Jornada Semanal,  2 de septiembre del 2001 
 Ana Paula Pintado Cortina
extranjeros en su tierra

Con el padre Gallegos en la sierra tarahumara

 

Sin paternalismos, sin demagogia, con respeto y verdadera solidaridad, el padre Gallegos ha cumplido su misión en el mundo ralámuli. En esta entrevista, Ana Paula Pintado reconstruye la historia de un sacerdote que tiene una idea muy personal de esa civilización cristiana que considera a los tarahumaras “sujetos inferiores por naturaleza” o, en el menos malo de los casos, bárbaros en proceso de cristianización. En esta entrevista se dan algunos datos sobre las misiones e internados jesuitas en la nación tarahumara y de los conflictos que se han presentado con los políticos locales, los retenes militares, la jerarquía eclesiástica y algunos misioneros imbuidos de paternalismo y, en el fondo, racistas a su “pía” manera. El padre Gallegos representa lo mejor del espíritu misionero de una orden religiosa que gestionó las reducciones de Paraguay y entregó a México el pensamiento y la obra de Clavijero, Alegre, Landívar, Castro, Abad y otros grandes ilustrados que fueron “buenos en el buen sentido de la palabra bueno”.
 

Hace ya algunos años, la mañana después de que terminó la celebración de Semana Santa de los ralámuli de la comunidad de Coyachique, me sorprendió ver al padre Gallegos, quien había oficiado misa la tarde anterior, sentado al estilo ralámuli, envuelto en una cobija y viendo hacia el camino. Eran alrededor de las siete de la mañana; después de una noche de celebración, el templo de Potrero parecía un lugar abandonado; el sonido de los tambores ya no se oía; tampoco las risas de los ralámuli que, después de luchar entre Molós y Judiosi, festejaban el triunfo de riosi –sus soldados son los Molós– y la llegada de un año nuevo. El padre me platicó algo sobre el trabajo misional con los ralámuli; decía que los mestizos ocupaban mucho tiempo de su trabajo, y que le gustaría tener más tiempo para los ralámuli. Le pedí que me platicara sobre sus impresiones y su experiencia como sacerdote.

Todos [los ralámuli] para mí son personas excelentes. Hay, como en todas las cosas, unos más y otros menos; también hay prietitos en el arroz que no se comportan como los demás y que por desgracia son los que tienen más contacto con los mestizos: el tarahumara que no es tarahumara, seguramente no lo es porque tiene más contacto con los mestizos. En el pueblo de Munérachi o de Coyachique son netamente tarahumaras, no hay mestizos; la Mesa de la Yerbabuena es también comunidad tarahumara, pero amestizada, y eso ha cambiado la fisionomía de la comunidad; siguen siendo tarahumaras, pero ya tienen otras costumbres. Por ejemplo, hace más de un año me llevaron a celebrar los quince años de la hija de un maestro –cosa que jamás celebran los tarahumaras. Se celebró como las fiestas de los mestizos, con un traje elegante para la tewekita [niña] y no el vestido propio de ellos, y luego la comida fue en mesas. Sin embargo, siempre conservan algo de lo propio, tanto en la lengua como en algunas de sus costumbres.

