La Jornada Semanal,  25 de noviembre del 2001                          núm. 351
 Enrique López Aguilar

Las torres, 

el tarot y el ajedrez

Para Enrique López Aguilar, autor de este ensayo rico en aproximaciones simbólicas a los sucesos que nos tienen demasiado cerca de una conflagración total, estamos ante “otro hito de lo que los símbolos antiguos ya habían previsto y, por lo mismo, pareció confirmarlos”. Sin embargo, López Aguilar sabe que el tarot, el I-Ching “y otros sistemas simbólicos siempre ‘aciertan’” porque “lo que subyace es el mismo hombre que parece no cambiar”. Las imágenes taróticas de El Colgado, El Juicio Final, La Rueda de la Fortuna y, en especial, La Torre, juegan una partida de ajedrez en la que el final siempre es “un jaque mate sin triunfadores”, como lo están demostrando los participantes –vivos y muertos– de la Libertad duradera. 

En el Oriente se encendió esta guerra 
cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra. 
Como el otro, este juego es infinito.

Jorge Luis Borges, "Ajedrez".


En los dos tarotes más conocidos, o más famosamente contrapuestos desde la perspicacia de Italo Calvino en El castillo de los destinos cruzados, la carta marcada con el número XVI en los Arcanos Mayores es La Torre, a la que algunos también llaman La Torre Destruida. En el tarot Visconti-Sforza, miniado por Bonifacio Bembo para los duques de Milán hacia mediados del siglo XV, los trazos delicados que forman los contornos de una sólida torre no impiden su aniquilación, aunque la imagen es apócrifa, pues la carta original está perdida: no se encuentra ni en Bérgamo ni en Nueva York, ciudades que comparten, por mitades, el total de las cartas de ese mazo renacentista; en la imagen más conocida, la del tarot de Marsella (donde la carta se llama La Maison Dieu: la casa de Dios o iglesia, fruto, tal vez, de una humorada masónica con un claro sentido anticlerical), impreso por Nicolas Conver en 1761, en Marsella, una torre robusta y burda ha sido tocada por una centella que cae del cielo, derrumbándola y llevándose consigo, en su caída, a dos azorados personajes que parecen suspendidos entre las alturas de la torre y la inminencia del suelo, como si prefiguraran lo que se pudo apreciar en muchas de las fotos publicadas por La Jornada el 12 de septiembre de 2001; sin embargo, una de esas fotos fue de llamar la atención: teniendo como fondo una de las todavía erguidas Torres Gemelas, en Manhattan, un hombre cae cabeza abajo formando con las piernas una suerte de 4 invertido, pues la imagen, más que a la de La Torre, evocaba la carta XII, la del Colgado, con idéntica representación iconográfica en ambos tarotes.

Para la simbología hermética que confluye en el tarot, La Torre puede representar una edificación fortificada, sólida pero con pocas ventanas y sin puertas, cuya imagen general es la de una suerte de autismo, de satisfecha autocomplacencia: la fortaleza de la torre pareciera propiciar el olvido del mundo y de lo que está afuera de los muros, de manera que sus habitantes se encierran en su arrogante vanidad al sentirse protegidos dentro de su escudo de piedras. No parece equivocado entender, en el fondo de la imagen de la carta xvi, la brevísima historia contada en Génesis 11, 1-9, la de la Torre de Babel, metáfora de la tentativa humana de erigir una ciudad y una torre altísima como el cielo y de la manera como Yahvé, con su sola voluntad y sin centellas, destruyó torre y proyecto, dispersando a los hombres por la faz de la Tierra al tiempo que confundía sus lenguas.

