La Jornada Semanal, 4 de noviembre del 2001                                  núm. 348
 
Ilustración tomada de El Cancionero de la escuela y del hogar (1934), de Leonardo Lis
Paola Dada
María Enriqueta Camarillo: 
¿imaginar o no imaginar?

Muchos lectores de este suplemento recordarán los dos inteligentes libros que María Enriqueta Camarillo escribió para los niños: Rosas de la infancia (1912) y Nuevas rosas (1962). Su compañero, el historiador Carlos Pereyra, en el prólogo a la primera edición de las Rosas…, afirmó que “el niño admira cuanto admira el hombre. El niño no es un ser inferior. Todo lo comprende, menos las complicaciones de la perversidad”. En este emocionado y talentoso ensayo, Paola Dada nos entrega una serie de reflexiones sobre los cuentos para niños y parte de una frase de Anatole France para concluir que “es terrible la literatura infantil cuando el autor trata de igualarse a los pequeños, y se vuelve niño, mas sin su inocencia y la gracia de éste”. Sirva este ensayo para recordar a María Enriqueta Camarillo, poeta y maestra.

Ilustración tomada de El Cancionero de la escuela y del hogar (1934), de Leonardo Lissiempre, enfrentarse a un cuento para niños es toparse con una disyuntiva: ¿debe enseñar o debe provocar gusto por la lectura? ¿Se pueden lograr los dos cometidos al mismo tiempo?

La literatura infantil pertenece al inmenso patrimonio de la literatura oral: retahílas, fórmulas, adivinanzas, coplas, rondas y cuentos. "No se dirige especialmente a los niños, pero tiene la función de transmitir las conclusiones a que ha arribado una sociedad determinada en lo que respecta a leyes del parentesco, tabúes, transgresiones y círculos entre los vivos y los muertos. Es un entretenimiento que tiene una misión de iniciación y de integración", afirma Marc Soriano, analista e historiador de cuentos para niños.

Rosas de la infancia, de María Enriqueta Camarillo, cumple cabalmente con esta función. Las Rosas… fueron encargadas en 1912 por la librería de la viuda de Ch. Bouret. Doña María Enriqueta reunió una serie de cuentos, trozos literarios y poemas, propios y ajenos, con el fin "de ir paulatinamente despertando las mentes infantiles a la curiosidad y al saber, cuidando siempre de mover sus buenos sentimientos y de excitar sus inclinaciones sanas, haciendo especial hincapié en dar la máxima importancia al ambiente moral", afirma la autora que lo realizó convencida de la necesidad de modernizar los textos de lectura para niños y atendiendo las normas pedagógicas del momento.

Sin embargo, el aspecto pedagógico y moralizante pesó en el trabajo de María Enriqueta. Es evidente que, ante un encargo específico y con la idea de que sirvieran en la escuela como libro de texto, la necesidad de educar fue superior a la idea literaria, por eso no puede evitar la tentación de terminar con una frase sobre el comportamiento "correcto" de un niño.

En su libro La literatura para niños y jóvenes, Marc Soriano afirma que es imposible abordar la literatura para niños bajo una perspectiva exclusivamente literaria. Debe verse desde una óptica interdisciplinaria, observando su inserción en el tiempo, su eficacia en términos de poder, y considerando al escritor como un mediador cultural, sin olvidar que hay una "individual irreductible, una historia personal influida o incluso determinada por pulsiones y censuras inconscientes".

Para María Enriqueta el peso social, y el encargo de la librería de la viuda de Ch. Bouret, eran los ejes rectores de su cuento. Sin embargo, había ya un rasgo de novedad para construir un espacio para el placer de la lectura. En el prólogo a sus libros, su esposo, don Carlos Pereyra, afirma que "toda palabra y toda frase que leemos, es moneda que atesoramos en la memoria para nuestra circulación mental. Si la palabra es impropia y la frase desgarbada, nos hacemos circuladores de moneda falsa". Hay, en las Rosas de la infancia, una búsqueda por darle un valor mayor a la moneda de la memoria.

Quizá el rasgo más importantes de la literatura infantil de María Enriqueta Camarillo es la intención de respetar al niño (aunque no siempre lo logre, y termine el cuento con una frase impositiva de adulto). Pereyra afirma que el "niño admira cuanto admira el hombre. El niño no es un ser inferior. Todo lo comprende, menos las complicaciones de la perversidad". En un texto que ella misma cita de Anatole France, Los niños y los libros, afirma que es terrible la literatura infantil cuando "el autor trata de igualarse a los pequeños, y se vuelve niño, mas sin la inocencia y la gracia de éste".