Hay casos muy hermosos. Por ejemplo, el gobernador actual de Munérachi, Servando Recalachi, es hijo de Andrés Recalachi, que murió de cáncer, una cosa en la cara que le fue comiendo todo, de modo que le dejó nada más puros huesitos. La última vez que le llevé la comunión no le encontraba la boca; yo veía un agujero por ahí abajo en la barbilla, sacó la lengua y le di la comunión. No recuerdo que este hombre haya sido autoridad, pero todo el mundo lo respetaba y quería mucho. Vivía en la Mesa de Quimova. En aquel entonces ahí bajaba el avión, porque aún no abrían la pista de aquí abajo; la gente tenía que ir la víspera para esperar el avión temprano y pasar la noche ahí. Este buen señor, sin que nadie le dijera nada, hizo un cuartito para que la gente tuviera donde pernoctar. Era un cuartito casi mejor que la casita que tenían ellos, de adobe, chiquito, muy estrecho, pero siempre un abrigo. Cuando estuvo muy malo fue a Chihuahua, fue con su esposa y Servando, que en ese entonces era un buki, un chiquillo. Lo atendieron en Chihuahua los médicos; estuvo viviendo en la misión de nosotros; ahí, una de las secretarias se encargaba de llevarlo y traerlo y ver que nada le faltara. Quedó tan agradecido con ella, que una vez que ella vino a verlo, como hacía mucho tiempo que no se usaba la pista de la Mesa de Quimoba, mandó limpiar la pista de modo que cuando bajó el avión, no había ni una sola piedrita. Después mandó con Servando una bestia que fuera a traer a Leti, la secretaria, y que no se despegara de ella ni un segundo, que la cuidara hasta llegar a la casa. Después, ya que estábamos en su casa nos llevó a hacer una oración ofreciéndole a nuestro señor la comida por Leti en gratitud por haberlo ido a ver, a su modo de ellos: mediante las cruces del tutugüri [danza del curandero] celebró la ceremonia con una oración mucho muy bonita que le salía del corazón. Cuando hacía la visita el doctor, me decía que estaba muy bien, que la enfermedad no estaba progresando porque las curaciones estaban muy bien hechas, éstas las hacían Servando y su esposa. El doctor no tuvo que hacer nada, solamente ver cómo estaba y recetar, algo más fuerte por lo avanzado de la enfermedad. Al final se le acabó la medicina y por pura pena de decir que ya no tenía, se aguantó. Nos dejó buenos recuerdos este hombre.

Son caracteres muy especiales que se dan entre ellos. Él no es el único, también está Patrocinio [ralámuli de la comunidad de Coyachique], que es una buena persona, tan desenvuelto, tan abierto a nuestra cultura y, sin embargo, sigue conservando todo lo suyo. Es admirable. El famoso consumismo se mete por todos lados, llega a todos los rincones, ya usan cosas que hay acá y quieren tener allá y con eso van perdiendo un poquito de lo que realmente eran. Ya también la yerba –la mariguana– ha hecho estragos en algunos, porque algunos mestizos se han aprovechado de sus tierras para sembrar, y entonces están obligados a sembrar también, y con el aliciente de los centavos fáciles, ya hay algunos que simpatizan con esto de la yerba y andan por caminos que no eran suyos. No creo, o al menos no tengo ni siquiera un ejemplo, que algunos se hayan drogado, pero no se me hace difícil. Y eso no lo podemos atajar, se mete por todos lados. Tan fácil que es ganar algunos centavos con cualquier otra cosita. Ahí en sus tierras no hay ni quien los busque. Está el caso de un tarahumara que cogieron en Casas Viejas, y que trabajaba para un señor; efectivamente, agarraron al señor también, pero éste salió unos días después y el tarahumara unos años después. El consumismo va a ser la destrucción de la cultura y, desde luego, de la raza.

