Jornada Semanal,  12 de agosto del 2001 
 

Inga Iwasiów
 

Literatura feminista en Polonia

 
 
En el siglo XIX el grupo feminista Las Entusiastas inició en Polonia la reflexión sobre las mujeres y la vida social. Inga Iwasiów parte de la novela La pagana de Narcyza Zmichowska, pasa por el romanticismo, se detiene en algunos alegatos realistas, en los testimonios sobre invasiones, guerras, ofensas y humillaciones, y llega a la Polonia actual y a las discusiones sobre “el dilema fundamental de si puede hablarse de la literatura en términos de género o, simplemente, como del producto de buenos y malos escritores”. Ligeza nos habla de los herederos de Mrozek, Rósewicz, Gombrowicz y Witkiewicz, así como de la rica tradición teatral de la Polonia moderna. Las puestas en escena de Wajda, el preciosismo de la Academia Ruhu, la experimentación constante de Kantor y las magistrales provocaciones de Grotowski, dan fuerza y sentido a la obra de los nuevos dramaturgos aquí analizados por Ligeza.
 

El feminismo inició en Polonia en los años treinta del siglo XIX, con el movimiento de las Entusiastas, encabezado por Narcyza Zmichowska, autora de Poganka (La pagana), novela publicada en 1846. En la siguiente generación literaria Eliza Orzeszkowa publicó Marta (1873), penetrante estudio psicológico de una mujer abandonada, que pertenece a los clásicos europeos de la prosa de emancipación. Ya entonces, en la época del romanticismo y el positivismo, surgió el dilema sobre el cual tuvieron que pronunciarse las escritoras, hasta llegar a lo que convencionalmente se ha considerado como el parteaguas de la literatura polaca correspondiente a la transición de 1989: optar por la expresión de una unión patriótica entre mujeres y hombres, o bien pronunciarse a favor de la lucha por el cambio del estatus social y la autonomía artística de su propio género.

El periodo de entreguerras –a la par que la obtención, por parte de las mujeres, de sus derechos electorales y educativos– trajo consigo los primeros textos que tocaron los temas tabú de la experiencia femenina: la maternidad (Zofia Nalkowska, Przymierze z dzieckiem –Alianza con el hijo); la muerte (Helena Boguszewska, Cale zycie Sabiny –De Sabina toda la vida); las relaciones hetero y homosexuales (Aniela Gruszecka, Przygoda w nieznanym kraju –Aventura en un país desconocido); la pobreza, la explotación sexual, el matrimonio y el aborto (Nalkowska, Granica –La frontera; Pola Gojawiczyñska, Dziewczeta z Nowolipek –Las jóvenes de Nowolipki); el envejecimiento y la soledad (María Kuncewiczowa, Cudzoziemka –La extranjera). Por aquel entonces, Maria Dabrowska escribió una saga familiar narrada desde la perspectiva de la mujer: Noce i dnie (Las noches y los días). La literatura de entreguerras definió los ámbitos temáticos que habrían de ser importantes para la literatura de las mujeres, a la vez que generó obras para la lectura masiva que toman en consideración las necesidades inmediatas de sus potenciales lectoras.

Empero, así como en el siglo XIX la lucha por la independencia se perfilaba como una necesidad más apremiante que la emancipación, después de 1945 la experiencia histórica común de hombres y mujeres se impuso a los temas y contenidos de índole feminista. Esto llevó a una interrupción en la continuidad, a un olvido –en cierta manera– de la tradición femenina. La obra cuya aparición aclara las causas de tal giro en los acontecimientos es Medaliony (Medallones) de Zofia Nalkowska, una obra maestra de la literatura del ajuste de cuentas con la ocupación extranjera, cuya narración se estructura a partir de una perspectiva que es, al mismo tiempo, universal y subjetiva. Fue a partir de este texto que la literatura de las mujeres se inscribió nuevamente en el ámbito de una misión –nacional, patriótica, política y, finalmente, cotidiana– común a la de los hombres. Debe recordarse también que el mito comunista de la igualdad de los géneros ponía a un mismo nivel la diversidad de los temas empleados, y camuflajeaba la especificidad de la experiencia de la mujer, así como la necesidad de su expresión a través de géneros y estilos que se remitieran a los alcances anteriores a 1945.