Ilustración tomada de El Cancionero de la escuela y del hogar (1934), de Leonardo LisEn este sentido, Graciela Montes, escritora de cuentos para niños, recuerda que es a principios del siglo XX cuando "la literatura infantil española y latinoamericana comienza a desprenderse, esforzadamente, del terreno pedagógico y se consolida como género. Muchos autores consagrados dedican textos a los niños (Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, Nicolás Guillén, Ana María Matute, Federico García Lorca, Juana de Ibarbourou, Gabriela Mistral, Álvaro Yunque, Horacio Quiroga, Clarice Lispector, Aquilez Nazoa, Conrado Nalé Roxolo): el interlocutor infantil en situación de literatura y no de enseñanza ya parece una apuesta interesante".

Ya en los textos de María Enriqueta se nota este respeto, el intento de abandonar el tono pedagógico, aunque muchas veces cae en su propia trampa, como en el cuento "La bellota y la piedrecita" donde va construyendo un diálogo entre una piedra que ha viajado por el mundo y una simple bellota muda. La piedra juzga insignificante a la bellota, hasta que de ella nace un árbol. Hasta ahí bien. Pero la autora cae en la tentación y termina como fábula con la piedra diciendo: "¿Quién hubieran podido figurarse que esa bellota tan pequeña, e insignificante, encerrase tanto valor dentro de sí?"

A lo largo de Rosas de la infancia (1912) y de Nuevas Rosas (1962), pueden observarse los intentos de la autora por hacer una formulación de literatura infantil valorándola desde la capacidad para imaginar. Por ejemplo, en el cuento "La puerta verde" una niña se "pierde" al contemplar el cuadro de una puerta, frente a la que dos niños esperan. Ella siempre imagina el mundo que está detrás de esa puerta. Con el solo pretexto del cuadro, María Enriqueta describe un mundo que no existe, pero que adquiere sustancia por la imaginación de esta niña que ve más allá del cuadro.

Hay otro cuento que llama la atención, aunque no pertenece a Rosas de la infancia sino a un libro posterior, de 1929, que se llama "Entre el polvo de un castillo". El cuento es realmente interesante por dos razones: por un lado es un ejercicio ejemplar de la imaginación (plantea mundos paralelos que se confunden); pero por el otro, es una crítica a la "incapacidad" que provoca esa misma imaginación. Trata del niño Leoncio, quien posee una imaginación desbordada. Esta cualidad es vista por sus padres como una enfermedad. "Su imaginación, exaltada como pocas, le impedía las más de las veces, dar remate a sus labores. Veíasele en medio de ellas caer de pronto en una meditación profunda y quedar inmóvil con la cabeza entre las manos y la mirada perdida en el vacío. ¿Qué hacía Leoncio en esos instantes? ¿Por dónde andaba? Erraba por la luna." María Enriqueta sigue bordando sobre la imaginación del niño, habla de los hombres en la luna, de los habitantes con "rostros como los de los lagartos, pero [que] andaban lo mismo que los monos". Los padres deciden no mantenerlo más, para ver si la necesidad lo obliga a dejar la ensoñación. "La imaginación te incapacita para todo. ¡No sé cómo curarte, cómo librarte de esa enemiga tuya! [...] Pero nada es capaz de retenerle en la realidad de la vida; todo se le escapaba, lo mismo que el líquido volátil de un frasco que se destapa."

¿De quién es esa voz, de la sociedad, del "ideal" de padre o de la autora? ¿Quién se cuestiona sobre la imaginación? Todavía queda la duda: ¿de lado de quién está la escritora, de los padres o de la capacidad imaginativa?

Ilustración tomada de El Cancionero de la escuela y del hogar (1934), de Leonardo LisLeoncio va a la ciudad y en su camino siguen sus fantasías. Lo persiguen las sombras del bosque... Su vida cambia radicalmente cuando conoce a un viejo que le ofrece trabajo en un castillo. Su labor consistiría en cuidar que no se acumulara el polvo, porque era a lo único a lo que le temía el viejo. "Tú no sabes que el polvo es el signo de la vejez, del olvido, de la máscara... Yo lo detesto porque ha caído sobre mí sin compasión, apagando el brillo de mi tez, empañando mis ojos, blanqueando mis cabellos", dice el viejo del cuento. El anciano emprende un viaje de un año, y Leoncio decide vivir en la ensoñación, calculando el tiempo que tardará en regresar su patrón. "Tranquilo pues, el polvo, sin ningún solo enemigo que lo asechara, siguió descendiendo con toda la constancia de que es capaz; bajó, cubrió, envolvió, amortajó cuanto había que amortajar y luego, como para borrar tanto muerto y tanta tumba, empezó a formar montañas, unas montañas negras, gigantescas, semejantes a las que se levantan en el desierto cuando los vientos ardientes pasean su cólera por las vastas soledades." Cuando Leoncio trata de salir de su cuarto, aquellas negras montañas y los monstruos que dentro de ellas se esconden, le impiden salir. Reconoce, en una de esas figuras extrañas, a su patrón, que felizmente reconoce la buena labor que el niño ha realizado mientras él lo espiaba en la casa de enfrente. Poco a poco se aclara la mirada del niño que se descubre a sí mismo frente a un castillo reluciente, con la escoba en la mano. "Las montañas de polvo, los monstruos que en ella habitaban eran fruto de su horrible imaginación."

