Jornada Semanal,  8 de julio del 2001 
 

Juan Vicente Melo
 

La obediencia nocturna 
(fragmento)

Como en toda obra literaria que enriquece a sus lectores, más preguntas que certezas nos han quedado, desde el primer deslumbramiento, a quienes nos adentramos en una de las novelas fundamentales de nuestra narrativa contemporánea. La obediencia nocturna, obra mayor del siempre recordado Juan Vicente Melo, es el apunte desasosegador de una geografía urbana, mental, generacional, y real como son reales todos los juegos oníricos. Proponemos la relectura de este fragmento en el que los nombres de Enrique y Marcos bailan ceremonialmente alrededor de la mítica y siempre inasible Beatriz.

Et unam sanctam catholicam et 
apostolicam Ecclesiam

El calor atrae el silencio. Enrique y yo salimos de la Facultad y caminamos. Me alegré de que no hablara porque yo no sentía la necesidad de conversar. Las gentes caminaban amodorradas y yo adivinaba un secreto deseo de acostarse en el suelo e imaginar que estaban en la arena. Una ola pequeña les mojaba los pies. Mediodía en la playa: el cuerpo expuesto al sol, dorándose, y el sudor resbalando, pegándose en la arena fresca.

Sucedió al fin una tarde como ésta, hace un año, en un verano parecido: tiempo imprevisible, días largos, repetición de todas las cosas. Sin embargo, me parece que fue hace mucho tiempo, en una edad olvidada, irreconocible, no transcurrida. Pudo haber sido hoy pero casi estoy seguro de que pasó, que está sucediendo mañana.

Había vuelto a las clases a pesar de mi decisión (¿cuál? Simplemente no quería ir porque no tenía nada que hacer en ese edificio sucio, en esas aulas oscuras, con esos libros que no me interesaban. Pero estaba Enrique y él me había mirado. Me pregunto: ¿por qué, de pronto, se deshizo de sus vasallos y me otorgó su preferencia? Lo cierto es que comencé a mirar a los demás con orgullo, sabiéndome el triunfador, el favorito. Sus ojos estuvieron clavados sobre mis orejas y una cierta incomodidad me obligaba a desperezarme, a seguir con atención las palabras del profesor, haciendo un esfuerzo por no dormirme. Estaba el aire pesado).

Nos detuvimos a contemplar algunos escaparates, yo con cierto fastidio y él tratando de adivinar algo que pudiera gustarme. Pero, a mí, sólo me gustan las cosas que no sirven para nada. Una vez compré unos tirantes. No uso tirantes. Pero los compré, después de elegir entre diez, de probármelos, de estirarlos, sabiendo que mis pantalones no tienen botones para tirantes. Los sacaba del ropero, entre las camisas y los calcetines, y los miraba, haciéndolos sonar como látigos. Tenían rayas azules y blancas. Odio las bufandas pero compré dos: una roja y otra negra, que extiendo sobre la cama, entre las almohadas y simulo ahorcarme con ellas. Pasamos frente a un cine y, contra su costumbre, Enrique no me obligó a ver las fotografías de la película ni el anuncio de los próximos estrenos. No dijo, como otras veces: “Ésta no la perderemos. Dicen que es muy buena.”

Esperaba con curiosidad el regalo que me tenía destinado para esa ocasión y me esforzaba por anticiparle mi profundo desagrado (aunque no mi inevitable sorpresa, porque Enrique nunca deja de asombrarme). Ahora será un libro, me decía en el preciso momento en que me mostraba aquella corbata, la horrible corbata que pudo ser la que Graciela arrojó por la ventanilla del coche cuando íbamos a la fiesta de Leonor. Si pensaba en un disco me daba un llavero, o una de las reproducciones que debe tener en su cuarto (me gustaría estar en ese cuarto, conocerlo, saber cómo ordena sus libros y su ropa), o una cartera, la bufanda que llevaba puesta y que a mí no me servía para nada. Terminaba por recibir los regalos con ostensible indiferencia y una secreta, inmensa alegría (¿por qué me daba cosas Enrique? ¿Hacía lo mismo con Marcos o los vasallos?) Yo guardaba los regalos apresuradamente, ante su desconcierto, casi sin verlos, mientras gozaba sabiendo que él sufría. Luego, solo en mi cuarto, los acariciaba. Nunca los utilicé porque sabía que me habían sido dados para ser escondidos, para que nadie los viera. Me preguntaba con su vocecita que de pronto se volvió llorosa, lastimera: “¿Te gusta?” y yo sentía un irresistible deseo de decirle que no. Esa tarde lo miraba caminar con su aire de perrito desamparado que pretende hacerse suficiente con su traje elegante, huyendo de los estudiantes que iban a la Facultad, de los turcos que insistían en mostrarnos sus mercancías amontonadas en escaparates sin vidrios. Esa tarde se me ocurrieron tres cosas: 1) decirle que ya no quería ser su amigo –no sé por qué exactamente; 2) preguntarle por qué había dejado de ser el rey Enrique y le dolía la cabeza y lloriqueaba a la menor ocasión; 3) asegurarle que ya no quería que me regalara nada. En cierto modo, el regalo no me importaba. Había decidido que no se puede vivir dependiendo de un regalo. Pero no sé por qué tenía que aceptarlo. Todo esto es ridículo, pero también lo son la ciudad, Enrique que repite que le duele la cabeza, yo, las gentes que caminan a nuestro lado. Ya no tenía miedo: aquello iba a llegar y estaba preparado. Pero uno no puede permitirse ciertas cosas. Como sufrir, por ejemplo, porque Enrique no va a regalarme nada, porque todo el tiempo me anuncia que le duele la cabeza, porque ha dejado de ser el rey y se humilla. Como sufrir, por ejemplo. Sufrir por nada: es todo lo que se me ocurre ahora.

