Eduardo
Césarman
Un
día para vivir,
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El
que habla se toca la cara y la siente muy usada; dentro de su cuerpo
hay un alma sólida, pesada, irremediablemente material, y piensa
en los mil modos de llenar el día. La voz le pertenece al doctor
Eduardo Césarman, aunque sólo transitoriamente, pues la entera
libertad y la inevitable arrogancia son los extremos de un péndulo
en el que oscilamos todos los que hacemos de la literatura el mejor modo
de sortear un día raro de ésos que no tienen sentido, como
pueden ser casi todos los de nuestra existencia.
Amanece. La agresiva luz de la mañana enciende los voluptuosos cortinajes. El Hombre estira el brazo y logra interrumpir el despertador poco antes del escalofriante zumbido. Es un sol tempranero, primaveral. Está contento de que la noche termine y se lleve todos los fantasmas de su muerte. Se siente incómodo ante la indiferencia de la naturaleza, de que los días se acorten y se alarguen según las estaciones. Le molesta que cada atardecer sea distinto, la independencia de cada crepúsculo. Quisiera que nada cambiara, poder quedarse cristalizado en la cúspide de su existencia. Rechaza la idea de que todo es transitorio, efímero y vulnerable. Le preocupa que su corazón lata. Un latido y otro latido. Esperar el último latido. Prefiere pensar en los mil modos de llenar el día. Se toca la cara y la siente muy usada. Es una calavera forrada de una piel acartonada. Le agrada que sea lunes. Con el paso de los años ya no le atrae enfrentarse al tedio supuestamente liberador de los fines de semana. Se incorpora de la cama con los miembros adoloridos, casi tullidos. Siente el alma sólida, pesada, irremediablemente material. Nada que un poco de ejercicio y un buen baño no resuelvan. Cada ciudad tiene su mejor hora. El mejor momento de la mía es el de una mañana aún muy tierna. Con su frescura de empiezo y de ilusión. Los madrugadores que salen a enfrentarse con la vida y los trasnochados que regresan a rumiar sus recuerdos. De las alcantarillas emerge el vapor de un infierno subterráneo. Las nubes ruedan bajas en este valle rodeado de montañas. El tránsito de vehículos se reanima humeante, empieza a llenar calles, avenidas, ejes viales y viaductos como un torrente de sangre que llena las arterias exangües de un moribundo. Ruido de escapes y de cláxones, silbatazos de los policías que, con genuino entusiasmo, tratan de animar el movimiento. En cada esquina surge una corte de los milagros. Malabaristas, tragafuegos, ventrílocuos; vendedores de billetes de lotería, de flores, de animales de peluche, de sombreros con un rehilete. Hay cancioneros, bailadores folclóricos y uno que otro asaltador que encañona con la pistola a un aterrado conductor. No percibo rencores ni reproches. Hay un algo de festivo en este torbellino, en esta violencia. Los cafés empiezan a llenarse de aquéllos que se reúnen para hacer del desayuno conversación, de los que todavía no desean sentarse en sus oficinas. La alborada de esta ciudad tiene algo de especial, de distinto. El día siempre empieza con alegría. Con razón tanta gente desea vivir aquí. Si trata de desviar la mirada, le detienen el mentón con la mano. Si se distrae para no escuchar le dan de picotazos dolorosos en el pecho, los hombros y los brazos con un dedo índice endurecido como varilla de acero. Se le exige que les vea la cara mientras le hablan. Debe escuchar, hipotecar su mirada, observar las fauces ondulantes que modulan las palabras. También quieren su oreja, ésta está al alcance de cualquiera. Su oreja se presta, se vende, se subroga, se empeña. En ella reverberan toda clase de necedades, de imprudencias y de lugares comunes, cosas que no entiende ni logra comprender. Apenas se apoderan de su oreja, aprovechan para llenarla de quejas, inconformidades, reproches, frustraciones reprimidas, querellas y toda clase de disgustos. No hablar. Las voces le sofocan. Lo que le dicen no le interesa. Le hablan almas que son tan vulgares como la suya. Le duele la lengua, le duelen los oídos. Se habla de lo mismo, de lo imposible. La inevitable monotonía. Mientras más gente conoce, más gente le habla. Decir por decir. Caer en contradicciones, indiscreciones. Las ideas se diluyen en las palabras. La inevitablf¡lusión, la cínica sospecha, el llegar a la injuria. No hay temas de conversación. Enmudecer, ya no buscar interlocutores. Un silencio pertinaz, sagaz. Evitar el irritante teléfono, el gran intruso. Algún momento de charla sencilla, alada, sin ocurrencias, sin ingenio, sin brillo, sin gracia, sin malicia, sin quejas, sin críticas, sin reiteraciones, sin anecdotario. Nadie tolera el silencio, se le considera un arma ofensiva. Se quedó mudo. No conversa con el taxista, con el bolero ni con el peluquero.
A nadie se dirige. Escribe con entera libertad o con inevitable arrogancia. Libre de la crítica, de los reconocimientos, de los círculos literarios, del comercio de la literatura. Palabras que no ameritan el encuentro personal con la lectura. Palabras pasivas para ser vistas, como un cuadro que se cuelga y se olvida en la pared, como una estática escultura. Las ideas le abandonan y las palabras son esquivas. Escribe febril e incoherentemente, con descaro y desenfado. Está de paso, en un día raro de ésos que no tienen sentido, en la hora del hastío entre las tres y las seis de la tarde. No encuentra el elegante y frondoso sauce en cuya sombra pueda vegetar y meditar. Escribe irremediablemente, como si transpirase; de primera intención, sin correcciones. Sin provocar, sin motivar, sin escandalizar a sus contemporáneos. Quizás le lea un hombre diferente, de una civilización por venir. Seres que para encontrarse hubieron de perder todo. Siente el alivio de que hoy tiene deseos de escribir. Le da igual no hacer nada. Se divierte con la reiterada farsa. Se protege y se esconde de la policía literaria. Por lo pronto, para escribir no necesita título, licencia ni permiso. De todos modos, hoy no puede escribir: es un día espléndido y no está enojado. |