La Jornada Semanal,  25 de noviembre del 2001                          núm. 351
David Huerta 

Tres momentos árabes en la literatura española

En esta época de racismos, prejuicios, lugares comunes, estereotipos, demagogia y superchería, es necesario recordar los grandes aspectos de la cultura islámica. David Huerta nos habla de la presencia de lo árabe en España: el Sayyid (Cid), los romances moriscos y el teatro de Cervantes. Esto nos da pie para recordar que gracias al Islam se mantuvieron vivos los filósofos griegos y se hicieron grandes progresos en medicina, historia, hidráulica, arquitectura, música y artes decorativas. Al-Andalus fue un modelo de tolerancia y la poesía fue un elemento esencial de la vida cotidiana de la utopía arábigo-española. Digamos chujra (gracias) a la cultura árabe y basta a los fundamentalistas que la deforman. Pensemos, además, en los fundamentalistas que deforman a la cultura de Occidente. 

La ocupación árabe de España duró un poco más de ochocientos años, de principios del siglo VIII hasta bien entrado el siglo XVI, cuando se libraron batallas tan sangrientas como las de la sublevación de Las Alpujarras, al sur de la Sierra Nevada. Esta región montañosa fue el refugio último de los moros de Granada entre 1568 y 1571, es decir, en pleno Siglo de Oro de la literatura española, cuando Lope de Vega y Luis de Góngora eran todavía niños.

La reconquista de Granada había ocurrido, como se sabe, en el año axial de 1492. Los reinos católicos se habían unido por fin, dejando a un lado las dilatadas disputas de los señoríos y los feudos. Una vez alcanzado el difícil equilibrio político, no había que olvidarlo ni descuidarlo sino, al contrario, aprovecharlo al máximo; por eso se decía, con un sonsonete difícil de hacer a un lado, que Aragón y Castilla equivalían uno a otro en términos absolutos de igualdad: "Tan monta, monta tanto,/ Isabel como Fernando…"

El católico reinado bicápite le abría a España una época de esplendor y bonanza, pero también de intolerancia ultramontana y de cerrazón ideológica. Junto al escandaloso despilfarro de los últimos Austria, se desvanecieron o cayeron en una penumbra amnésica algunos de los legados más valiosos de la ocupación musulmana. Pero los moros dejaron una herencia cultural formidable y no es posible borrarlos del canon de la literatura española, en la que figuran desde el principio mismo, en el poema fundador de la épica de nuestro idioma.

En la raíz de la épica

La fórmula de tratamiento Mio Cid es un "híbrido" de español y árabe. La palabra Cid "procede del árabe sayyid ‘señor’" –anota Alberto Montaner, moderno editor del Cantar– y era empleada como fórmula de respeto en Al-Andalús y en el norte africano. Antepuesto el posesivo romance (Mio, sin acento) al sustantivo árabe, la expresión híbrida se convirtió en un término de respeto para Rodrigo Díaz. ¿A quiénes hay que atribuírsela?

Según Ramón Menéndez Pidal, luego de la toma de Valencia los propios moros comenzarían a llamarlo así; Mikel de Epalza se opone a esta conjetura, pues le parece imposible que los musulmanes se la otorgaran a un dominador cristiano. Para Epalza, la palabra Cid deriva de la voz árabe que significa "león", con sus connotaciones de bravura y de arrojo guerrero; los especialistas aún discuten esa interpretación. Es más probable que "fueran los propios hombres de Rodrigo Díaz, en lugar de sus súbditos musulmanes, quienes le aplicaran tal título", escribe Montaner; en ese caso, habría que atribuirle esa fórmula a los mozárabes valencianos, es decir, a los cristianos arabizados de la región. Álvaro Galmés de Fuentes, en cambio, se la atribuye al autor anónimo del Cantar. Según él, no se aplicó a ningún personaje histórico y procede de un epíteto aplicado en la literatura épica árabe a algunos protagonistas de las luchas contra Bizancio.

Los romances moriscos

Los romances fronterizos, cuyo tema principal era la guerra de reconquista, dieron origen a los romances cultos de tema morisco en el siglo XVI. En éstos, la estilización literaria tenía como punto de partida una serie de idealizados tipos árabes. Los dos más destacados poetas áureos del romancero morisco –parte muy llamativa del "romancero nuevo"– fueron Lope de Vega (1562-1635) y Luis de Góngora (1561-1627), niños aún cuando se libraron los combates de Las Alpujarras.

El romance popular de raíces medievales se convirtió en el siglo XVI, en manos de los poetas ilustrados, en uno de los capítulos más interesantes de las transformaciones poéticas áureas. La idealización de los árabes le sirvió a Lope de Vega, por ejemplo, como un instrumento para escribir algunos de sus poemas autobiográficos en los que puso algunos episodios de su vida amorosa, tan turbulenta como se sabe.

En varias de esas composiciones, Lope se trasviste de moro y aparece como un galán exótico, valiente y apenas dueño de sus pasiones. Los héroes y heroínas de esa parte de su obra tienen nombres como éstos: Zaide y Zaida, Gazul y Abenzaide, Azarque de Ocaña, Reduán, Muza, Daraja, Tarfe.