Los asuntos de la vida nacional y el sentido general de una misión por cumplir impedían tratar seriamente la literatura popular, la cual se había ido desarrollando, en sus variedades femeninas, a lo largo de los siglos XIX y XX en todo el mundo. Al respecto, una escritora realmente extraordinaria es Joanna Chmielewska, quien a partir de su debut en 1964 con Klin, escribe novelas de suspenso y satíricas de gran éxito, en cuyo epicentro se encuentra siempre una fuerte e independiente figura femenina. Chmielewska, al igual que Maria Nurowska o Krystyna Kofta, es una autora que rompe con el modelo centrado en la "alta cultura", cuyas principales características formales son el rebuscamiento del estilo y la perenne búsqueda de la vanguardia en la expresión literaria. La literatura escrita por mujeres, así como las preferencias de las lectoras, demuestran que es posible modificar este modelo –con lo que se inscriben en el ámbito de los más importantes debates actuales en torno al papel que desempeña el libro frente al embate de la cultura de masas.

Después de 1989, ya liberadas de su deber patriótico, las mujeres autoras empezaron a buscar las formas de expresión adecuadas para una escritura que se acercara lo más posible a su experiencia, tanto social como psicológica, así como en lo referente a su propio cuerpo. Esto se empezó a llevar a cabo, en la mayoría de los casos, con plena conciencia de los objetivos feministas, y aceleró el cambio en los temas tratados y en las poéticas que abordaría la emergente nueva literatura polaca. De hecho, puede decirse al respecto que la revolución inició con las mujeres.

La década de los cambios inició con escritoras de una nueva emigración, que ya no es de carácter político. Las obras más conocidas de Manuela Gretkowska e Izabela Filipiak describen la experiencia de la inmersión en una cultura nueva y ajena, que no corresponde ya a la experiencia de la pérdida de la patria, sino que es resultado de una elección plenamente biográfica y existencial. La provocación en contra de las llamadas buenas costumbres que se advierte en estas obras fue recibida por la crítica como una estrategia de mercado y en muchos casos fue menospreciada –como se puede observar en el empleo del calificativo "literatura de la menstruación", o en la mención continua de las ya famosas expresiones del "doble clítoris" y el "orgasmo estereofónico" que aparecen en la narrativa de Gretkowska. El cuerpo en los textos de Filipiak, la mitología de lo femenino en Olga Tokarczuk, la brevedad lapidaria de Natasza Goerke, la descripción de la inconsciencia en las novelas de Malgorzata Saramonowicz, lo poético en la prosa de Magdalena Tulli, la sexualidad en la obra de Zyta Rudzka, la maternidad en el texto confesional de Anna Nasilowska, el sentimentalismo de Hanna Kowalewska, la mitografía y el psicoanálisis en Anna Bolecka, el posmodernismo de Ewa Kuryluk, la reflexión ética sobre la historia de Hanna Krall... todos estos topos y temas difícilmente pueden ser encerrados en una sola definición de la actual literatura de las mujeres en Polonia.

Tal diversidad no puede ser subestimada. De hecho, ha constituido el factor detonante de una gran animación en el medio, así como de una discusión cuyo eje lo constituyen las cuestiones del propio feminismo, el cuerpo, la especificidad de los géneros y la confrontación entre lo femenino y lo masculino. Debe señalarse que en la literatura polaca raramente se ha observado la presencia de temáticas confrontadoras al respecto, que pudieran cristalizar en manifestaciones de rechazo hacia la cultura masculina o en una franca crítica al patriarcado. La narrativa polaca se puede caracterizar más bien por ser "moderadamente feminizante", lo que permite que sea absorbida por la corriente principal. El éxito tanto nacional como foráneo que ha tenido la obra de Olga Tokarczuk puede explicarse precisamente, por un lado, por su neutralidad ideológica, mientras que por otro se debe ciertamente a su innegable habilidad en la construcción de textos de fácil lectura para todos. La mencionada neutralidad constituye la capa superficial de un conjunto de textos que, de una manera consecuente, están introduciendo poco a poco en la corriente principal de la cultura el punto de vista de la mujer, su mitología, su historia y su biografía.

