Jornada Semanal, 4 de noviembre del 2001                       núm. 348

LA MARCHA DE RADETZKI, PELLICER Y JUÁREZ

Estaba sentado en el aeropuerto de Hamburgo frente a una mujer que me recordaba a la bella que escribía con una tinta azul pálido de la preciosa novela de Franz Werfel. Por esas épocas me daba por escribir poemas sobre vikingas hermosas y despectivas que recorrían con pasos seguros los pasillos de los aeropuertos, y me dedicaba a estudiar la literatura austriaca de fines del xix y de principios del terrible siglo XX. Orientado por García Ponce y José María Pérez Gay, caminaba los caminos de Musil, Roth, Kraus, Von Doderer, Schnitzler, Broch, Werfel, y pensaba en el enorme imperio de don Francisco José, en “el pobre Max”, la asesinada Emperatriz (veía el siniestro reflejo de la puntiaguda aguja temblando en la mano terrorista) y en los vieneses palmeando, en cada concierto de año nuevo, la Marcha de Radetzki.

La mujer parecida a la que escribía con una tinta azul pálido (Vera Wormser revivida) nos miraba a todos y a ninguno en particular. Sus ojos azules y profundos recorrían la sala de espera y se detenían en un cartel que anunciaba unas espectaculares vacaciones en la “antigua ciudad maya de Cancún, el lugar de los dioses mexicanos” (estas aberraciones históricas compiten solamente con las entusiastas reflexiones nacionalistas de los locutores de Televisa en la noche del 15 de septiembre). De repente, como en la misteriosa anécdota que alguna tarde de rosario y chocolate con picatostes nos contara Buñuel, la hermosa se levantó y fue hacia la salida de la enorme sala. La vimos pasar la puerta y la perdimos entre la multitud de turistas japoneses con cámaras de todos colores y tamaños. Nos dejó hundidos en un mar de dudas sobre su presencia en la sala de espera, su posible papel de pasajera (Munk nos ayudó a formar el personaje), su renuncia al viaje y su salida serena y resuelta. No era factible continuar la fabulación, pues la pasajera huida solo nos había dado esos elementos, dejándonos en la total perplejidad. Cuando formamos la fila para entrar al avión, todos volteamos para ver si regresaba la bella werfeliana. Nuestras esperanzas se frustraron y subimos al aparato con la sensación de que habíamos dejado algo importante en tierra. El desasosiego nos acompañó durante el viaje de una manera tan acuciante que, ya en el aeropuerto de Viena, seguimos buscando a la mujer que escribía con tinta azul pálido. Muchos años después y siempre que tomo un avión, creo verla caminar delante de mí, corro, me acerco y me encuentro con un rostro que en nada se parece al buscado.

Su memoria me inclinó al estudio y al goce de la lectura de los grandes austriacos del XIX y el XX. En casi todas sus obras se tiene la sensación de estar al borde del abismo, de perder incesantemente algo que ya nunca podrá recuperarse... tal vez la juventud, la salud, la lucidez, la serenidad, la vida misma. Veo al viejo sirviente de La Marcha de Radetzki de Roth, esperando la muerte de una manera suave y comedida para no molestar ni perturbar al joven amo; veo a José, el defensor del orden en Los exaltados de Musil, tratando de impedir la caída de los valores puestos en duda por una nueva generación; sigo los pasos del Virgilio de Broch en el último día de su estancia en la Tierra y tiemblo ante la fuerza y la inteligencia insobornable de un Karl Kraus asomado al fin del mundo.

Todos estos datos se unen para entregarnos la prodigiosa imagen de la ciudad capital del enorme imperio austrohúngaro. En ella la música, la pintura, la literatura, el psicoanálisis, la filosofía, la nueva física florecieron con fuerza incontrastable. Si en esos tiempos hubo una ciudad luz, ésa fue Viena. Digo esto sin menoscabo de París, que proyectaba sobre el planeta la luz que unía a la inteligencia una gracia irrepetible.

En 1964, al terminar un ininteligible congreso de escritores iberoamericanos, organizado en Génova por un organismo fantasmón de la Democracia Cristiana y del ala liberal del Vaticano, un grupo de sobrevivientes de la “retórica comunitaria” que había metido con calzador a la latinitá italiana (D’Annunzio y el payaso trágico aportaron sus rimbombancias sobre el tema) y a la latinité originada en el pobre discurso de Napoleón el pequeño, encabezados por Carlos Pellicer, huimos hacia el norte y, en pocas e intensas jornadas, nos pusimos en Viena dispuestos a buscar los restos de la luz finisecular que abrió las puertas a la más sólida de las modernidades científicas y artísticas. Pellicer se había fatigado cumpliendo sus obligaciones de presidente del confuso congreso (en una sesión logró que se aprobara la condena a Estados Unidos por el asalto pirata a la República Dominicana), pero estaba dispuesto a recorrer las calles de la capital imperial para recordar a Freud y asomarse al mundo de Schnitzler (tenía muy presentes dos pequeñas novelas: Morir y El teniente Gusti).

Cumplimos en parte nuestros planes y, la tarde anterior a nuestra salida, visitamos la Cripta de los Capuchinos. Andaba yo por los rumbos de las emperatrices y princesas cuando escuché el grito de protesta de Pellicer. Corrí y lo encontré señalando indignado la tumba del “pobre Max”. Una mano airada había agregado al nombre y al título una estúpida nota informativa: “Asesinado por bandidos mejicanos.” Nos unimos a Pellicer en la protesta, hablamos a la embajada y, después de muchas gestiones, se logró que la información fuera borrada. En la tumba ya sólo figuran el nombre del Archiduque y su título de Emperador de México (hasta la X conseguimos, a despecho del eurocentrismo).

Escuchando La Marcha de Radetzki nos alejamos de Viena. Un silencioso Benito Juárez iba en el coche, sentado junto a Carlos Pellicer.
 

Hugo Gutiérrez Vega
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