¿Por qué la escritora sucumbe a adjetivar la imaginación? ¿Por qué obliga al personaje a juzgarse como defectuoso? En el fondo, este maravilloso cuento, lleno de cuentos dentro del cuento, con una buena construcción literaria como el ejemplar párrafo del poder del polvo, tiene un final moralizante aun cuando el niño había realizado exitosamente su trabajo.

La misma autora afirma, al citar a Anatole France, su fe en la imaginación y la necesidad de que los niños la ejerciten. En el texto France, el escritor arremete contra los libros de ciencias (educativos) y sobre todo contra los argumentos de M. Louis Figuier, quien cree que los cuentos de hadas perjudican a los niños:

[Figuier] ha descubierto que las hadas son seres imaginarios. Por eso no puede tolerar que se habla de ellas a los niños. Y les habla del guano que no tiene nada de imaginario. [...] Y bien, doctor, las hadas existen, precisamente porque son imaginarias. Existen en las mentes ingenuas y frescas, naturalmente abiertas a la poesía siempre joven de las tradiciones populares. [...] El más pequeño libro que inspire una idea poética, que sugiera un buen sentimiento, que mueva el alma, en fin, vale infinitamente más para la infancia y la juventud, que todos vuestros libracos atestados de nociones mecánicas.
En este sentido, y ya desde las teorías literarias actuales, Henri Wallon, especialista en literatura infantil, afirma que tradicionalmente se considera lo maravilloso como atributo esencial de la literatura infantil, pero muchos lo condenan acusándolo de desviar el buen juicio infantil, de contaminar y falsear la información, de poblar el espíritu de quimeras y de deformar peligrosamente la sensibilidad:
El empleo de lo maravilloso no deja de tener sus riesgos y es bueno que se los conozca. Pero también es bueno que se conozcan sus razones de ser. Y la atracción que siente el niño por él. Tiene su función en el desarrollo del alma infantil. Para comprender esto hay que recordar antes que ni los libros de maravillas ni la índole de lo maravilloso son idénticos en el adulto y en el niño. El adulto llama maravilloso a lo que está más de las normas admitidas. Sin embargo, en el plano de las interpretaciones y del conocimiento, el niño pequeño no posee aún normas. Lo que la curiosidad le hace encontrar y descubrir en su propio ambiente no puede ser calificado, hablando con propiedad, ni como normal ni como maravilloso.
La literatura de Camarillo no se dirige especialmente a este mundo "maravilloso" o de hadas, pero respeta ese mundo paralelo que es la imaginación, donde los habitantes de la luna cobran vida en la mente de un niño, donde un jardín florece detrás de la puerta pintada en un cuadro...

En este sentido, sobre las maravillas y la imaginación, M. De Lescure (citado por Anatole France) afirma en su antología El mundo encantado: "Es la necesidad de olvidar la tierra, la realidad, los desengaños, las afrentas (tan duras a las almas dignas), los choques brutales (tan dolorosos a las almas delicadas). Es una necesidad universal. El ensueño, más que la alegría, distingue al hombre de los animales, y establece la superioridad de aquél."

Si pensamos en una mujer, publicando y escribiendo en un México posrevolucionario, los cuentos de María Enriqueta son realmente un espacio abierto para la imaginación del niño o, por lo menos, son una puerta que se abre.

Aunque el personaje Leoncio "aprenda" del poder de su imaginación para deshacerse de él, y en la oculta moraleja María Enriqueta parezca traicionar sus principios, sus cuentos tienen una intención renovadora. Como dice Anatole France, el niño tiene una necesidad de soñar, su imaginación está en actividad y por eso ama el cuento. En este sentido, los cuentos para niños, desde una nueva perspectiva más allá de la educación, y más allá de la calidad literaria, deben ser estas puertas que María Enriqueta Camarillo comenzó a abrir a principios del siglo xx: el cuento debe ser un espacio que alimenta una necesidad del alma.