Empero, también hay textos que no admiten tregua alguna y que incluso pueden ser considerados "tendenciosos" en cierto sentido. El más conocido de ellos, Absolutna amnezja (Amnesia total) de Izabela Filipiak, es un manifiesto semejante a la Marta de Orzeszkowa. Entre sus características principales, esta novela pretende enfrentarse con éxito a los requerimientos de la crítica –que juzga a la literatura con base en su innovación formal– así como sobreponerse al texto masculino a través del cual resulta imposible distinguir a la mujer. Filipiak busca lograr este propósito mezclando distintos géneros, cambiando las perspectivas de la narración, experimentando con la tipografía empleada. Empero, su característica más importante es la propuesta de la versión femenina de una historia de iniciación: en su novela, Filipiak saca a una niña de las sombras en que se había encontrado en la historia de su familia, escrita por las sucesivas generaciones. En la narrativa de Filipiak aparece también un tema radicalmente tabú en la cultura polaca: la relación amorosa entre mujeres.

La propia palabra "feminismo" constituye una provocación, que puede ser encauzada de dos maneras: a través de su aceptación o en el decidido rechazo al término. Algunas autoras optan por "formalizar" el lenguaje empleado en sus obras, y asumen la postura de escritoras de la corriente principal. Sin embargo, ésta ya no es –después de las experiencias de los años noventa– la misma de antes. Las mujeres empiezan a cobrar cada vez mayor significación en la literatura polaca, y en las décadas siguientes su voz se escuchará con fuerza. Seguramente eso actualizará también el dilema fundamental de si puede hablarse de la literatura en términos de género o, simplemente, como del producto de buenos y malos escritores. La respuesta se encuentra en la diferencia palpable de los proyectos literarios de las mujeres, la individualidad que las caracteriza y que asegura su lectura. Y son leídas, indefectiblemente, como "mujeres". 

Traducción de Joanna Zeromska



 
 
Wojciech Ligeza

Lo nuevo en el teatro polaco

Cuando hablamos de la dramaturgia polaca de los últimos cincuenta años nos referimos fundamentalmente –y ello tanto en el caso de los espectadores europeos como en el de los propios polacos– a la obra de tres autores: Slawomir Mrozek, Tadeusz Rózewicz y Witold Gombrowicz. A lo largo de muchos años y por cuestiones de censura, las obras de este último fueron mejor conocidas en el extranjero que en Polonia. A menudo, a los nombres mencionados se les añade un cuarto: el de Stanislaw Ignacy Witkiewicz (conocido también como Witkacy), quien, si bien escribió su obra en el periodo de entreguerras, empezó a ser representado de manera constante apenas a partir de los años sesenta; sus dramas muestran ya claramente indicios del estilo grotesco y de los desenlaces antiilusorios que serían típicos del teatro del absurdo de la posguerra.

Tanto el debut escénico de Mrozek, Policja (La policía), como el de Rózewicz, Kartoteka (El archivo), correspondieron a los años del "deshielo" político que siguió a la muerte de Stalin en 1953. Fue entonces que, después de los años del dominio del realismo socialista, se facilitó el cambio en la poética teatral –lo cual incluyó la puesta en escena de obras de autores polacos románticos y neorrománticos–, al igual que el incremento en la recepción del drama mundial más reciente, incluyendo las obras de los dramaturgos del teatro del absurdo: Beckett, Ionesco y Dürenmatt (el más popular en los escenarios polacos a inicios de los años sesenta). Del significado que el teatro tenía entonces puede dar fe el hecho de que los mejores poetas que debutaron alrededor de 1956 –Zbigniew Herbert, Stanislaw Grochowiak, Miron Bialoszewski– tienen en su obra de aquel entonces dramas que experimentan audazmente con el espacio, la palabra y las otrora imperantes convenciones teatrales y dramáticas, cuyo valor es apreciado en su totalidad apenas hasta ahora.

