como de milagro en un entorno económico en el que el concepto mismo de crisis ha dejado de tener sentido. Estamos muy cerca de sumar una segunda generación a la cual la palabra "crisis" ya no le dice nada, puesto que siempre ha vivido padeciendo el actual estado de las cosas y, como no sea en un ejercicio de onirismo denodado, no conoce ni puede imaginarse algo diferente al cúmulo de carencias, errores, remiendos fallidos y nuevas carencias como desalentadora resultante.

Tal vez por aquí pueda comenzar a buscarse la explicación al sintomático hecho de que, unos más y otros menos, pero todos en general seguimos manejando como principal referente fílmico el solitario y realmente breve periodo de vacas gordas que nuestro cine ha experimentado. La famosa "época de oro", ya se ha dicho en repetidas ocasiones, fue el producto de circunstancias necesariamente irrepetibles que cada vez tiene menos caso traer a cuento y mucho menos vale la pena añorar, pues resulta una práctica tan inútil y frustrante como lo es la costumbre de las familias ricas venidas a menos, que no se cansan nunca de rememorar lo bien que alguna vez estuvieron.

La comprensión del estado actual del cine mexicano y el esbozo de sus probables perspectivas a futuro pasa por fuerza por un ejercicio de realismo, tras el cual, por cierto, uno puede salir bastante descorazonado. Pero eso sí, una vez digerido el duro bocado de nuestra realidad, con dificultad podremos llamarnos a engaño y quizá pueda reunirse lo necesario para establecer un punto de partida que no se tambalee con tanta facilidad como sucede hasta ahora, cuando cada película mexicana medianamente exitosa despierta una nueva oleada de ilusionados –o mejor dicho ilusos– comentarios acerca del resurgimiento de nuestro cine.

De cineastas y otros locos

Coincido en principio con Emilio García Riera cuando dice que a la hora de revisar el estado de la literatura no pensamos en las editoriales sino en los autores, y que del mismo modo debería obrarse cuando se trata de analizar las condiciones del cine mexicano: hay que pensar en los cineastas más que en tal o cual entidad productora. Y ojo, con cineastas quiero referirme mucho más que a quienes ocupan la silla del director, pues tan cineasta me parece el guionista que la actriz, el editor, el fotógrafo, el productor y todo el resto de las personas que hacen posible contar con una película, sobre todo en el caso particular de México, donde tantas veces un filme depende en gran parte del nivel de solidaridad y el espíritu de gremio de sus hacedores.

Desde este enfoque, nuestro cine no se ve demasiado diferente del que se realiza en cualquier otra parte del mundo: su producción, abundante o escasa en cantidad, ofrece películas para todos los gustos y disgustos, y hoy por hoy es capaz lo mismo de presentar el filme más convencional, anodino y previsible –es decir, el que solemos conocer bajo el nombre de "comercial"–, pensado y hecho sin mayor o sin ninguna ambición estética o temática, que propuestas cuyo formato y concepción se ubican en las antípodas del también llamado cine de palomitas. Aquí, cada quien puede pensar en sus propios ejemplos y decidir para sí mismo si cuando vio El segundo aire, pongamos por caso, tuvo frente a sus ojos una película arriesgada en tema y formato, mientras que Crónica de un desayuno, por citar alguna otra, le pareció un filme complaciente que no tuvo más pretensión que halagar a la taquilla.

En medio de esos dos extremos se mueven actualmente lo mismo películas de las que ha gustado un público masivo, aunque a cierta crítica le parezcan bodrios deleznables, que otras con las que ha sucedido exactamente lo contrario: los especialistas –donde los haya– y los panegiristas –que sí los hay– se deshacen en elogios, pero el público, último juez, recibe este o aquel filme con una indiferencia que a la segunda semana ya lo desterró de la cartelera.

El rabo y la puerca

Sin embargo, es en este punto donde a la puerca le da por torcer su de por sí torcido rabo, pues aquí comienzan a surtir efecto los factores externos de los que hablábamos antes. Ya sea por miedo del efecto que pudiera tener la difusión masiva, como sucedió con La ley de Herodes; por inconfesables truculencias comerciales, como pasó con Demasiado amor; por inclemencias mercadotécnicas que prefieren dar por perdida una inversión antes de averiguar si lo producido generaría ganancias, como ocurrió con Sin dejar huella; o por mentalidades que sacan a pasear su decimononia a la hora de clasificar –recuérdese lo que la censura le hizo a Y tu mamá también–; ya sea por una de estas causas, solas o combinadas, al cine mexicano le salen enemigos por todos lados.

(Continuará.)
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Michelle Solano
El culto gratuito al cerdo sagrado

No es novedad el hecho de que el presupuesto oficial que existe para el teatro es escaso, así como tampoco constituye una muestra de perspicacia llegar a la conclusión de que uno de los principales problemas a este respecto, además de la carencia de recursos, es el hecho de que los pocos que hay, se distribuyen mal.

