Jornada Semanal,  22 de julio del 2001 
Jorge Moch
baba de perico


Las munchas maneras de ser indito


 
“A este indito, las buenas conciencias no lo quieren cerca de casa. No obedece. No se calla”, nos dice Jorge Moch en otra de sus airadas babas de perico, refiriéndose al “insurrecto que se cubre el rostro con un pasamontañas y le sale respondón al mundo entero”. Celebremos con él esta, que de las munchas maneras de ser indito, es la que mejor resistencia le opone a “los científicos de la globalifilia, encabezados por engominados señores de derechas”, y convengamos en que “como todos somos nacos, todos somos Marcos”.

Una de las poquísimas ventajas reales de la globalización –que antes se llamaba imperialismo, se insiste– y que enloquece a los ultras del mercachifle bestial es que nos permite, por no quedarnos de otra, mirarnos al espejo con no poca ironía.

En un país en donde el racismo sigue siendo una de las infames maneras de relacionarse las castas –el clasismo es otra– pero donde diversas corrientes que propugnan la emancipación de los históricamente desposeídos confluyen en un borbollón ebullente y hasta agresivo, ser indígena, indio, indito, ha ido cambiando de tinte y connotación. Por lo pronto, el tema del indigenismo, afortunadamente, sigue dando que decir y así una nutrida caterva de cagatintas vamos a poder seguir teniendo trabajo y siendo capaces de llevar a casa la efímera felicidad del magro emolumento. 

Los científicos de la globalifilia, encabezados por engominados señores de derechas como Pedrito Ferriz, Sergio Sarmiento o Luis Pazos, nos han repetido una y otra vez las letanías de la religión de la Macroeconomía Pragmática, que se reducen a esto: si el rico sigue rico y logramos hacerlo más rico, de su riqueza se derramará el bienestar hacia los inferiores escaños más necesitados del tinglado social, como el champán desde lo alto en una torrecilla de copas, y de este modo la generosa sociedad capitalista, empresarial y buena cristiana, habrá cumplido con sus cívicos, ignífugos deberes. Todo agente que intente algo en contrario es un globalifóbico más, ignorante, remiso, atorrante y perdulario espolón de la nostalgia procomunista. En este orden de ideas, se nos dice, los indígenas chiapanecos que transgredieron la ley y se hacen llamar “zapatistas” (como si a Zapata no lo hubieran asesinado, para alivio de latifundistas y terratenientes, el 10 de abril de 1919 en la hacienda de Chinameca, y muerto el Caudillo del Sur no hubiera sido sepultado todo ese ridículo ideario mesiánico de la justicia social y el reparto agrario, mascullan) han sido manipulados por enrojecidos teólogos de la liberación, anarquistas europeos y resabiosos rescoldos de una guerrilla maoísta (y solamente por ello anacrónica ya), dogmática y oscura que se negó a completar el ritual de los estertores después del estrangulamiento militar e ideológico de la década de los setenta. Entonces (y procurará este gordo escribidor no volver a las digresiones, si las digresiones se lo permiten) nace al mundo este nuevo indígena, este indio moderno, subproducto de los jaloneos ideológicos: el insurrecto que se cubre el rostro con un pasamontañas o un paliacate y le sale respondón al mundo entero, con o sin metralleta al hombro. A este indito, las buenas conciencias no lo quieren cerca de casa. No obedece. No se calla. Es un igualado. Y su líder es un naco payaso arrogante, según apunta la ecuánime, lúcida y humilde –simpatiquísima, siempre, y guapa, claro– embalsamada en vida y pareja historicocinematográfica del indio Tizoc... la Félix.

Hablando de indios relegados y renegados de su papel tradicional de sumisión al blanco, criollo o mestizo, Juárez, nuestro benemérito panamericano, de alguna manera también fue un indígena insurrecto. Por eso la derecha lo ha tratado tradicionalmente con muecas de desprecio y reproche: a pesar de su origen indígena, decidió salirse del huacal (y del jacal) para instalarse en Palacio Nacional acompañado de algunos otros indios respondones y (¡horror de horrores!) cultos, como Manuel Gutiérrez Nájera, diezmar a un puñado de vendepatrias (que ya hemos visto en los últimos años cómo solamente se replegaron y han vuelto a las andadas, nomás que en lugar de venderle el país al imperio francés se lo quieren vender –se lo han vendido ya– al estadunidense) y recuperar para el Estado mexicano buena parte de la dieta económica, territorial y sociopolítica que injustamente se había arrogado un clero católico teledirigido desde España. Nunca le fue perdonado el alarde de agallas y, desde que la derecha es la voz cantante, vamos a ver cómo se las empiezan a cobrar a lo chino. O a lo Vaticano, que suele ser peor. Por lo pronto, el primer –perdón, el segundo; el primero fue don Porfirio... no, perdón nuevamente, el tercer, porque el segundo fue Miguel Alemán padre– presidente de la derecha empresarial y católica ya le hizo el fuchi al natalicio de don Benito, y en lugar de atender el ritual del Hemiciclo, prescindible, se fue a atender el bisne –a dónde si no– a las ex mexicanas y harto prósperas tierras de California. 

