Jornada Semanal, 30 de septiembre del 2001

 

EL BRASIL BRASILEIRO (V)

La poesía colonial sigue la ruta de la estrella encendida por Camõens en su Os Luisiadas y en sus magníficos sonetos. Tanto los eclesiásticos como los civiles siguieron los modelos portugueses y, sutilmente, fueron estableciendo los suyos y consolidando su propia forma de usar y de disfrutar la hermosa lengua nacida del galaico portugués y de las inmarcesibles voces y formas literarias iniciadas, entre otros, por Gil Vicente.

Tal vez el más original e intenso de los neoclásicos que rindieron sus armas y se pasaron al bando romántico fue José Bonifacio de Andrade (“Américo Elisio” era su nombre de Árcade de Roma. En esa Arcadía fue compañero de los mexicanos Ipandro Acaico y Clearco Meonio), autor de la “Oda a los bahianos”, largo poema en el que se hacen patentes las influencias de Byron y de Scott.

En el Bairro baixo de Salvador de Bahía (si anda uno por el alto, es preferible no usar el enorme elevador Lacerda y tomar la baixa do zapateiro. Así uno acumula deslumbramientos, se come un carurú frito en aceite de dendé y se pone a tararear la canción de Barroso. Si el conjuro funciona se puede ver pasar a “la morena más bonita de Bahía”), tiene su estatua el poeta romántico por excelencia, Antonio de Castro Alves, quien fuera militante antiesclavista y defensor de los valores fundamentales de la cultura negra de América. Su voz despertó ecos en otras latitudes y la siguieron Vachel Lindsay, Sherwood Anderson y, muchos años más tarde, Palés Matos, Langston Hughes, Guillén, Ballagas, Walcott, Aime Cesaire... Castro Alves, autor de versos intimistas, tuvo, como Byron, Solomós y Fóscolo, una gran voz alzada a la mitad del foro (López Velarde dixit) para hablar de lo humano y para “navegar por las aguas civiles”.

Vienen después los parnasianos como Olavo Bilac, Cruz e Sousa y Crespo, y todo se detiene un poco para abrir paso al modernismo brasileño que tuvo su peculiar iniciación en la muestra de la pintora expresionista Ana Malfati, celebrada en Sao Paulo en 1916. Ahí se echó a andar una revolución que abarcó a todas las artes y que tuvo distintas vertientes. Ya he hablado del llamado “primitivismo” que se consolidó en la Semana de Arte Moderno efectuada en Sao Paulo en 1922. Oswald y Mario de Andrade y su Macuníma, así como otros ilustres caníbales (“qué sabroso estaba mi francés”, se diría años más tarde) jugaron con esos sueños colectivos, con esas intrincadas identidades. La otra vertiente se dio en Río de Janeiro y encontró en el poeta y académico Manuel Bandeira su principal representante. Muchas cosas me contó Drummond sobre Bandeira y, en varias tardes cafeteras, recordamos su “Pasárgada” mítica, el sorprendente Recife (ahí nació en 1886), su galopante tisis, sus hospitales suizos (en su poema “Pneumotórax”, el médico le pide decir “treinta y tres” y, al escuchar el rumor cavernoso, afirma que lo “único que se puede hacer es cantar un tango argentino”), su amistad con Alfonso Reyes, sus traducciones de Sor Juana, González Martínez y López Velarde, sus ensayos, especialmente el dedicado al poeta suicida Antero de Quental, sus grandes libros de poesía como Carnaval, Libertinagem y A cinza das horas. Murió en 1968, haciendo cierto lo que dijo en su poema: “Ya me voy para Pasárgada,/ allá soy amigo del Rey,/ tendré la mujer que quiero,/ la cama que escogeré...”

Cecilia Meireles fue maestra de primaria y promotora de la excelente Biblioteca Infantil, uno de los mejores proyectos de iniciación a la lectura hechos en América Latina. Viajó mucho y pasó temporadas en México (era amiga de Alfonso Reyes), Puerto Rico (ahí trabajó con Nilita Vientós, Margot Arce y Concha Meléndez), Israel y La India. Entre sus obras destacan el Romance da inconfidencia con su notable retrato del precursor Tiradentes, Viagem y Vaga música.

Otro modernista de acusada originalidad fue Jorge de Lima, médico y cultivador de una poesía llena de elementos mágicos y de resonancias africanas.

Andábamos en el desapacible año de 1964, y Rafael Alberti nos anunció en Roma que iría a su casa de Vía Monserrato el poeta Murilo Mendes y que, con ese motivo, organizaría una reunión. Ahí estuvimos Alfonso Gatto, Vittorio Sereni, Miguel Ángel Asturias, Elvio Romero e Ignacio Arriola. Recuerdo la figura alargada y el rostro ascético de Murilo (se parecía un poco al Amado Nervo de la foto dedicada a las damas amantes de lo “puramente espiritual”), su enorme y nada pretenciosa erudición, su ingenio aforístico y sus ocurrencias surrealistas. Nació en Minas, vivió en Roma y en Lisboa, donde murió en 1975.

Los mejores momentos de mi estancia en Río los pasé en dos casas, la de Drummond de Andrade y la de Manuel Puig. Gocé por poco tiempo la amistad y el magisterio de Drummond, pero su memoria permanece en mi ánimo y en mi idea de lo poético. Miembro del movimiento modernista, pronto encontró su camino personal, tanto en la poesía como en el ensayo y el periodismo. El humor, la celebración de la vida y el placer y su elegante desencanto son algunos de los aspectos centrales de su lírica. Ze Pereira, Don Quijote, el elefante, la piedra y Charles Chaplin son los personajes de una obra poética en la cual la ironía, la sensualidad y el goce sexual en toda su plenitud se expresan a través de un estilo transparente y originalísimo. Por su recomendación me acerqué a la obra de un poeta en la sombra, Dante Milano, y llegué a la de Mario Quintana, el breve y delicado poeta de “Río Grande do Sul”, traductor de Proust, Charles Morgan y Virginia Woolf.

En la casa de Drummond se rendía culto a la memoria de Vinicius de Moraes y se leían de manera religiosa sus sonetos, perfectas joyas de la lengua portuguesa. Al llegar la tarde escuchábamos bossa nova, hablábamos de Elis Regina, Tom Jobin, Carlos Lira y aceptábamos que “la vida tiene siempre razón.”

Por esos años regresó a Brasil el poeta diplomático João Cabral de Melo Neto. Su obra, basada en la tradición del romance popular, exacta en sus ritmos y palabras, nos ayudó a entender que la poesía exige una condensación de tal intensidad que elimina las decoraciones y llega a esa desnudez buscada por Juan Ramón Jiménez.

Ledo Ivo, Ferreira Gullar, Haroldo de Campos, Affonso Romano y un número grande de jóvenes poetas, abren las nuevas rutas de la poesía brasileña. Algunos de ellos vendrán a la Feria del Libro de Guadalajara, en este año dedicado a Brasil y su literatura, para mostrarnos esos caminos nuevos. En este trabajo me he limitado a hablar de las viejas y permanentes rutas de la poesía que, cuando es genuina y buena, puede vencer al invencible tiempo.
 
 

Hugo Gutiérrez Vega
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