Jornada Semanal, 23 de septiembre del 2001 
 
Marcello Riccardi
 
 

Biografía de un perdedor entusiasta

En este brillante ensayo, Marcello Riccardi nos habla del triunfal regreso a Colombia de uno de los grandes perdedores de batallas personales, José Eustasio Rivera, poeta y novelista muerto en Nueva York a los cuarenta años de su edad. A él, como a su ente de ficción, Arturo Cova, lo devoró la selva, pues lo persiguió hasta Nueva York y ahí le asestó su maleficio. Riccardi estudia los acontecimientos reales que dieron origen a la gran novela selvática, pues debido a ellos Rivera dejó Bogotá para irse a los llanos del Casanare en mayo de 1918. Nuestro colaborador amplía su análisis para abundar sobre "la interrelación entre ficción y realidad que se da en la obra de Rivera" y para señalar los rasgos principales de su compromiso político, así como de sus luchas a favor del explotado y oprimido pueblo de la selva colombiana. Todos los lectores de La vorágine, al igual que Borges, nos quedamos con la sensación de que más que leer un libro, hemos estado en un lugar.

El último viaje del bardo de la selva estuvo marcado por signos contrarios a los que caracterizaron su vida. Comenzó un primero de diciembre en la entumecida Nueva York, tal vez uno de los sitios menos tropicales del mundo, cuando el poeta y literato contaba apenas cuarenta años de edad, y terminó un mes y nueve días más tarde, en el Cementerio Central de Bogotá. Encerrado en una urna hermética, por primera vez indiferente a todo el revuelo y la expectativa que siempre levantó a su paso, el cuerpo del escritor colombiano José Eustasio Rivera regresó triunfante a su país, a pesar de haber perdido casi todas sus batallas.

Su precipitada muerte, al revés de lo que fue una vida rabiosamente franca, estuvo rodeada por un halo de misterio e intrigas, dadas las extrañas circunstancias en que ocurrió. El informe del hospital tampoco ayudaba demasiado: "Causa del fallecimiento, desconocida." Para completar el cuadro de incertidumbre, el permiso de realizar una autopsia no fue concedido. Esto dio lugar a que la imaginación de algunos, poética o conspirativa, concibiera numerosas conjeturas sobre la temprana desaparición del escritor.

Algunos cronistas en Bogotá señalaron que su muerte fue una venganza de la selva, que desde la distancia afiló sus flechas para castigar al perpetrador, muy seguramente inspirados por apartes de su novela, La vorágine, donde el escritor asegura que "un sino de fracaso y maldición persigue a cuantos exploran la mina verde. La selva los aniquila, la selva los retiene, la selva los llama para tragárselos. Los que escapan, aunque se refugien en las ciudades, llevan ya el maleficio en cuerpo y alma".

Por su parte, los más desconfiados señalaron que la muerte de Rivera había sido una maniobra de los intereses económicos que se movían en el país, para deshacerse de un individuo incómodo y demasiado comprometido. Lo cierto es que la situación se prestaba para este tipo de suposiciones. Según el mismo Rivera lo había dado a entender públicamente, estaría en preparación una segunda novela, La mancha negra, que trataría, probablemente, sobre los intereses petroleros en Colombia, asunto en el que había hecho senda investigación durante los años anteriores. Tras la muerte del poeta, el apartamento que ocupaba en la Calle 73 de Manhattan quedó abandonado sin custodia, y, sólo cuatro días más tarde, fue elaborado un inventario de sus pertenencias. Entre ellas no estaban ni los borradores, ni los capítulos terminados, ni el plan de la novela, y ni siquiera los documentos de la investigación, que debería tener consigo. Hoy, más de setenta años después, aunque se sigue especulando al respecto, resulta menos probable saber a ciencia cierta las causas de su muerte.

El trayecto de regreso fue una ceremoniosa travesía, dotada del rigor y la solemnidad que, en vida, Rivera no contempló para sus numerosos viajes. El cadáver embalsamado partió de Nueva York, en medio del duelo de sus amigos y conocidos, a bordo del Sixaloa, buque a los servicios de -paradojas de la vida- una compañía de explotación de recursos naturales similar a las que durante su vida Rivera atacó desde todas las tribunas a que tuvo acceso. Días más tarde llegó a la ciudad de Barranquilla, puerto colombiano sobre el mar Caribe y puerta de entrada a la principal vía fluvial del país, el río Magdalena, donde las sirenas desgarradas de la ciudad decretaron el luto para la multitud de admiradores y devotos que acudieron a recibirlo. Una ceremonia que se repitió invariablemente en todos los pueblos y estaciones por los que pasó el lento viacrucis del retorno. La Dorada, Honda, Mariquita, Ambalema, Ibagué, Flandes, Girardot y finalmente Bogotá, detuvieron el avance de la marcha una y otra vez, para prodigarle los honores que, aunque merecidos, nunca recibió en vida. Todo lo contrario. Fuente de escándalos y malestar político, Rivera pudo experimentar los sinsabores de asumir una actitud combativa ante los problemas del país.

