Jornada Semanal,  29  de julio del 2001 
 

Ramón López Velarde

Novedad de la Patria


Casi confundimos a la patria con la tierra, nos dice López Velarde en esta novedad permanente. La escribió con ira, amor, nostalgia y disgusto, y nos la dejó como testamento lírico y reflexión perenne. Publicamos, además, el retablo dedicado por Tablada al padre soltero de nuestra poesía. Gocemos de nuevo las jaculatorias, prendamos las veladoras, veamos las naranjas con banderitas y los jarros con chía germinada. Todo se hace para fortalecer la memoria y renovar la admiración.

El descanso material del país, en treinta años de paz, coadyuvó a la idea de una patria pomposa, multimillonaria, honorable en el presente y epopéyica en el pasado. Han sido precisos los años del sufrimiento para concebir una patria menos externa, más modesta y probablemente más preciosa.

El instante actual del mundo, con todo y lo descarnado de la lucha, parece ser un instante subjetivo. ¿Qué mucho, pues, que falten los poetas épicos hacia afuera?

Correlativamente, nuestro concepto de la patria es hoy hacia dentro. Las rectificaciones de la experiencia, contrayendo a la justa medida la fama de nuestras glorias sobre españoles, yanquis y franceses, y la celebridad de nuestro republicanismo, nos han revelado una patria, no histórica ni política, sino íntima.

La hemos descubierto a través de sensaciones y reflexiones diarias, sin tregua, como la oración continua inventada por San Silvino.

La miramos hecha para la vida de cada uno. Individual, sensual, resignada, llena de gestos, inmune a la afrenta, así la cubran de sal. Casi la confundimos con la tierra.

No es que la despojemos de su ropaje moral y costumbrista. La amamos típica, como las damas hechas polvo –si su polvo existe– que contaban el tiempo por cabañuelas.

Un gran artista o un gran pensador, podrían dar la fórmula de esta nueva patria. Lo innominado de su ser no nos ha impedido cultivarla en versos, cuadros y música. La boga de lo colonial, hasta en los edificios de los señores comerciantes, indica el regreso a la nacionalidad.

De ella habíamos salido por inconsciencia, en viajes periféricos sin otro sentido, casi, que el del dinero. A la nacionalidad volvemos por amor... y pobreza.

Hijos pródigos de una patria que ni siquiera sabemos definir, empezamos a observarla. Castellana y morisca, rayada de azteca, una vez que raspamos de su cuerpo las pinturas de olla de sindicato, ofrece –digámoslo con una de esas locuciones pícaras de la vida airada– el café con leche de su piel.

¡Literatura! –exclamará alguno de los que no comprenden la función real de las palabras, ni sospechan el sistema arterial del vocabulario. Pero poseemos, en verdad, una patria de naturaleza culminante y de espíritu intermedio, tripartito, en el cual se encierran todos los sabores.

El país se renueva ante los estragos y ante millones de pobladores que no tienen otros ejercicios que los de la animalidad. ¿Por virtud de qué fibras se operará esta adivinanza?

En las pruebas de canto, los jurados charlan, indiferentes a las gargantas vulgares. Hasta que una alumna los avasalla. Es el momento arcano de la dominación femenina por la voz. Así ha sonado, desde el Centenario, la voz de la nacionalidad.

Hay muchos desatentos. Gente sin amor, fastidiada, con prisa de retirar el mantel, de poner las sillas sobre la mesa, de irse.

Tampoco escasean los amantes, fieles en cada rompe y rasga, calaveras de las siete noches de la semana, prontos a aplaudir las contradicciones mismas, diseminadas por el territorio, que se resumen en la vasta contradicción de la capital.

En este tema, al igual que en todos, sólo por la corazonada nos aproximamos al acierto. ¿Cómo interpretar, a sangre fría, nuestra urbanidad genuina, melosa, sirviendo de fondo a la violencia, y encima las germinaciones actuales, azarosas al modo de semillas de azotea?

Un futuro se agita en la placidez diocesana de nuestros hábitos. A veces creemos que va a morir el primor del mundo. Que la turbamulta famélica aniquilará los diamantes tradicionales, los balances del pensamiento, los finiquitos de la emoción.

¿Quedará prudencia a la nueva patria? Sus puertas cocheras guardan todavía los landós en que pasearon aquellas señoras, camarlengas de las Vírgenes, y las familias que oyen hablar de Lenin se alumbran con la palmatoria del Barón de la Castaña...

La alquimia del carácter mexicano no reconoce ningún aparato capaz de precisar sus componentes de gracejo y solemnidad, heroísmo y apatía, desenfado y pulcritud, virtudes y vicios, que tiemblan inermes ante la amenaza extranjera, como en los Santos Lugares de la niñez temblábamos al paso del perro del mal.

Bebiendo la atmósfera de su propio enigma, la nueva patria no cesa de solicitarnos con su voz ronca, pectoral. El descuido y la ira, los dos enemigos del amor, nada pueden ni intentan contra la pródiga. Únicamente quiere entusiasmo.

Admite de comensales a los sinceros, con un solo grado de sinceridad. En los modales con que llena nuestra copa, no varía tanto que parezca descastada, ni tan poco que fatigue; siempre estamos con ella en los preliminares, a cualquiera hora oficial o astronómica. No cometamos la atrocidad de poner las sillas sobre la mesa.