Antes de estar aquí en Batopilas estuve en Sisoguichi, ahí teníamos comunidad tarahumara, con mucho mestizo, aunque no tanto como aquí. Por parte de la iglesia nos toca atender a todos por igual, nos quitan mucho tiempo: por la lengua responden más aprisa, son más fáciles para el trabajo de la parroquia. El tarahumara toma más tiempo y por eso queda un poco relegado. Lo mejor que me ha tocado vivir fue en Naráchi, ahí estuve dos años. Cuando llegué nada más había tres pantalones, los del padre Pichardo, los del hermano Jaques y los míos, porque todos los demás eran puros tarahumaras. Esto fue antes de que yo fuera ordenado, cuando era maestrillo, fue por el año treinta y tantos, porque yo me ordené en 1945 y ahora cuento con 88 años y cacho. Fue una temporada mucho muy bonita con ellos. El poquito tarahumara que aprendí –que ya se me olvidó por no practicarlo– sí lo hablé ahí, porque nada más con ellos tenía que hablar, no había otra cosa. Cuando llegué, el padre Pichardo les había dicho que iba a llegar un bi-niriame [maestro] para los towisitos [niños]; había cerca de nuestra casa una cueva grandota donde vivía una familia. Cuando llegué yo, la señora de esta casa me vio pasar y luego fue a alcanzarme, sin acercarse mucho, sólo para verme. Por mucho tiempo iba y se sentaba fuera de nuestra casa. Después de un mes me llevó a su hijo –fue el primer towi que tuvimos ahí. Se llamaba Glorio, aunque después le pusieron Carlos. Un día me dijo la superiora: “Oiga hermano, ¿por qué no me había dicho que estaba aquí su mamá?” “¿Mi mamá?” “Sí, su mamá, Lucía, la mamá de Glorio me dijo que aquí con el padre tenía dos hijos: Glorio y usted.” Luego luego de ordenarme, pedí permiso para estar unos días en Narárachi. Al día siguiente que llegué, muy tempranito en la mañana ya había llegado la señora a verme, le había avisado un tarahumara que me había visto pasar por el camino de Tewerechi. Toño Morales, un tarahumara que fue de los primeros towises que tuvieron en Norogachi –ya era un hombre grande–, me dijo: “Ahí te buscan.” Salí a verla y ella contentísima de volverme a ver, me dio un regalito y estuvo ahí conmigo; después de ese día ya no la volví a ver. Son detalles así que guardo con mucho cariño, pues nos hemos sentido sin barreras, es lo que yo hubiera querido tener siempre.

–¿Siente que desde aquí, desde la cabecera municipal de Batopilas, ya no es lo mismo?

–Siento que no hay la comunicación que tenía yo antes. Aquí vienen todos los días, en las noches se quedan muchos tarahumaras. Por ejemplo, yo llegué el sábado en la tarde y según esto no tenía que haber ninguno aquí, y en un ratito llegaron nueve. Les di de cenar. Conozco a algunos, no a muchos, porque hay otros que son de allá abajo [de San Ignacio, hasta hace poco gentiles, es decir, no bautizados]; son de otro modo, llegan aquí y pasan al cuarto que les tiene arreglado el padre Jesús como si fuera vía pública. Algunos vienen a la hora de cenar; es el único ratito que tengo para estar cerca de ellos. Hace mucho que estoy pensando el modo de poder aprovechar el rato que están aquí, platicar y convivir con ellos, ayudarlos un poquito.

El tarahumara pide con toda sencillez, siempre piden prestado, nunca piden dado, aunque es dado, porque no se devuelve. Una vez vino uno a pedirme una vela, no teníamos velas chiquitas, teníamos velones grandes que ya no usamos. Le doy dos, se queda con los ojos abiertos y me dice: “No, nada más una.” Yo le contesto: “Pues ya llévate las dos”, y me dice que cuánto me debe, y saca todas las monedas que traía para pagarme. Será que han sido acostumbrados por los mestizos que no les conceden nada si no es a cambio de algo.

La primera experiencia que tuve con los towisitos fue en Creel, cuando llegué de maestrillo. Los towisitos eran de comunidades tarahumaras de Sisoguichi y de Cusárare. La ley no permitía que estuvieran con nosotros; por ser de primaria tenían que estar a fuerza en un internado de gobierno. El padre Galván se los había traído a escondidas –por cierto, donde estaban los maestros oficiales había sido la casa de las madres, se las habían quitado; más tarde se las devolvieron otra vez. A mí me tocó llevar a un towisito de Sisoguichi. El largo de su catrecito, que le hice yo, era tan grande como el ancho de una tela de mezclilla. Después de cenar les dábamos un recreo antes de dormir. El towisito se ponía en la puerta del comedor y me decía: “Mano Gallegos, ya pita”, para que pitara yo, porque ya tenía mucho sueño y quería irse a dormir. Creo que para mí fue una buena entrada, porque entré a la sierra a vivir con tarahumaras, ya después, como padre, no fue igual.