El germen de La vorágine

Un litigio de herencias, tema de su tesis de grado de la carrera de derecho en la Universidad Nacional, llevó a Rivera a los llanos del Casanare, al oriente de Colombia, por primera vez en mayo de 1918. Abandonar las comodidades de la capital, su tranquilo despacho de abogado y su fiel círculo de amistades, contrario a lo que pudiera parecer, no resultó una decisión demasiado difícil. De hecho, era una ocasión excelente para combinar el ejercicio de su profesión con la vida en los parajes naturales por los que se había apasionado dos años antes, durante las vacaciones previas al inicio de su último año de carrera.

El pleito, centrado en la hacienda Mata de Palma (que pasaría más tarde a la historia como Hato Grande), resultó más complejo y enmarañado de lo que indicaban los primeros indicios recibidos en Bogotá por parte de su contratante, de nombre José Nieto. Al analizar la situación sobre el terreno, Rivera no tardó en notar que estaba siendo utilizado para consumar un engaño. Fiel a sus principios renunció al caso y prefirió defender por su propia voluntad a la parte contraria, lo que le granjeó la peligrosa enemistad de su anterior defendido. A partir de ese momento, Rivera pasó a convertirse en furioso protagonista de un pleito que lo mantuvo encerrado en la "cárcel verde", como él mismo llamó a la selva, durante dos largos años no ausentes de contrariedades.

Sin embargo, los engorrosos trámites del litigio, ralentizados además por la continua sucesión de jueces ?alrededor de cinco en dos años? que se contradecían entre sí, le dejaban a Rivera espacio para dedicarse a lo que realmente le atraía de estas tierras: la vida al aire libre. Dotado de un don especial para ganarse la confianza de las gentes humildes, Rivera tuvo durante su estadía la oportunidad de escuchar innumerables historias de los habitantes y colonos de la región, compenetrándose con sus sentimientos y experimentando en carne propia los golpes de la adversidad. Pasó los días entre excursiones de pesca y caza, comprobando, a la vez, el lirismo de la naturaleza y su fuerza trágica, ese atractivo perverso que más tarde retrató con extraordinaria claridad: "Aquí, la parásita afrodisíaca que llena el suelo de abejas muertas; la diversidad de flores inmundas que se contraen con sexuales palpitaciones y su olor pegajoso emborracha como una droga [...] Es la muerte, que pasa dando la vida [...] ¡Todo por el júbilo de vivir unas horas más!"

Fue gracias a las correrías de caza que trabó sincera amistad con Luis Franco Zapata, habitante de Orocué que había sido designado por uno de los tantos jueces para establecer el inventario de la hacienda en disputa. Aunque el censo fue más tarde anulado por un nuevo juez, los dos hombres entraron en sintonía rápidamente y al poco tiempo Franco invitó a Rivera a instalarse en su casa. Allí, en innumerables veladas, el poeta tuvo la oportunidad de escuchar con detalle las apasionadas vivencias de su amigo por la selva, ese remolino voraz que aniquila seres y voluntades. Franco era un hombre con casi la misma edad de Rivera, que a los veinticuatro años había huido de Bogotá en compañía de una muchacha de nombre Alicia, para evitar el matrimonio concertado por la familia de ésta con un viejo terrateniente. Las narraciones de Franco sobre sus desventuras en la selva y los numerosos personajes que conoció, se convertirían más tarde en el esqueleto de La vorágine, la gran novela de la selva latinoamericana.

El libro comenzó a ser escrito unos años más tarde, en 1922, cuando, tras la muerte de su padre, Rivera se trasladó a Sogamoso, fría ciudad al interior del país. Hacia finales de ese año partió designado con la Comisión Limítrofe Colombo-Venezolana en calidad de secretario abogado. Este nuevo viaje, en el que tuvo que enfrentarse a las duras condiciones de la selva indómita sin prácticamente más ayuda que un revólver y unos cuantos acompañantes, indudablemente terminó de enriquecer con experiencias y sensaciones el proceso de escritura. Sin mapas, sin instrumentos de trabajo, en precarias condiciones físicas y anímicas, la Comisión terminó de trazar los límites y Rivera varios capítulos de la novela.

