La Jornada Semanal,  25 de noviembre del 2001                          núm. 351
 Augusto Isla

El Islam: un escollo 
para la aldea global

Foto: Kazuyoshi Nomachi
Augusto Isla reflexiona en este ensayo sobre la "confrontación de dos modelos de sociedad complacientes consigo mismos". Entre fundamentalistas andan el siniestro juego globalizador, el proyecto hegemónico occidental, la muerte gloriosa de los integristas y la corrupción de las élites petroleras. "Pese a todo", afirma el doctor Isla, "los enemigos se asemejan. Cada uno lleva sobre los hombros la cruz de su nihilismo." La glotonería del Occidente consumista se enfrenta a la respuesta destructiva del otro fundamentalismo que es el principal escollo para el proyecto globalizador. En este vaivén enfermo, el mundo retorna "al enfrentamiento entre dos civilizaciones que hablan, devorándose una a otra, en nombre de los dioses".

Durante mucho tiempo, Europa, orgullosa de su logrería científica y tecnológica, vio en los pueblos musulmanes símbolos de atraso. La dominación burguesa había destruido además tradiciones y prejuicios, e instaurado gobiernos legítimos con bases democráticas y republicanas, así como difundido la idea de los derechos humanos. Desde la luz matinal de la Ilustración, la imagen de los pueblos que vivían a la sombra del Islam era, pues, la de todo aquello que, para Occidente, era pasado.

Lejos estaban los resplandores de la España mora: sus aportaciones técnicas a la horticultura, sus magníficas ciudades, todo aquello que el gran historiador Pierre Vilar así resume: "La Edad Media conoció un Islam español lleno de vida y originalidad, cuya riqueza, pensamiento y complejidad prepararon, no menos que la Reconquista cristiana, las grandes realizaciones de la España futura".

Así pues, las pretensiones de universalidad de las conquistas políticas de Occidente se encaminaron a ejercer un protectorado moral de las sociedades islámicas. Con aires de superioridad, los misioneros cristianos intentaron que sus campanas repicaran en aquellos desiertos, pero consiguieron muy poco; tropezaron con la tenacidad de la fe islámica, esa fe que siendo única, consistente, marmórea, se descompone en mil visiones como le ocurre a todo texto sagrado, al que la experiencia hermenéutica acaba por devastar, abriendo el paso a una infinitud de sectas.

A lo largo del siglo xix, la modernización occidental estuvo lejos de seducir a la mentalidad musulmana, aunque la colonización –principalmente británica– permeó el comportamiento individual y colectivo a través de la educación de muchos miembros de las élites nativas que se formaron en los centros de excelencia del imperio. Pero, en general, la occidentalización era mal vista, en tanto ponía en duda la Sharia, ley sagrada de las sociedades islámicas.

Como lo ha señalado Naipaul, la hegemonía occidental ha sido causa de un profundo "trastorno" en el mundo musulmán: admiración, resentimiento, angustia, ambivalencia. Quisieran salir de su desesperada postración tradicional, pero sin claudicar; les preocupa menos perder la identidad –fantasía metafísica occidental– que apostasiar. No faltan reformistas y laicistas, pero la potencia de su credo inhibe en general las pulsiones modernizadoras.

La confusión aumentó a partir de la abundancia petrolera. Creyeron entonces que era posible modernizarse sin occidentalizarse. Esa sensación de ser dueños de una porción importante de una fuente energética tan codiciada, fortaleció su resistencia. El fundamentalismo es hijo de esa nueva fuerza histórica, de ese poderío que devino en ademanes de provocación y desafío. Más que un retorno a los orígenes de la fe, el fundamentalismo se erige en una estrategia política.

La política, como movilización social, adopta sus más arcaicas manifestaciones: endiosamiento de los dirigentes políticos que lo son, al propio tiempo, religiosos, manipulación de masas, intolerancia. La Jihad iraní de fines de los setenta en el siglo pasado deviene en una hipérbole de la lucha sagrada, enferma por lo que oprime a los suyos, por lo que odia a los extraños. Se acerca, así, al peor Occidente, a sus vehemencias depredadoras que evocan el fascismo y el vértigo nazi.