Recientemente, se estrenó en el teatro Julio Castillo, Santa Juana de los Mataderos, de Bertolt Brecht (1898-1956), en una de las acostumbradas "versiones libres" de Luis de Tavira, quien en esta ocasión trabajó en el texto con Eduardo Weiss, Stefanie Weiss y Antonio Zúñiga.

A Luis de Tavira (y esto pésele a quien pese) más allá de si su trabajo es bueno o malo, le pasa lo que al emperador y su traje nuevo –sobre todo con la gente que tiene a su cargo la asignación de presupuestos–: dicen entender su teatro para no ponerse en evidencia y despilfarran halagos, que luego se traducen en recursos, y esto a su vez deviene en una celebrada satisfacción, porque entonces habrán contribuido al Arte del Gran Maestro. México no es un país donde se produzca teatro a pasto, donde los actores y dramaturgos cobren bien; es un país en el que se prefiere gastar en festivales completamente obtusos, en puestas en escena majestuosas, en lugar de autorizar el pago para un actor como Carlos Cobos, que está haciendo uno de los mejores papeles que se le han visto. Lo peor es el hecho de que esto sucede, es, existe en un país donde estas cosas no son imperdonables y ni siquiera preocupantes. 

Seguramente están todos muy tranquilos porque este año que termina aplicaron muy bien el presupuesto.

Dijo una señora durante la función de Santa Juana de los Mataderos: "Cuánto recurso, qué bárbaro" (sic). Sí, tiene razón, ahora habría que preguntarse: ¿Para qué? y más difícil aún, encontrar respuestas válidas a preguntas como las siguientes: ¿Vale la pena que un enorme cerdo vivo salga a escena durante poco menos de tres minutos?

El teatro de Brecht, como todos sabemos, es un teatro profundamente social, que suele hablar de las clases trabajadoras, las injusticias sociales y políticas de los obreros y el proletariado, e indudablemente Brecht es uno de los dramaturgos que difícilmente perderán vigencia, dado que sistemas van y vienen, pero gente jodida y explotada no deja de haber nunca.

En este sentido, el montaje resulta una caricatura muy suavizada de los conflictos que vive ese grupo, para no hablar del mundo entero, donde los ejemplos sobran. Es como si los grupos de personas que se levantan en Texcoco ante la expropiación de sus tierras para la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, fueran retratados en un espectáculo para que los burgueses nos regocijemos mucho y nos dolamos un poco de su situación. Ahora resulta que un cerdo es igual que el terreno que te ha dado de comer durante generaciones y un empresario de la posguerra (qué anticuado suena eso) se empareja con Vicente Fox o cualquier empresario-gobernante de ésos que sigue manteniendo en su gabinete.

Desgraciadamente, este paralelismo entre los personajes del dramaturgo alemán y la realidad mexicana de principios de siglo xxi se pierde por culpa de la manía de un director en convertir una farsa en un melodrama (apoyándose en clichés y en textos como este: "La humanidad se asfixia y nadie se conmueve") y una obra de teatro en un circo donde vuelan los marranos.

En este sentido, se llega al extremo cuando un director de la talla de Luis de Tavira recurre al humor de pastelazo digno del peor ingenio populachero; cuando los personajes 
–enmarcados en la depresión estadunidense de hace setenta años– encarnan la más popular frase de nuestro actual presidente: Hoy, hoy, hoy.

Otro punto donde este montaje bien podría mejorar es en la traducción. Sin meternos en las características del texto en sí, simplemente habría que hacer hincapié en el manejo del lenguaje, que carece de verosimilitud, al traer las palabras a un contexto más cotidiano, donde cada vocablo, sin duda, pierde fuerza. Sobre todo si se grita o canta con singular alegría: "cojones", cuando bien sabemos que la palabra que correspondía era la que denomina a esa forma ovoide de color blanco (o rojo) y que tanto usamos en nuestro país. Les faltó.

Este tipo de desaciertos continúan durante una puesta que, además, tiene el defecto de durar alrededor de tres horas, razón por la cual se divide en dos actos que se presentan en diferentes días: los jueves se presenta el primer acto, los viernes el segundo, y el boleto para cualquier función cuesta lo mismo que para la obra entera –que se presenta sólo sábados y domingos.

En conclusión (y sin querer gastar mucha tinta) podríamos resumir la puesta en escena dirigida por Luis de Tavira con una pregunta: ¿Qué ocurriría si Brecht hubiera conocido el Broadway más actual y espectacular? Seguramente la Santa Juana de los Mataderos sería exactamente como la describe el teatrero con más presupuesto gubernamental de este país.