Esta parroquia absorbe totalmente la parte mestiza. Batopilas tiene muchas comunidades mestizas que responden muy bien y que no se pueden dejar a un lado. La tirada habría sido irnos allá, a las comunidades tarahumaras, atender esto desde allá; de principio no se hizo así y no se puede cambiar. Para irme a vivir con ellos pedí permiso para arreglar la casita de Munérachi. También en Santa Rita, cerca de la casa de Andrés Recalachi, ahí me arregló él un cuartito para irme a vivir, pero los superiores me dijeron que no, que me tenía que estar aquí. Mi intención había sido acabar allá, pues ya me queda poquito. Para estar con ellos no necesito moverme mucho, ellos vienen.

–¿Últimamente cuál ha sido el objetivo del trabajo misional con los tarahumaras?

–Antes, los padres atendían a los tarahumaras como se atendía a los mestizos. Hubo un padre, el padre Mier y Terán, al que se le ocurrió que para trabajar mejor con los tarahumaras, para hacerlos entrar a la “civilización cristiana” –una idea muy chueca que duró muchos años– tenía que sacarlos [de pequeños] de su ambiente y cuando ya crecieran, regresarlos para que pudieran formar comunidades civilizadas y no conservaran lo que en aquel tiempo era considerado como barbarie: sus costumbres. Desgraciadamente este criterio duró demasiado, y por mucho tiempo fueron los tarahumaras, aun para nosotros, sujetos inferiores por naturaleza. Y por mucho que fueran cultivados, seguían siendo indios. Posteriormente llegó monseñor Martínez Aguirre, que fue maestrillo en mis tiempos, y ya los vio distinto. En épocas de monseñor Martínez Aguirre fue la creación de los internados. La idea era que regresaran a sus comunidades, pero esta vez llevando lo que podían aprovechar con nosotros.

Siempre había una diferenciación entre la cultura tarahumara y la cultura mestiza. Hasta entonces había una oración que decíamos todos los días después de misa, pidiendo para que el señor les ayudara a entrar a la verdadera “civilización cristiana”. Cuando yo estaba en Sisoguichi, como ayudante del superior de la casa, el padre Llaguno estaba muy cerca de Martínez Aguirre. Llaguno se metió también y las cosas cambiaron mucho. También el padre Uganda se metió de lleno en este asunto. El padre Uganda era el que mejor hablaba tarahumara de todos nosotros, trabajó muchísimo, y el Señor se lo llevó, murió en un accidente de aviación aquí en la sierra. Sin embargo, la corriente se quedó. Se acabó por completo la actitud de antes, ahora ya no se tumban las ollas de tesgüino, al contrario, se participa con ellos.

En Tewerichi, nuestra comunidad está conviviendo enteramente con tarahumaras. Hay allí tres elementos nuevos, un padre y dos maestrillos. Es una casa tipo, es decir, de ahí salen a otras comunidades. Una cosa así me hubiera gustado a mí, que fuera como una comunidad itinerante, y así poder convivir con ellos todo el tiempo.

Ha habido una declinación muy grande en las comunidades religiosas. La Compañía [de Jesús], por bendición de Dios, no ha sufrido tanto en eso, porque ha habido muchas vocaciones. Son tantas las obras, y piden tanto, que se llevan a la gente para otras cosas. Hay mucho trabajo con la gente pobre, que antes no se hacía. Me da tristeza, pero creo que muchos de nuestros padres de fuera tienen todavía el criterio de que el indígena es inferior por naturaleza y que, por lo tanto, con cualquier cosita que se les atienda es suficiente.

