Jornada Semanal,  21 de octubre del 2001                                                   núm. 346
Amalia Rivera

entrevista con Rosario Ibarra de Piedra

 El desconocimiento de la quietud

Cuesta trabajo imaginar que doña Rosario Ibarra tenga un momento de quietud. Entre el trabajo colosal que desarrolla desde 1975, cuando desapareció su hijo, viajes, escritura de cartas, entrevistas a los medios y las actividades de Eureka, es lógico suponer que esta mujer de setenta y tres años cae en la cama como piedra hasta el día siguiente en que continúa buscando las agujas en el pajar de la infamia.

Para poder desplegar tanta energía y pasión, la doña se aplica un bálsamo cada noche: la literatura. "La lectura es un remanso, mi bálsamo", explica. "Meterme en un libro es olvidarme del mundo un momento. Todas las noches leo, pero antes de apagar la luz, lo último que veo son las fotos de mi hijo."

La palabra se le da fácil, y con una fluidez que envidiarían muchos políticos, comienza su discurso hilvanando con precisión cada recuerdo de su primer contacto con los libros. "Mi padre solía leerme; desde que tengo uso de razón me sentaba en sus piernas y me pedía que escogiera un libro que me leía hasta que me quedaba dormida." En esa casa no había ninguna lectura prohibida, así que un día la niña de tres años pidió El manual del médico moderno que él leyó. "Claro que no entendía, pero la eufonía de la voz de mi padre, quien era agrónomo, gran orador de la logia masónica de Nuevo León con una cultura muy vasta, dejaba traslucir el sentido, porque la eufonía es muy importante. Ahí tenemos esas preciosidades en los versos de Rubén Darío: ‘Que púberes canéforas te ofrenden el acanto;/ que sobre tu sepulcro no se derrame el llanto,/ sino rocío, vino, miel;/ que el pámpano allí brote, las flores de Citeres.’"

El teléfono interrumpe el Responso de Verlaine y corre a contestar cual gacela, por citar un símil acorde con las imágenes del príncipe de la lengua castellana.

"¿En qué estábamos?", pregunta en cuanto regresa para responderse al instante: "¡Ah!, en la eufonía del lenguaje, que tiene sonoridades propias. Mi padre era muy bueno para leer y declamar. Tenía una voz de barítono. Él me aficionó a la lectura; decía que era lo mejor que había en la vida y nos la inculcó."

En su mesita de noche, a un lado de la cama con cabecera de barras de latón, siempre hay "una tanda de libros. Todos los días me quedo dos o tres horas leyendo. Los viejos dormimos poco y no veo tele, sólo cuando algún factor me obliga, más bien leo periódicos". En esas "tandas" figuran novedades y lecturas clásicas que le dejaron "recuerdos gratos, pero otras me revolvían la entraña; algunas que en mi juventud me conmovieron hasta las lágrimas, ahora veo que no era para tanto, y al revés, ya de vieja, con el dolor acumulado, te llegan más".

Sin embargo, a veces el bálsamo resulta contraindicado porque reaviva las heridas: "Como Recuerdos de la muerte, de Bonaso, Nunca más, o Espartaco, de Howard Fast, y otros que tienen dolor, sufrimiento y tortura me cuesta mucho trabajo leer o consultar." Entonces los deja reposar y lee otra cosa. Opuesta a los "favoritismos" hasta en la literatura, no tiene preferencias ni en géneros ni autores.

"Leo de todo, lo mismo teatro de García Lorca que a Ibsen, Shakespeare o a autores modernos. Me gusta la novela, biografías, historia, en fin, lo que me llame la atención. Cada vez que puedo me voy a hurgar a La Lagunilla. ¡Me encantan las librerías de viejo! Ahí encontré los libros de Giordano Bruno, que había prestado y perdido, pero ya recuperé dos obras, así que me voy a hacer un campito para volver a leerlo."

El parnaso de los benefactores 
de la humanidad

En cuanto a la vieja polémica entre literatura y política, Ibarra se niega a meterse en esa camisa de fuerza al elegir sus lecturas: "Hay cosas hermosísimas que tienen la enjundia de defender un asunto que es de bienestar para la generalidad y el pueblo, pero puede haber obras hasta frívolas que sean buenas. Y está también la contraparte: gente que presume de que sus libros son dechados de apoyo a los derechos populares cuando en realidad es demagogia, porque una cosa es lo que escriben, otra la que piensan y otra la que hacen. Hay escritores que escriben sobre un pueblo que sufre y después uno se los encuentra de muy amigos de los que están en el gobierno, y no es uno, ¡son un montón! Eso me parece un engaño al pueblo que los ubica en el parnaso de los benefactores de la humanidad cuando son una hipocresía."

¿Nombres?, le pregunto. "¡Hay muchísimos en América Latina y en todos lados! Dicen una cosa y hacen otra, pero si tienen buena prosa, hay que leerlos, de todo se aprende."

El remanso incluye sentarse cómodamente en un sillón a leer y ver "los manchoncitos del libro, las anotaciones; me gusta olerlo y disfrutar sus letras o sus ilustraciones, como los dibujos de Gustave Doré en la Divina Comedia". Por eso mismo no la convence internet: "No me parece nada bonito leer un libro en una pantalla toda luminosa, de la que salen ruidos y la página se voltea muy raro y para todo hay que picar teclas."

