Jornada Semanal, 29 de julio del 2001

 

CERVANTES POETA (III)

Creo que Luis Cernuda es quien ha puesto el dedo en la llaga en el tema de la poesía de Cervantes. Sensato y equilibrado como siempre, en un ensayo memorable nos dice lo siguiente: "No quiero decir que dude de que fuera poeta, porque no me cabe duda de que lo era, y de los más altos que tuvimos; quiero decir que dudo acerca de si la capacidad suya poética, que, apareciéndosenos con fuerza incomparable en sus obras en prosa, nos deje con igual convicción irresistible en respecto a las que escribiera en verso." Tiene razón, como siempre, el autor de Poesía y literatura: la gran poesía de Cervantes está en su admirable, generosa, sincera y libertaria prosa. En el último capítulo de la parte segunda de Don Quijote de la Mancha, hay muchos ejemplos de alta poesía: "Aquí quedarás, colgada de esta espetera y de este hilo de alambre, no sé si bien cortada o mal tajada, péñola mía, adonde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte. Pero antes de que a ti lleguen, los puedes advertir y decirles en el mejor modo que pudieres: ¡Tate, tate, folloncicos! De ninguno sea tocada; porque esta empresa, buen rey, para mí estaba guardada." Y el bachiller Sansón Carrasco así despide al caballero andante y pastor Quijotiz: "Tuvo a todo el mundo en poco; fue el espantajo y el coco del mundo, en tal coyuntura, que acreditó su ventura morir cuerdo y vivir loco."

Tiene razón Luis Cernuda cuando, después de analizar a fondo la lírica cervantina, concluye que a despecho de los simplones detractores y de los repetidores de lugares comunes, la poesía de Cervantes tiene momentos de grandeza y es el producto de un conocimiento profundo del fenómeno poético. En esto tuvo mucho que ver su amor por la libertad y por la justicia. Luis Rosales insiste en la importancia del tema de la libertad en toda la obra de Cervantes. Creo que tiene razón. Los personajes de Cervantes, derrotados por el destino, por la inmutable naturaleza, ganan toda su carga de humanidad gracias a los actos de libertad que orientan sus pasos. Nada son sin el impulso que los lleva al encuentro de sí mismos mediante la afirmación de una libertad que es parte fundamental de su ser en el tiempo y en el espacio. Más tarde, Jaspers, Heidegger, Marcel, Sartre y otros filósofos existencialistas han deslindado estos terrenos y se han enfrentado a este problema, convirtiéndolo en un tema central de su pensamiento filosófico. Todos ellos son deudores de los personajes cervantinos, esos seres que no pueden ser otra cosa más que ellos mismos y se autodeterminan libremente porque tienen, sobre todas las cosas, una conciencia de libertad. Ninguno de ellos, especialmente Don Quijote, se autodetermina porque conozca su propia naturaleza. Lo hace porque posee esa clara conciencia.

Es claro que el ejemplo más constante de esta conciencia es Don Quijote, pero quiero remitirme a otras obras en las que también aparece el impulso de libertad como motivación central y fuente de origen de las vidas de los entes de ficción. Pienso en Los tratos de Argel, en La ilustre fregona, en Rinconete y Cortadillo, en La Galatea, en Persiles y Sigismunda, en La gran Sultana, El gallardo español, La guarda cuidadosa y El licenciado Vidriera. En todas ellas, como en muchas más, el impulso de libertad echa a andar al personaje y arma el juego de la ficción. De aquí se desprende la permanente modernidad de la obra cervantina.

Es claro –y este matiz aún no lo he tratado– que en estas cosas de la libertad, las ideas de Cervantes son profundamente religiosas y, por lo mismo, reconocen palmariamente la presencia e importancia de la gracia divina. Cervantes parte de la inclinación natural del hombre a la bondad y ve la mano de la providencia salvaguardando a sus criaturas y, sobre todo, permitiéndoles escoger su camino y dar los pasos para cumplirlo. De esta manera, las ideas de la providencia y de la libertad no sólo no son antitéticas sino que resultan complementarias. Una se apoya en la otra y juntas crean el dibujo del ser humano. Así Cervantes concilia las posibles contradicciones y hace de su obra un mundo particular que recibe los reflejos constantes del mundo real. Por eso es difícil clasificar su obra. Para hacerlo necesitamos un apartado exclusivo. Por otra parte, el intento de clasificación es una tarea vana que no reporta mayor utilidad. Sólo sirve para calmar esas ansias ordenadoras de las hormiguitas archivistas. Cervantes es un hombre de su tiempo, pero su genio no pertenece a un determinado momento. Es totalmente intemporal, su vigencia es permanente. De muy pocos escritores podemos decir lo mismo.