Esperamos en silencio el cambio de luz del semáforo y, cuando íbamos a cruzar, me tomó del brazo. Puedo sentir todavía el roce primero y luego el brevísimo apretón. Puedo ver cómo me retiré, bruscamente, ante su espanto, sin poder contener el súbito desagrado que me causó ese contacto. Veo su boca abierta y sus ojos azules a punto de llorar (¿por qué, Enrique, que ostentabas tu poder frente a los demás? En ese momento quisiera haberle preguntado a Marcos qué había pasado). Siento aún el calor de su mano apretándome el brazo y la quemadura que me produjo. Me oigo decir, con una voz que no era la mía: “No me gusta que me toquen”, mientras Enrique se retira, asustado, pero preparando ya el nombre de Beatriz, resistiéndose a pronunciarlo. Me miró y se dio cuenta que mis ojos no lo reflejaban. Creo que el Enrique de entonces, y el de ahora, pensaba en la felicidad y prefería ignorar ciertas cosas con objeto de no mentir. No me reconoció; yo tampoco a él. Por eso es importante saber lo que hacemos o lo que decimos; no hay que llegar, jamás, a reconocerse en los otros.

Tuvimos que detenernos a mitad de la calle porque la larga hilera de automóviles nos impedía ganar la otra esquina. Estoy seguro de que tuve la tentación de detener el tiempo (hoy es ayer, hoy es mañana. Nada es presente) a fin de permanecer ahí, de no seguir caminando al lado de Enrique. Volví a tener el presentimiento de que una desgracia irreparable iba a suceder y que, si me negaba, podría evitarse. Traté de encontrar un espacio entre los automóviles. “Cuidado, es peligroso”, creo que dijo, asustado. Al fondo, la mole de la Catedral parecía tambalearse. Grandes nubes blancas cruzaban el cielo y yo sudaba. Pero, como si todas las cosas estuvieran de acuerdo, el mundo se detuvo. La luz descendía sin acabar de caer sobre mi cara, resolviéndose en gotas de sudor que se amontonaban en la frente y ahí se quedaban pegadas. Los automóviles, el interminable detenimiento esperando el cambio de luz del semáforo, una simple sustitución de colores que permite avanzar y librarse de esa insoportable y condescendiente espera incómoda. El aire: vapor asfixiante que se intensifica con el silencio, con el perfecto equilibrio de todas las cosas. Y nosotros: uno al lado del otro. Entonces comprendí que había sido feliz, que a pesar de todo lo que hiciera o dijera había sido feliz, que a pesar de todo lo que pensara había sido feliz y que ya nunca más lo sería. El Zócalo, ese amplio, enorme lugar que tanto me gustaba, era un sitio adverso. La Catedral, un enemigo al acecho que, de pronto, podría derrumbarse y aplastarme. Las casas eran ridículas y las gentes feas. Todo se puso en movimiento: torbellinos de polvo levantaban faldas y herían los ojos. Cruzamos la calle. Era como si hubiera transcurrido un año, un ayer, un mañana, algo menos hoy.

Enrique se sentó en un banco mientras una de las campanas de la Catedral sonaba desagradablemente. Estaba pálido y abrazaba sus libros. Esperé un momento y, sin saber por qué, también me senté. No hablamos. Alguien dijo, al pasar: “Es tarde”, y me di cuenta de que había oscurecido. Enrique hizo un ligero movimiento. Si se acerca, le pego, le rompo la cabeza como al perro tigre. Tosió. Si me pide perdón, le pego, le rompo la cabeza como al perro tigre. Si me pregunta algo, le pego.

–¿Te gustaría entrar?

Eso fue todo. Pero no estoy muy seguro. Acaso –y es lo más probable– lo que dijo fue: “Quiero que entres conmigo. Tienes que obedecerme.” Y lo seguí. Caminamos por una de las naves. Nuestros pasos resonaban, lentos, acompasados. Olía a incienso y a flores. No había nadie. Entonces apareció el gran resplandor, se dejó oír, estruendosamente, la música del órgano. Beatriz había nacido.