Experimento con la India |
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Un
largo trago de whisky, un trago laico, tengo ganas de la India, no de ambigua,
tal vez mediocre literatura... Así se prepara un hombre italiano
cuando el avión en el que viaja y que pareciera estar de acuerdo
con el universo, se acerca, de noche, a las primeras luces de la tierra
de Siddharta, Shri Ramakrishna, Vivekananda, el universo infinito, el Absoluto
y todo lo demás que trasciende el conocimiento libresco precisamente
porque para conocerlo en realidad hay que entrar a ello como se entra a
la cabina de un avión: sin saber a ciencia cierta qué, cómo
y cuándo pasará.
Un tal que, más que conocer, me ocurre frecuentar con una cierta forzada asiduidad, está por partir hacia la India. Es un viaje que, desde que lo conozco, siempre ha deseado realizar, y no raras veces se tenía la impresión de que su temperamento lúgubre derivase del hecho de nunca haber visto un centímetro cuadrado de suelo indio. Como todos aquellos que han leído Siddharta de Hesse, desconfío de los que desean ir a la India de una manera casi hipnótica, intensa, nostálgica, naufragante. Ignoro si mi amigo ha leído Siddharta, pero supongo que si es así no habrá hecho mucho caso. Lo he encontrado en estos días, y lo he encontrado abatido y lúgubre, como de costumbre. Sólo que su tristeza escondía y develaba al mismo tiempo un fondo de sabiduría ligeramente alarmante. Es increíble, me dice, tomándome por el codo como si fuera un condoliente en una ceremonia conmemorativa, es increíble cuántos errores psicológicos, intelectuales, filosóficos puede cometer una persona que está por irse a la India. Justamente creo que puedo decir que en estos últimos diez días he hecho ya un viaje mental a la India que me ha dejado extenuado. Podría romper el boleto, e igualmente tendría un itinerario que relatar. ¿Sabes, me ha dicho bruscamente, que los griegos decían que Dionisio tenía una morada en aquellas tierras? Debe ser cierto: son diez días que vivo en un éxtasis de sudores fríos, de escalofríos, de insomnio y además de pesadillas. Murmuré una genérica simpatía. No me escuchaba; no estoy seguro de que supiera que estaba junto a mí. Por ejemplo, cuando uno está por ir a la India, comienza a pensar que es un genio. Sólo los genios, ¿no?, tú me entiendes La India. Pero naturalmente no es verdad. La India es una gran seductora, te sugiere: Si vienes a mí, eres un dios, un encantador de serpientes, una serpiente; eres mi eterno amante. Mala literatura, susurro. Pésima, dice mi amigo; pero no es fácil renunciar a tanta, y tan generosa mala literatura. ¿Por qué no se renuncia a un gran amor? Porque, literalmente, es algo ínfimo. Y también te dice, en realidad ignoro quién: ven a buscar los lugares de tus reencarnaciones precedentes. Sabes, una vez soñé que vivía en Patna1 . Podría ser. Suspira. Luego se te ocurre que para ti todo ha terminado, apenas llegas a la India comienzas a tener levitaciones, visiones, tropiezas con mandalas, encuentras una sakti, y conoces el gran flujo de la existencia (quizá ha leído Siddharta). Sacude la cabeza. Es toda una faena de flores de loto, como en Este2 , me parece, hacia Rovigo, de ojos abiertos sin pupilas, de curry y de monzones; y de vacas sagradas, ¿no?, añade como si esperase una confirmación inútil. No entiendo si quiere o rechaza a las vacas sagradas. Luego, me dice con súbito y remiso furor, la India es a la vez trágica y apacible, los monjes usan una escobeta cuando caminan para no aplastar insectos. Estoy leyendo la Bhagavadgita, añade con una extraña vulgaridad en la voz que descubro septentrional, quizá milanesa, ¿sabes? Me gusta Krishna. Es un dios. Espero conocerlo. Luego lo observo huir espantado, y yo huyo con él.
El viaje prosigue por la noche: estoy consumiendo Arabia, desiertos, montañas, mares, estoy gastando el mundo para tener una propina de la India, una moneda, una rupia, un collar del país del que únicamente sé lo que se puede aprender en los libros, que no es mucho, y además poco claro. Naturalmente, no viajo sólo en Siddharta, que es una hermosa carrocería, sino también en el Vedanta. Christopher Isherwood, el exquisito narrador de fábulas berlinesas, que se acurruca, atormentado y confiado, a los pies de Shri Ramakrishna y de Vivekananda. Un escritor malicioso, muy lúcido, terrestre, metropolitano, un impecable narrador de vulgaridades pasionales, de penas mediocres, de aventuras intrínsecamente nocturnas. Y Huxley, un hombre tan agudo, seco, ágil; también él rebuscó en el Vedanta, en busca de una mínima hipótesis de trabajo que permita explicar por qué nunca nos matamos de inmediato, cuando mucho luego de conseguir el diploma de tercero de primaria. Cuántas cosas hay en el Vedanta: está el Absoluto, y Brahman y Atman, hay un universo infinito, y la pérdida del yo: tú eres Esto, donde Esto es lo que no eres tú. El Vedanta es una cosa noble, tan terriblemente noble, y sin risa; me muevo a disgusto en mi asiento, y me digo, me confieso que provengo de un continente donde hace tiempo que de Absoluto no se produce nada, y donde existe una risa seca y tormentosa que quizá ha delineado definitivamente nuestros rostros. ¿Pero estoy viajando hacia una república, o hacia la morada del Vedanta? ¿Qué sé, pienso, fantaseo, sobre la India? Como, creo, muchos europeos ideológicamente perplejos, tengo la impresión de que la India es un lugar de alto tenor a Dios, una selva que produce monos, pavos reales y ascetas; aquí existen aún los Maestros, los Profetas, y cuando se habla de la Verdad no se alude a un caso jurídico, sino a la Verdad total, cósmica; y bien, ¿no será la India un país cósmico? Para nosotros que de cósmico ya nada tenemos excepto un poco de astrología semanal, podría ser un trauma intolerable. ¿No habrá, me digo cobardemente, un poco demasiado de Absoluto en este país que goza del misterio y de los enigmas?
Un largo trago de whisky, un trago laico, tengo ganas de la India, no de ambigua, tal vez mediocre literatura; no voy a reencarnarme, ni a conocer los lugares donde he vivido hace tres siglos esto le sucedió a algún teósofo sino que voy en guardia, oh, cómo estaré en guardia; si veo la esquina contra la que me apoyaba corroída por la lepra secular, miraré el reloj, echaré a andar, y será claro para todos, también para el Absoluto, que ciertas tareas las reputo demasiado privadas para discutirlas en presencia de la servidumbre y de los niños. Y en cuanto al Absoluto, grito en un último ímpetu, le recuerdo que el último libro que he leído antes de emprender el viaje ha sido Del amor de Stendhal: milanés, como, con rara cobardía, en este momento recuerdo que soy. Todos los europeos morimos, mi querido Absoluto. Por ello nuestra carcajada es inconfundible. Me agazapo en el asiento, el avión está descendiendo, lentamente, con gracia: me zumban los oídos, aprieto los puños, y en la aún cerrada noche atisbo las primeras luces de la India Traducción de José Abdón Flores 1 Principado de
la India, en la provincia de Chhatisgarh. (N. del T.)
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