La obra teatral de Mrozek y Rózewicz pertenece sin duda a los logros más sobresalientes del drama europeo de vanguardia, si bien se inscribe en sus vertientes alternas (lo cual ya se anunciaba claramente en sus respectivos debuts escénicos). Rózewicz inició en El archivo –de manera semejante a Beckett en Eleuteria y Esperando a Godot– la desconstrucción de las convenciones básicas del drama y el teatro, para después, a lo largo de sus siguientes obras, Akt przerwany (Acto interrumpido) y Przyrost naturalny (Incremento natural), lanzarse a la búsqueda de una forma de expresión escénica que pudiera surgir y desconstruirse a sí misma a lo largo de una representación. Es no solamente desde este punto de vista que las primeras obras de Rózewicz recuerdan los experimentos tempranos de Tadeusz Kantor llevados a cabo en su teatro Cricot 2. Tal como éste lo hizo a partir de su Umarla klasa (La clase muerta) de 1975, Rózewicz volvió desde Biale malzenstwo (Matrimonio sin consumar) a la forma cerrada, dentro de cuyo marco se llevaba a cabo el juego con la ilusión, las formas tradicionales de representar al mundo y los discursos imperantes. En cambio, Mrozek –de manera semejante a Frisch o Dürenmatt– construía sobre el escenario modelos de laboratorio de la realidad metateatral, evidenciando inmisericordemente, mediante la lógica inflexible del desarrollo de los acontecimientos, lo usurpado por la ideología dominante. También en el desarrollo de su obra ocurrió, a mitad de los años setenta, un cambio significativo: a partir de Garbus (El jorobado), Mrozek empieza a servirse de los esquemas narrativos tradicionales, así como de los patrones receptivos convencionales de los espectadores, como si se tratara de un lienzo sobre el cual exponer el valor de las experiencias individuales y las relaciones humanas. Resulta sumamente significativo que, de nueva cuenta y acorde con la tendencia observada en parte de la dramaturgia mundial, los dos autores mencionados hayan vuelto en los últimos años a la esencia de sus propios inicios.

El comienzo de los años noventa constituye una segunda fase en el florecimiento de la dramaturgia polaca, la cual ha traído consigo varios debuts prometedores, así como nuevas temáticas –ausentes hasta ese entonces de los escenarios– y medios de expresión. A lo largo de los años setenta y ochenta el teatro se había servido de dramas ricos en alusiones y analogías –tales como los dramas de Shakespeare, las obras de los románticos y neorrománticos polacos, y, por otra parte, el lenguaje entre líneas de Mrozek y sus continuadores– para pronunciarse sobre los asuntos de importancia e interés para el público. El parteaguas político de 1989 significó también para el teatro la posibilidad de abandonar el recurso de la alusión y referirse directamente a la realidad sociopolítica del país. Empero, la nueva temática se topó con un importante obstáculo, consistente en la falta de convenciones teatrales realistas en la tradición literaria polaca, en la que habían dominado siempre las tendencias simbólico-fantásticas, grotescas y paródicas. Una solución parcial a este dilema –que ya ha pasado a formar parte del acervo de la dramaturgia contemporánea mundial– fue la propuesta por Janusz Glowacki, quien, en sus últimas obras, Antygona w Nowym Yorki (Antígona en Nueva York) y Czwarta siostra (La cuarta hermana), se sirve hábilmente del contraste entre la visión tradicional del mundo y su expresión teatral –recurso empleado por la tragedia griega y, más recientemente, en el drama de Chéjov–, y su relación con el mundo actual. Sin embargo, varios de los autores (especialmente los que han debutado en los últimos años) buscan cauces para su expresión en las corrientes realistas e incluso naturalistas, inspirándose en la poética teatral de los "brutalistas" ingleses y alemanes. Y es en sus manos donde parece encontrarse el futuro de la dramaturgia polaca.

Antes de finalizar este breve recorrido por el teatro polaco contemporáneo, hay que reparar en un fenómeno interesante y prometedor: en la década de los ochenta empezó a hacer oír su voz una nueva generación de narradores –cuya obra prosística ya es conocida entre los lectores europeos– que últimamente han debutado como dramaturgos: se trata de Pawel Huelle y, más recientemente, Andrzej Stasiuk y Olga Tokarczuk. Sus obras aprovechan de un nuevo modo las técnicas de la narración literaria, así como las de la edición cinematográfica, constituyendo así un nuevo reto tanto para el teatro polaco, como una propuesta importante en el ámbito del drama europeo contemporáneo.
 

Traducción de Joanna Zeromska