En el centro de la imagen de La Torre está el pecado del orgullo, gravísimo entre los capitales, y esa condición parece haberse repetido en la catástrofe del 11 de septiembre de 2001: ignorar a los demás por defecto de ensimismamiento, olvidar tratados para limitar la emisión de contaminantes, dejar de lado acuerdos internacionales sobre derechos humanos, defender celosamente la autonomía doméstica pero no respetar la de los vecinos más débiles. ¿En qué momento, para los habitantes de La Torre, el prójimo pareció haber sido más próximo? En el de la caída de las Torres Gemelas, con total certeza: fue cuando se proclamó mesiánicamente que quien no estuviera con Estados Unidos en su lucha antiterrorista, estaba contra ellos; fue cuando el recuerdo de una comunidad internacional antes desdeñada y ahora invocada de todas las maneras (mediática, política, amenazadora y humanamente), pareció disolver la arrogancia con la que, en los meses previos, La Torre se había olvidado de la existencia de los demás.

La imagen del Colgado, lejos de sugerir la muerte por ahorcamiento, manifiesta el tiempo de espera antes de emprender la toma de una decisión. El Colgado no es tanto el ser titubeante que aguarda infinitamente, sino alguien inmovilizado por sus disyuntivas: de elegir adecuadamente, puede desatarse y seguir caminando; de no hacerlo, su destino es seguir pendiente de la realidad, suspendido sobre las acciones que no ejecuta, donde el riesgo está en que la vida pase de largo frente a él. Lo sorprendente en la relación entre La Torre y El Colgado es el estupor de sus personajes: unos no esperaban la destrucción del edificio, y el otro aguarda con azoro el momento de decidirse a algo. Lo que predomina en ambas cartas es la condición ensimismada e inactiva, cosa que las vuelve extremadamente vulnerables frente al transcurrir del Mundo.

Curiosamente, las torres del ajedrez representan dos fortalezas que se mueven vertiginosamente y que, en las postrimerías del juego, son muy eficaces para resolver la batalla a favor de quien las haya mantenido intactas hasta el final de la partida. Su efecto es devastador y sólo se compara con la condición mortífera de la Dama. Dependiendo del estilo de cada jugador, la pérdida irreparable de una o de las dos puede ser crucial para ganar o empatar, pero su importancia se manifiesta en que es la única pieza que puede enrocarse con el Rey. Las torres, símbolo de poder en el campo de batalla, son parte de ese juego infinito que reproduce o manipula en el tablero lo que los hombres ejecutan en las guerras "reales" y en donde, como sugiere Borges, la mano que mueve las piezas y ordena los enfrentamientos no percibe a otra que, a su vez, lo mueve y, secretamente, juega con él como si fuera una pieza más en otro tablero…

¿Debe prevalecer la interpretación simbólica y esotérica sobre una reflexión realista y analítica de los hechos? No, pero debe señalarse la manera como los contenidos simbólicos en objetos antiguos que proceden del Oriente (el ajedrez, el tarot) tienen un sustrato simbólico que describe varios aspectos del comportamiento humano casi inmutables, no importa que se hable de la Antigüedad o del primer Renacimiento: las torres son construcciones humanas que significan el poder de una sociedad o un grupo, sin importar su belleza arquitectónica ni su empleo. En el caso de las Torres Gemelas de Nueva York, al margen de su valor estético y cultural, debe reconocerse que manifestaban el optimismo y la confianza en el poder estadunidense, la sólida conciencia de un grupo financiero y el signo visible de una ciudad que se convirtió en el centro de la cultura occidental del siglo XX desde el continente americano, en algo así como el nuevo París. Esas torres no tenían valor eclesiástico ni representaban un bastión militar pero, de alguna manera, eran los objetos visibles de una sociedad ensimismada, con un gobierno autista que había incurrido en los defectos descritos en la imaginería de La Torre y El Colgado. El tarot no predijo nada: más bien, la arrogancia de la política norteamericana y su desdén por todo lo que no fuera Estados Unidos sólo fue otro hito de lo que símbolos antiguos ya habían previsto y, por lo mismo, pareció confirmarlos. De Babel a Manhattan, la historia ha registrado a muchas torres belicosas o derruidas; sin importar el nombre, lo que subyace en todas es el mismo hombre que parece no cambiar, por eso los símbolos de tarotes, I-Chines y otros sistemas simbólicos siempre "aciertan" con sus augurios cuando, en realidad, lo verdaderamente certero es la simbología con la que, desde hace siglos, se ha interpretado a lo humano y sus circunstancias. Es lamentable que la Historia no parezca querer contradecir esas previsiones.