El viaje de regreso sirvió para nutrir tanto al libro como a la actividad política de Rivera. Durante todo el trayecto, el escritor estuvo recogiendo testimonios y documentación sobre las difíciles condiciones de vida de los colombianos fronterizos, así como de los infames procedimientos de las empresas de explotación cauchera. Quizá de esta época provienen las duras conclusiones de Rivera sobre la naturaleza humana sometida a condiciones adversas: "La selva trastorna al hombre, desarrollándole los instintos más inhumanos: la crueldad invade las almas como intrincado espino, y la codicia quema como la fiebre. El ansia de riquezas convalece al cuerpo ya desfallecido, y el olor del caucho produce la locura de los millones."

En ambos viajes, el primero del Casanare y el segundo de la Comisión, Rivera se enfrentó a los que durante su corta existencia fueron sus principales enemigos: la ineficacia del Estado, que abandonaba a sus ciudadanos y permitía la injusticia; y la enfermedad, que se cebó en la persona de Rivera con las fuertes fiebres del paludismo y las migrañas que lo postraban durante largos días en que rehuía cualquier compañía y se mostraba incapacitado para desenvolverse. Durante sus travesías por el corazón de la selva, Rivera había contraído no uno, sino dos gérmenes: el del paludismo y el de La vorágine.

En juego con la realidad

Cuentan en Colombia, país de rumores y decires, que al poco tiempo de publicada la primera edición de La vorágine, un sacerdote que había devorado con fruición la novela buscó a Rivera para exigirle enérgicamente que regresara a la selva y se casara con la heroína de su libro, tal como la moral y la costumbre cristianas lo imponen. Cuentan que Jorge Luis Borges, interrogado sobre la novela, aseguró no haber tenido la sensación de leer un libro, sino de haber estado en un lugar. Aseguran además los biógrafos de Rivera que durante sus últimos días en Nueva York, tras algún tiempo trabajando en la traducción del libro al inglés con el escritor y crítico chileno Earl K. James, éste puso en duda la veracidad de algunos de los pasajes. Rivera, no contento con resolver en el acto todas las interrogantes del traductor, al día siguiente regresó a su despacho con un grueso cartapacio de papeles y documentos que corroboraban todas y cada una de sus afirmaciones.

En Rivera, realidad y ficción se entremezclaban en un juego cuyos entresijos a veces resulta difícil desentrañar. Quizá una de las muestras más elocuentes sea la foto que salió publicada en la primera edición de La vorágine, en la cual podía verse a un hombre vestido a la usanza de la época posando en una ranchería de pescadores, en algún lugar de la selva. El texto junto a la foto aseguraba que el retratado era el protagonista, Arturo Cova, en las barracas de Guaracú, y otorgaba el crédito de la foto ni más ni menos que a su amante malograda, la trágica Madona Zorayda Ayram. En realidad, el hombre de la foto era el mismo Rivera y el fotógrafo su amigo Luis Franco Zapata, es decir, Arturo Cova.

Esta interrelación entre ficción y realidad que se descubre en la obra de Rivera no es producto de una picardía premeditada para plantearle al lector divertidos juegos, más bien es expresión de una personalidad híbrida en sí misma y multifacética, cuyas diversas vertientes, más que diferenciarse o jerarquizarse, se complementaban en la obtención de objetivos inspirados por ideales patrióticos y estéticos. Testimonio significativo lo dan las sonoras contiendas en que se vio envuelto durante su carrera, en las que se enfrentó a brazo partido contra una clase política viciada e irresponsable. En ese periodo se valió del periodismo, de los mecanismos políticos constitucionales, de sus cualidades como orador, de la literatura y, cuando hizo falta, de su revólver, para defender con vehemencia sus denuncias sobre diversas irregularidades, violaciones y corrupción en la contratación y puesta en marcha de importantes proyectos de explotación de recursos naturales.

Esta personalidad híbrida que Rivera expresó en su obra desconcertó a los críticos de la época, muchos de los cuales se mostraron incapaces de apreciar el libro en su verdadera dimensión. Inmerso como estaba el país literario en la transición del centenarismo a las nuevas vanguardias, una obra tan diferenciada de la producción habitual sólo pudo ser recibida con sorpresa.

Por eso, además de las críticas motivadas por rencillas políticas y personales, que no merecen ser tenidas en cuenta, el libro recibió numerosos comentarios de los más diversos tenores. En su confusión, los críticos no atinaban a determinar exactamente lo que les inquietaba y dispararon sus salvas en distintas direcciones. Se acusó a la novela de poética e incluso entre amigos y conocidos se organizaron partidas de caza de endecasílabos y alejandrinos; pero también se desestimó al Rivera literato frente al Rivera poeta. Los críticos menos drásticos se limitaron a afirmar que era una crónica de viaje en un molde de novela; sin embargo, contradiciéndolos, unos más afirmaron que ni siquiera era una novela porque su estructura les parecía disparatada. Hubo también quien sencillamente afirmó que no era una novela, pero por su gran contenido de hechos reales.