A los veintiún años de edad, Lope compuso el romance de Gazul, "moro desdeñado por pobre, ya situado en los lindes de la biografía lírica de Lope", según explica el investigador Antonio Carreño, editor moderno de las lopianas Rimas humanas. Este mismo estudioso introduce las nociones cuñadas por Karl Vossler en la explicación, entre psicológica y estilística, de las transfiguraciones operadas en estos romances: "la literarización de la vida y la vivencia de la literatura".

He aquí el principio de uno de esos poemas, en el que Zaide-Lope aparece ante la casa de "su dama" con todos los atributos de la idealización lírica:

Gallardo pasea Zaide
puerta y calle de su dama,
que desea en gran manera
ver su imagen y adorarla,
porque la vido sin ella
en una ausencia muy larga,
que desdichas le sacaron
desterrado de Granada…
El prisionero de Argel

El 26 de septiembre de 1575, frente a las costas de Cataluña, la galera española El Sol fue interceptada por los navíos del renegado albanés Arnaut Mamí. El Sol, capitaneada por Gaspar Pedro de Villena, se había separado durante una tormenta de los otros tres barcos pertenecientes a la flotilla mandada por Sancho de Leiva; su puerto de embarque había sido Nápoles, de donde zarparon a principios de ese mes, el día 6 o el 7, y su destino final era Barcelona.

No es difícil imaginar la desesperación de los tripulantes y de los pasajeros de El Sol: con las playas catalanas a la vista, ya cerca de Cadaqués, luego de una travesía tan literalmente tormentosa, eran atacados por piratas berberiscos. Durante varias horas los españoles se resistieron a la captura; varios de ellos murieron en la batalla, entre ellos el capitán Villena. Los sobrevivientes, al final, fueron llevados a los barcos piratas. Iban atados de pies y manos. Cuando ya había terminado su traslado, aparecieron los barcos restantes de la flotilla cristiana e hicieron huir a los corsarios. Uno de los cautivos llamaba la atención entre los demás: tenía maleado el brazo izquierdo y era veterano de varias batallas. Tenía veintiocho años de edad y se llamaba Miguel de Cervantes Saavedra.

La jornada gloriosa de Lepanto en 1571 fue para él "la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos , ni esperan ver los venideros", según escribió en el Prólogo de las Novelas ejemplares. Ahora se enfrentaba a otra ocasión, mucho menos gloriosa. El 29 de septiembre las galeras de Arnaut Mamí llegaron a Argel y desembarcaron su botín de seres humanos.

Cervantes llevaba consigo desde Italia cartas de recomendación firmadas por don Juan de Austria y por el duque de Sessa. Los corsarios habían visto esos documentos y sabían que con ese prisionero podrían obtener jugosas ganancias. El lugarteniente de Arnaut Mamí –otro renegado, de origen griego, llamado Dalí Mamí y apodado "El Cojo"– tomó a su cargo a Cervantes y estableció el precio de su rescate en quinientos escudos de oro, suma bastante considerable. Así comenzó la prisión argelina de Miguel de Cervantes. En las comedias de tema argelino –"El trato de Argel" y "Los baños de Argel"– y en la "Historia del cautivo" del Quijote están los testimonios, literariamente transfigurados, de esa penosa experiencia del cautiverio.

Todo esto quiere decir que Cervantes hubiese tenido sobrados motivos de resentimiento en contra de los moros. Pero es un hecho que no fue así. En su actitud de tolerancia y en lo que ahora llamaríamos su "amplitud de criterio", es posible discernir los rasgos profundos de su formación humanística, cuyo primer capítulo ocurrió en sus primeros años bajo la tutela del profesor erasmista Juan López de Hoyos, en Alcalá de Henares.

Para documentar el interés y la curiosidad cervantina ante los árabes, baste recordar el hecho extraordinario de que el "autor" del Quijote es en realidad el "editor" de unos cartapacios escritos en caracteres arábigos. El autor de esos textos, descubiertos en una sedería de la alcaná de Toledo, es el historiador llamado Cide Hamete Benengeli. Don Quijote y Sancho no se cansan de quejarse de que sus hazañas tengan que ser referidas por un moro, pues se sabe que los árabes son "embelecadores, falsarios y quimeristas"; pero no hay en la gran novela una sola nota de desprecio, de odio o de desdén por los musulmanes o por su cultura.

Una gran cantidad de críticos y lectores del Quijote han recogido y creído, sin discutirla, la afirmación de Sancho Panza acerca del nombre de Cide Hamete Benengeli. Para Sancho, por una cercanía eufónica, "Benengeli" equivale sencillamente a "berenjena" o "aberenjenado". Diego Clemencín ofrece otra interpretación del nombre: "Benengeli, según la explicación del sabio orientalista don José Antonio Conde, quiere decir hijo del Ciervo, Cerval o Cervanteño, y con él se designó a sí mismo Cervantes, que habiendo residido en Argel cinco años, no pudo menos de alcanzar algún conocimiento del idioma común del país."