Los hechos recientes han agregado una paradójica forma mediática que antes sólo se creía posible para el cine o los bombardeos en Bagdad: el papel de los medios masivos de comunicación no sólo fue el de cronistas visuales que registraron paso a paso el choque de los aviones con las Torres Gemelas, su incendio, la caída de los desesperados y el derrumbamiento final de las mismas, sino que también, así fuera inconscientemente, se convirtieron en los anfitriones de un espectáculo con público mundial y teleaudiencia garantizados. El espectáculo de las Torres arrodilladas no sólo parecía cumplir la fantasía cinematográfica de la destrucción de Nueva York, sino que fue testimonio y celebración de la barbarie: del estupor ante lo ocurrido se pasó a la indignación y el dolor, pero también al fomento de un deseo indiscriminado de venganza que cobró sus víctimas desde el primer día, con la muerte de personas de origen árabe a manos de estadunidenses coléricos. Desde la perspectiva de El Colgado, hubiera sido más prudente meditar, reflexionar y esperar antes de emprender acciones violentas o de festinar la inminencia de acciones belicistas.

Nada justifica la masacre de civiles en la destrucción de las Torres Gemelas, ni que el acontecimiento central de la muerte haya tenido que ocurrir así para hombres y mujeres como tú y como yo, marginales respecto a las grandes decisiones políticas, trabajadores por necesidad, con historias individuales, amores y proyectos, felicidades o tristezas incógnitas, con planes incumplidos para esa tarde. Si no por otros motivos, ya en el recuento de tales cosas radicaría la fuerza simbólica del tarot: los seres desprevenidos que caen al suelo no esperaban la centella que los derrumbaría; inocentes de la centella y La Torre, un hecho infinitamente más doloroso que la destrucción de los edificios fue la simultánea y multitudinaria demolición de esas otras torres, las personas anónimas con su cara de Juan cara de todos. Sin embargo, esto que puede ser válido para intentar una explicación (no la comprensión) del horror de lo sucedido el 11 de septiembre en Manhattan, debería ser igualmente legítimo para tratar de entender el horror de otro 11 de septiembre, en Santiago de Chile, de la invasión a la isla de Granada, de las bombas de napalm sobre las selvas y aldeas vietnamitas, del cerco a la isla de Cuba, de los golpes militares en Argentina y Bolivia, de la invasión a Panamá, de la Tormenta del Desierto, de la guerra sucia de la CIA contra personas y regímenes considerados de oposición tanto en África como en Hispanoamérica…

Desde el siglo XIX, la política exterior de Estados Unidos ha mostrado una vocación anexionista e imperialista, así como escasos escrúpulos a la hora de pensar en comunidades más débiles, pero estratégicas. Esto no significa que deba imperar la Ley del Talión: el terrorismo debe castigarse con justicia, sin venganza; el número de las víctimas (dentro y fuera de Estados Unidos) es un escándalo ante cualquier decisión política que las haya producido: lo que La Torre ensimismada debería entender en este momento es la magnitud de lo que también ha provocado afuera de su territorio y las posibilidades del odio de aquellos a quienes ha despreciado. El dolor por lo sucedido adentro debería permitir entender el dolor que se ha provocado afuera. Lo demás es un jaque mate sin triunfadores y la conjunción de las cartas X, XIII, XV y XXI: La Rueda de la Fortuna, La Muerte, El Diablo y El Juicio Final; como siempre, sólo en las manos del hombre (no en las del tarot ni en Nostradamus ni en la esoteria) está la posibilidad de trastocar las previsiones de todo simbolismo.