Dice Luis Pazos (vuelvo al ínclito pensador del salinismo neopanista) que el grupúsculo de senderistas chiapanecos que mal llamamos zapatistas no representan a las etnias de México ni ofrecen sustento ideológico alguno que justifique su larguísimo alzamiento de internet (paciente, bondadosamente tolerado, abunda, por el gobierno federal). Deberemos entender entonces que los inditos prefieren volver al submundo, durmiendo en barracas húmedas, lejos de la casona de los hacendados, percibiendo jornales de menos de cincuenta centavos de dólar por turno de trabajo y teniendo que comprar en tiendas de raya con la moneda que se acuña en la hacienda y que, obviamente, sólo tiene validez dentro de los límites de la propiedad. En el esclavismo soterrado en pleno siglo xxi, pues, porque lo de la tienda de raya y la moneda personal no son cuentos de los tiempos de la revolufia, sino hechos concretos, cotidianos en las haciendas cafetaleras chiapanecas, propiedad de alemanes, ignominia que luego fue denuncia pública y escándalo acallado por el gobierno federal poquito después del aciago primero de enero aquél. Supongo también que las reiteradas muestras de afecto y apoyo, los votos de confianza de siríames y maracames otomíes, tzeltales, mixes, tzotziles, choles, tepehuanes, coras, huicholes, tojolabales, y rarámuris, descontando desde luego las adhesiones espontáneas de obreros, estudiantes, pensionados, amas de casa, intelectuales, burócratas y pobladores en general de este policromo país, son inventos o manipulaciones también de los enemigos del progreso y la democracia a la Bush... A propósito de Pazos o cualquiera de sus afectos seguidores, tan amigos de la ecúmene, ¿cómo tratan a su servidumbre? ¿Comparten la mesa o nutren ciertas aborrecibles costumbres segregacionistas, características de la gente pudiente e hipócritamente pudibunda?

Porque ese es otro apartado del indigenismo mexicano: la vocación racial del servicio doméstico; el vínculo indisoluble entre señoras de sociedad y criadas holgazanas, traicioneras y ladinas, “bajadas del cerro” no a tamborazos, sino con cañonazos de a salario mínimo (porque la magnanimidad burguesa está, afortunadamente para nosotros los burgueses, acotada por las leyes). Basta darse una vuelta por cualquier café de moda a media mañana para encontrarse con racimos de señoras guapas en catártico desahogo, platicándose unas a otras cómo las sirvientas de hoy ya no hacen nada de nada sin explotar a sus patronas. Sé bien de damitas de sociedad que se afanan en la búsqueda de la sirvienta perfecta: trabajadora, sumisa, discreta y convenientemente iletrada; las buscan en el campo, vírgenes ideológicamente y sin mayores apetencias materiales que las que bien puede satisfacer el uniforme de aya, la comida después de los señores y el cuarto de servicio con tele a color. Y un sueldito, desde luego. Si es varón, el indígena bueno encontrará trabajo como velador o jardinero, mientras que el malo andará de levantisco. ¿Se puede pedir más sin caer en rancios dogmas de un socialismo hoy aplastado por la inteligencia de los grandes capitales hermanados a los intereses de Wojtyla y sus muchachos?

Terminaba el mes de junio de 1924 cuando José Gorostiza, a propósito de la muerte de Ramón López Velarde, escribió algo que me ha gustado para adaptarlo al ideario zapatista: “Legan los indígenas, como conviene al testamento de un pobre, sólo semillas. Yo espero que de esas semillas broten árboles cuyas raíces revienten y despedacen las banquetas de las casas de los ricos perfumados y racistas que caracterizan a la perrada fresa mexicana (y latinoamericana y gringa y del puerco mundo entero). Que se cimbren sus cimientos con alguna contrición nacida de una mínima dosis de vergüenza, dos gotas azules, apenas. Igual que estorbarán a las ventanas panorámicas del rico, las ramas poderosas habrán de proporcionar sombra y cobijo para muchos que ni siquiera perdieron todo; nacieron sin tener nada.”

Como todos somos nacos, todos somos Marcos. Mal que bien, a más de un tripulante del Ypiranga, como Diego Fernández de Cevallos o Ignacio Burgoa, este despropósito genérico que agarra parejo no les resulta del todo inconveniente. Malo hubiera sido que dijéramos, en detrimento de los europeos alabastros dérmicos y las prosapias que presumen la pureza de una sangre dudosamente respetable, todos somos Tacho, o todos somos Rigoberta, ¿verdad señores? Salud.