Entre las fuentes del desconcierto de los críticos se descubren tres aspectos que es relevante destacar, por tratarse, precisamente, de rasgos que hoy son considerados intrínsecos al valor de la obra: el ritmo poético de la narración, su estructura y la conjunción entre ficción y realidad. La novela, en efecto, tiene una cadencia interna que es vestigio del ejercicio poético del autor, y esto se hace más evidente en la primera edición que en las posteriores, donde Rivera, permeado por las críticas, intentó diluir los rastros de su espíritu lírico. Por otra parte, la estructura de la novela, que en principio pudo parecer deshilvanada, por dar la impresión de perderse en meandros y sinuosidades similares a la hidrografía selvática, responde claramente a un modelo triangular: la sierra como paraíso, el llano como purgatorio y la selva como infierno. Sólidamente constituido sobre este armazón, el descenso a los abismos del protagonista mantiene su marcha invariable a pesar de su apariencia errática.

Ubicados en el contexto de aparición de la novela, no extraña que el carácter mixto de sus fuentes, realidad y ficción, haya confundido a los críticos que, sujetos a la teoría literaria del momento, no conseguían catalogarla. Se dijo, entre otras cosas, que era una narración de viajes, un libro de aventuras, una novela de folletín o una historia policiaca. Posteriormente se agregaron nuevos adjetivos. A la novela se le entroncó con la literatura telúrica, y también, aprovechando que aparecieron por esa misma época otras novelas equiparables en contenido y ambientación, como Canaima o Toá, se ha dicho que inauguró un género llamado Novela de la Selva. A decir verdad, La vorágine, novela híbrida de transición, está más cerca del realismo social que de cualquier otro género. Pero de un realismo social particular, que va más allá de la recreación e incluso toma prestadas herramientas de otras disciplinas como el periodismo, para revelar hechos concretos y reales, sustentados por documentos, entrevistas y un profundo trabajo de investigación sobre el terreno. Con todo, fue una novela que, superando todas las reservas y polémicas, trascendió al punto que tal vez no haya en la literatura colombiana de la primera mitad del siglo xx, una obra de ficción que haya alcanzado mayor popularidad.

Final y comienzo del camino

La muerte de Rivera está muy relacionada con su nacimiento, porque nació de paso y murió viajando. El 19 de febrero de 1888, en un lugar del camino que conducía de Neiva, sur de Colombia, a la población de San Mateo, que posteriormente cambió su nombre por el apellido del escritor, nació José Eustasio Rivera Salas. No se sabe con certeza, pero se dice que llegó a este mundo con la enfermedad que finalmente acabó con su vida. Quienes esto afirman se basan en el certificado de defunción, donde se menciona un derrame cerebral de causas indeterminadas. Pero también en el estudio de su historia, donde junto a los ataques de malaria que sufrió en la selva se observan otros padecimientos: en ocasiones le asaltaban intensos dolores de cabeza que lo sumían en completa inactividad, enmudecido, rehuyendo la compañía. Mismos síntomas que ya en 1909 lo habían obligado a abandonar por una temporada los estudios.

Sin embargo, Rivera había nacido para perdurar y él lo sabía. Por eso, aunque en ocasiones intentara hacer gala de modestia, toda su vida estuvo marcada por la búsqueda incesante del reconocimiento para sus ideas. Esa búsqueda lo había llevado a enfrentarse al medio país político y al otro medio literario; lo había conducido por los parajes inhumanos de la selva y los inhóspitos del alma humana; lo llevó incluso a viajar a Nueva York, donde esperaba traducir su novela al inglés y vender los derechos cinematográficos, cosa que jamás se logró por las exigencias nacionalistas que Rivera quiso imponer a los productores.

En el camino quedaron sus batallas y quedaron triunfantes sus enemigos. Ganó la enfermedad, ganaron aquellos que pese a las denuncias culminaron su carrera política con la calma de aquel que deja asegurada su herencia. La selva sigue siendo tierra de nadie, donde lo único que llega son las empresas de explotación natural y su riqueza sigue siendo la pobreza de los pueblos indígenas. No obstante, Rivera perdió para ganar, porque al final su imprescindible libro se convirtió en testimonio y fuente primera tanto de una literatura pujante que no ha cesado de rendir frutos, como de las aspiraciones por conseguir un trato justo y humano para la región amazónica y sus habitantes.