No se asume periodista ni escritora ni analista política "ni nada que se le parezca". Sin embargo, desde 1982 escribe martes a martes en El Universal: "Yo no quería, pero Ealy Ortiz me insistió que expusiera mis puntos de vista y José Reveles me animó mucho: ‘Escribe como platicas’, me dijo, y seguí su consejo. Me gustaría tener un estilo precioso, qué se yo, como Valle-Inclán o como Gabriel Miró o Guillermo Valencia. Tampoco me atrevería a escribir algo en verso, ¡qué esperanzas que pudiera hacer algo como Rubén Darío, que me encanta, o como Alfonsina Storni! ¡Resultaría casi un pecado tratar de hacer algo que ni se le va a parecer!"

A pesar de su autocrítica no desecha escribir sus vivencias, pero "de una manera muy sencilla, porque no tengo facultades para hacer una cosa enjundiosa; sería algo en forma de cartas a mi hijo, en las que le contaría lo que ha pasado desde que no está conmigo, haciendo una especie de reminiscencia del pasado... pero cada vez que me siento a escribir, al asomarme al pasado veo tantas cosas amadas y ausentes que me resulta muy doloroso."

Quieren un pueblo 
que no sueñe

La casa de doña Rosario es como un pequeño museo perfectamente ordenado que ella misma limpia; una decena de cruces cerca del techo, retratos de su hijo en las paredes, la carta que le escribiera el subcomandante Marcos en el día de las madres, el primer cartel en el que los desaparecidos políticos salieron a la luz pública, sin que falten fotos de ella en plena efervescencia oratoria.

"Nunca en la vida pensé llegar a estar en una tribuna ni ser oradora ni nada; lo hice al trancazo de la lucha y el zarpazo de la represión me hizo hablar en público. La primera vez fue el 18 de abril de 1977, a dos años del secuestro de mi hijo, en el Congreso de Nuevo León; aventé mi bolso y me subí a hablar nada más para decir lo que pensaba y lo que traía adentro."

No obstante, como suele decirse, "ya traía el don". "De joven declamé mucho y la gente me pidió que le enseñara a sus hijas. Yo no quería, porque cada quien debe decirlas [las poesías]como quiera, pero accedí. Allá por 1950 puse una escuelita de declamación en Monterrey a la que llamé Gabriela Mistral. En ese tiempo ella era cónsul de Chile en Veracruz y se enteró por una amiga de mi madre, quien le llevó una invitación para un recital poético, y me mandó su retrato dándome las gracias: ‘A Rosario Ibarra que me ha dado, sin saberlo, una casa de poesía.’"

La lucha de doña Rosario incluye su preocupación por la educación: "Los gobernantes tienen pintado en la frente un signo de pesos, para ellos leer no es productivo. Hace unos años hubo una rarísima huelga en Cristalera de Monterrey. Fuimos a apoyar a las esposas y la empresa nos echó chorros de agua al compás de música de Mozart en los altoparlantes. ¡Para eso usaban la música de uno de los genios de la música de todos los tiempos! Quieren un pueblo que no conozca la ley, un pueblo que no sueñe."

Y da otro ejemplo más reciente. Durante la huelga del coro de Bellas Artes del pasado 7 de junio, apoyada por las doñas de Eureka, se cantó a las puertas del palacio el Nabucco de Verdi.

"Unos trabajadores se pararon con su loncherita preguntándome qué cantaban. ‘¿Esto es la ópera?’, me dijo uno de ellos. ‘¿Y por qué no nos habían dicho? ¡Qué linda!’ ¡Por favor! si cobran tanto por oírla, quién va a poder pagar. En cambio nos endilgan en la televisión unos programas horribles con gritos y gesticulaciones espantosas. Me parece que vamos mal, se están enajenando generaciones enteras con la mercadotecnia."

Un día doña Rosario, que no se sabe quedar callada, y quien hace su propio mandado y su comida, reclamó en una tienda de autoservicio el volumen tan alto y la música guapachosa que, según le informó el encargado, "obedece a estudios de mercadotecnia para que la gente se acelere y eche más y más al carrito".

"Ya de perdida, le dije, deberían poner Sobre las olas o El Danubio azul para comprar lo necesario y no echando al trancazo."

En su remanso también entra la música clásica, sin que falte la de El Fonógrafo, "estación de ruquitas, como dicen mis amigos jóvenes, con canciones de Emilio Tuero, Marilú, Amparo Montes; también me gustan tangos, danzones, pasodobles, porque me recuerdan cuando era joven y bella y bailaba". Pero aun al escuchar música mantiene una posición crítica encontrando sin buscar el negrito en el arroz: "La música ranchera también me gusta, sobre todo los corridos; hay unos muy bellos en su versión original, ¡pero hasta eso se ha tergiversado! El de Gabino Barreda ahora dice que dejaba mujeres por donde quiera y que lo mataron para salvar el honor de una mujer, cuando Gabino luchó y murió besando la tierra y nunca anduvo como macho irresponsable."

Si Jesús Piedra Ibarra no hubiera sido desaparecido, "probablemente estaría en mi hogar, en Monterrey", responde convencida, "con mis nietos; a lo mejor tendría más con los de Jesús. Estaría leyendo muchísimo, más que ahora, quizá tratando de escribir algunas cosas.

Una cosa es segura: no estaría bordando, aunque sabe hacerlo y muy bien.