Cervantes es un escritor que mantiene un diálogo permanente con sus lectores. Nos obliga a trabajar, a tomar parte en la trama y a mantener puntos de vista personales sobre los personajes y sus vidas. El lector pasivo no tiene cabida en el mundo cervantino. Por eso, junto con el escritor, tomamos partido, discutimos y buscamos todas las interpretaciones posibles. Cervantes pide lectores que sepan opinar, escoger, discrepar; en suma, ejercer su libertad. El autor mira constantemente a sus lectores. No para buscar complicidad o un agrado fácil sino, como dice Américo Castro, para mantener el diálogo y enriquecer la acción con la participación de cada uno de los que se acercan al texto. Por esta razón sentimos que nos hallamos dentro de las novelas de Cervantes. Si cumplimos como lectores activos, el autor nos deja entrar a su casa aplicándonos las leyes de la hospitalidad más exquisita y afectuosa.

Conozco lectores que mantienen una constante admiración y un cálido afecto por Don Quijote. Otros se desesperan frente a su candor aparente; algunos reprueban las burlas de los duques, otros las gozan. No faltan los que se desesperan con la apabullante sensatez de Sancho, mientras que otros muy pronto se identifican con el escudero que tiene los pies en la tierra, pero que acepta –en un acto de suprema humanidad– las reglas del juego impuestas por la imaginación del caballero. Cervantes acepta de antemano todas las interpretaciones. Nunca pretendió dar una clave unívoca para la aproximación a sus criaturas. Escritor libre busca lectores libres y sabe que las muchas discrepancias en la interpretación lo único que hacen es enriquecer el texto. Tal vez lo que nos unifique a todos los lectores de Don Quijote es la convicción de que la libertad sirve fundamentalmente al Caballero para ejercer su voluntad de amor al prójimo. Templado por las constantes derrotas y las frecuentes humillaciones –burlas de duques, amas, doncellas lavadoras de barbas, etcétera–, el Caballero de actitud franciscana ama a todas las criaturas y acude en su auxilio para cumplir su vocación de Caballero, pero también movido por un impulso incontenible de amor y caridad. No hay en Don Quijote, como tampoco hay en Preciosa, la gitana y en otros muchos personajes cervantinos, el más pequeño asomo de egoísmo o de mezquindad. Su actitud es de una heroica y constante generosidad. Por eso como lectores nos apena verlo sufrir y nos duelen las humillaciones que acompañan la mayor parte de sus pasos. Don Quijote nunca se ofende y jamás se queja por lo que le sucede. Desde el momento de su primera salida estuvo dispuesto a aceptarlo todo. Su segunda salida demuestra que en su ánimo todos los dolores y las humillaciones no eran otra cosa más que gajes naturales del oficio de la caballería andante. Además, su espíritu adquirió una singular templanza a través de tantas y tan duras pruebas. Por eso, Cervantes, miembro de la Orden Tercera de San Francisco, enterrado con el hábito de su Orden, practica un franciscanismo activo al ir forjando el carácter de su personaje. Y qué otra cosa es el franciscanismo sino un supremo acto de libertad que renuncia a todo para amar el todo y se hermana con todas las criaturas en un clima de libertades compartidas. Don Quijote, como dice Rosales, "no tiene ojos para la maldad". Todo lo ve puro y bondadoso. Las semidoncellas lo son del todo, las rameras son vírgenes, los galeotes son pobres prisioneros. Por otra parte, echa la culpa de las humillaciones que sufre a los encantadores. De esta manera limpia de culpa a los malquerientes, engañadores y burlones. Por esta razón, todos los lectores de Don Quijote hemos aprendido a compadecer al Caballero, a dolernos de sus fracasos, a sentirnos un poco culpables de todo lo que le sucede. Su exagerada bondad nos admira y nos conturba todo lo que sufre para poder cumplir su destino. En esto tomamos partido. El Caballero nos ha ganado para su causa, nos ha convertido en sus incondicionales, aunque, por supuesto, no nos dispongamos a seguir su ejemplo y nuestras vidas estén más cerca de las del barbero, el cura, el ama, la sobrina y Sansón Carrasco que de la del Caballero de la triste figura y el pobre e ingenioso hidalgo que lo imaginó y puso a andar por los caminos de esa Mancha que es una metáfora del mundo todo.

(Continuará.)


Hugo Gutiérrez Vega
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