Para mí, el movimiento del subcomandante Marcos despertó a Chihuahua en la realidad del indígena, pero desgraciadamente lo de arriba cuando pasa por en medio se diluye y los que están cerquita, por ejemplo los mestizos, son los que hacen lo que se les ocurre. Vengan disposiciones como vengan; después, ya acá, pues haces lo mismo que hacía tu abuelo: por ejemplo, hacerse de un compadre tarahumara para tener un criadito gratis, eso ya se ha quitado. Algunos tarahumaras buscan tener un compadre mestizo para pedir alguna ayuda, y el mestizo para tener un criadito. Algunos compadres sí son buenos con ellos. Yo catalogo al chabochi –como le dicen acá al mestizo–, en el chabochi bueno y el buen chabochi. El chabochi bueno es el que, sin dejar de serlo, se preocupa un poquito por el tarahumara. Y el buen chabochi es el que quiere todo para su beneficio personal. El chabochi bueno es el que todavía tiene compasión para con los tarahumaras. Aquí se me ocurrió esta distinción, porque aquí la he visto. Una vez, hace años, les regalé unas cobijas a los tarahumaras; entre ellos venía un tarahumara muy pobrecito, iba muy contento con su cobija, cuando al pasar por la casa de una familia mestiza de chabochi buenos, la abuelita se la cambió por una garra de cobija, porque pensó: “Ay, qué lástima una cobija tan buena con ese tarahumarito tan pobre.” No son ejemplos que tenga de a montones, pero si es un botón que puede hablar de muchos botones. Creo yo que si viviera esa señora ahorita sería de otro modo. Cuando pasó eso me dio mucha tristeza, de quien menos pensábamos que fuera así.

Ahora nos estamos limitando a las visitas de las fiestas. Nos estamos en la comunidad por uno, dos o tres días. Es muy poquito tiempo. Está uno acompañándolos en la fiesta, la fiesta que les gusta mucho, y bautizando a uno que otro tarahumara.

–Yo siento que el tarahumara sigue teniendo una enorme desconfianza hacia el mestizo o el blanco en general.

–Pues sí, es la experiencia triste.

–¿Usted cree que se pueda quitar?

–No se quitará.

–Yo noto que el tarahumara no tiene ningún tipo de información sobre los mecanismos que hay para defenderse en caso de ser agredidos (como en Coyoachique, que los soldados intimidaran a los ralámuli y les robaron). Y no sólo eso, sino que no creen que pueda existir alguna alternativa para castigar a sus agresores.

–Sí, prefieren aguantar que hacer su luchita. Por ejemplo, los tarahumaras de aquí para abajo, por el lado de San Ignacio, donde yo les llamo “los tarahumaras de la diáspora”, son muy bravos, que no es la característica del tarahumara. Acá sí han matado tarahumaras, ha habido ahorcados, pero se queda sólo en noticia y no hacen nada. En Munérachi, un tarahumara mató a un maestro, también tarahumara. Este fulano estaba enredado con la cuestión de la yerba; le quitaba al maestro la manguera de la escuela para regar la yerba, el maestro protestó y este otro tarahumara lo mató. Pero no se hizo nada al respecto. Me temo mucho que cuando se regularicen las cosas, con todos los trabajos de Marcos, la aplicación aquí va a ser muy poquita, dependerá de la persona que esté.

–¿Por qué?

–Porque el carácter del norteño es diferente al del sur, el indígena del sur es más explotado que el indígena del norte. Los del sur están muy organizados y son muy valientes, me acuerdo de un pueblo cerca de la ciudad que eran grandes los problemas que tenía el arzobispo para mandar a los párrocos, porque si no les gustaba el párroco, pa fuera. La que manda ahí es la autoridad de ellos. El carácter del norteño es muy rasgadote, y pues ellos se siguen con lo que siempre han vivido, como que no hay mucho campo para la conciliación. Si llega a haber, será muy difícil, por el mismo carácter del norteño, por eso se me hace que costará un poquito de tiempo y de trabajo, ojalá...