De hecho, la riqueza los dividió: unos se asociaron con intereses occidentales, otros radicalizaron su aislamiento. Pero, la verdad sea dicha, Occidente permeó, de una u otra manera, el cuerpo social de ese Otro, al parecer inexpugnable. Los líderes peroran valiéndose de medios de comunicación inventados por Occidente, combaten con armas de igual procedencia; pero sobre todo –como lo demuestran los aterradores ataques al World Trade Center– han aprendido a desplegar formas de lucha que eluden la confrontación entre Estados nacionales, de tal suerte que su belicosidad resulta no sólo desquiciante, sino sentencia la inutilidad del poderío militar norteamericano, reducido hoy en día a un simulacro tan estúpido como cruento.

La prepotencia occidental –en el caso de la guerra que libran Estados Unidos y sus aliados– se antoja caduca ya por la ineficacia de su arsenal para lograr sus propósitos de intimidación y sometimiento, ya por la debilidad psicológica y moral de los combatientes. Mientras Occidente pone en evidencia la fatiga de sus "valores", el enemigo musulmán salpimenta sus acciones con una pasión religiosa que es inaprehensible desde la perspectiva cristiana. Una guerra emprendida en nombre de la "libertad duradera" en nada convence a una milicia que acaso reconoce en el fondo la vacuidad de su aventura bélica; en cambio, el musulmán –amén de olfatear el miedo que transpira su enemigo, al que le mueve apenas la defensa de sus privilegios, de sus familias y a fin de cuentas su bienestar material– lucha por la gloria, por una muerte gloriosa.

Pese a todo, los enemigos se asemejan. Cada uno lleva sobre los hombros la cruz de su nihilismo. El occidental viste los harapos de su decadencia materialista: "consuman" es la súplica de los dirigentes políticos de un mundo obsesionado con la ingesta glotona de lo que produce sin dirección ni reposo; pero el islámico fundamentalista no va más allá de su respuesta destructiva a la profanación de su tierra y sus leyes sagradas.

Vivimos la confrontación de dos modelos de sociedad complacientes consigo mismos: el iluso Occidente oficial que parece renunciar a todo cambio social profundo; y la sociedad islámica que en sus versiones extremistas se muestra incapaz de reconocerse opresiva e injusta, ora porque de la mentalidad tradicionalista no se desprende posibilidad alguna de la crítica de sí misma, ora porque así conviene a sus élites corruptas.

Es esa ausencia de voluntad de cambio social lo que empobrece la lucha, lo que la declara como emanación del más delirante nihilismo, más próximo a Occidente que al Islam, aun el más sectario. Incluso el Jihad afgano que justificó la acción antisoviética en los ochenta del siglo xx, incorporó, traicionándose, no sólo tácticas sino también perversidades morales de inspiración estadunidense. 

Así, aquellos guerreros que expulsaron de Afganistán a los soviéticos se convirtieron en terroristas e hicieron de sus prácticas un modo de vida que no encontró vías de expresión política, por lo que hoy, errabundos, no tienen otra opción que la muerte gloriosa. Esa lucha por algo, plena de significado, aunque constreñida por la lealtad y la destrucción selectiva, que admite el Corán, se ha transformado en una especie de anarquismo, el más pobre de los anarquismos, aquél al que refería Herman Rausching: la más pura expresión del nihilismo, simplemente de intranquilidad universal, un dinamismo sin límites que es peligroso porque no tiene adonde ir.

Pues en sus mejores momentos, el anarquismo, no obstante condenado al fracaso por dar la espalda a la tecnología moderna, por su nostalgia de un mundo de artesanos y productores libres, legitima al menos sus luchas –violentas o no– propugnando un cambio social favorecedor de la libertad.

El extremismo islámico, pues, no pasa de ser un escollo para la aldea global que ella misma ha elaborado con su torpeza y voracidad, inconsciente de que la larga travesía de la humanidad habría de llegar a esto, a un enfrentamiento de dos civilizaciones que hablan, devorándose una a otra, en nombre de los dioses.