LETRA S
Noviembre 8 de 2001

Editorial

En los últimos años, la discriminación ha adquirido cada vez mayor atención. Un número creciente de países e instituciones sociales ha incluido ese tema en sus programas y leyes. Y no es para menos. No se trata de un problema menor que afecte sólo a los grupos tradicionalmente marginados o que se ciña sólo al ámbito de los derechos humanos. La discriminación es un problema estructural, fundamento mismo en la constitución de las sociedades. Los índices de desarrollo humano revelan con claridad los efectos perniciosos de la exclusión cualquiera sea el motivo. Piénsese tan sólo lo que ha representado para el país, en términos de costos sociales y económicos, el marginar a las mujeres de la actividad productiva y educativa.

La discriminación afecta no sólo el desarrollo pleno de las personas sino el desarrollo mismo de las sociedades. Y se erige en obstáculo mayúsculo cuando se trata de enfrentar problemas sociales, como el sida. Es por eso que el Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre Sida (Onusida), ha identificado al combate contra la discriminación como factor prioritario para detener la epidemia. Lo mismo sucede con los programas de salud sexual y reproductiva, los de atención a la población indígena, etcétera.

El racismo, la xenofobia, el sexismo, la homofobia y otras formas que adquiere el odio y la discriminación son conductas que dañan la dignidad de las personas y deben ser desterradas. Las prácticas discriminatorias son un impedimento para la convivencia social, el ejercicio pleno de los derechos fundamentales y el acceso a la igualdad de oportunidades. Por ello, el combate a todo tipo de discriminación debe ser uno de los ejes de toda política social, ya que afecta, de manera directa o indirecta, a la mayoría de la población.