(diez años de la Casa del Poeta Ramón López Velarde) Alojar el desarraigo |
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En Lisboa, la
Casa Fernando Pessoa se ha convertido en un centro de reunión de
poetas de distintas latitudes. Algo similar sucede con la Casa de Juan
Ramón Jiménez en Moguer, la de Pushkin en Chisinau (la vieja
Kishinev), la Torre de los panoramas de Herrera y Reissig en Montevideo
y la Casa de Poe en Baltimore. Eduardo Hurtado nos habla de la Casa del
Poeta Ramón López Velarde que, desde hace diez años
y gracias a una iniciativa de Víctor Sandoval, realiza una labor
de difusión de la poesía que Eduardo define de la siguiente
manera: Alojar el desarraigo.
Sin embargo, el autor de La sangre devota ha sido objeto de esporádicas amnesias filiales. Aunque la mayor parte de su vida transcurrió en la provincia (su natal Zacatecas, San Luis Potosí, Aguascalientes), pasó los tres últimos años de su existencia en la Ciudad de México, donde falleció en olor de santidad a causa de una pulmonía galopante. Se sabe que esos tres años los vivió al lado de su madre y sus hermanas en el número 79 de la calle de Jalisco, en el interior de una de las numerosas vecindades que, a la manera de nuestros modernos condominios, construyó en esa zona la clase media porfiriana desde fines del siglo XIX. Al paso de los años, la antigua calle de Jalisco se transformó en la avenida Álvaro Obregón, esa transitada arteria en la que abundan las librerías de viejo y los cafés de chinos. Deshabitado durante décadas, el edificio sufrió los embates del tiempo y de la incuria. En 1981, año del sesenta aniversario luctuoso de López Velarde, el gobierno de Zacatecas colocó una placa conmemorativa en la fachada del ruinoso inmueble. Por esos días, Gabriel Zaid y José Emilio Pacheco dedicaron una serie de ensayos biográficos a llamar la atención sobre la existencia del lugar y el estado en que se hallaba. Un par de años más tarde, el inah lo declaró monumento histórico. No obstante, el decreto lo salvaguardaba desde una perspectiva legal pero no en los hechos. En 1985 el terremoto que sacudió la capital dañó seriamente su estructura. No fue sino hasta 1989 cuando el gobierno de la Ciudad de México decidió adquirir el inmueble y emprender su rescate. Como sucede en la mayoría de los barrios de ese animal proliferante llamado Ciudad de México, en la antigua colonia Roma, asiento de la Casa, son visibles los contrastes socioeconómicos. Antes de que se iniciara el rescate del edificio, sus nuevos pobladores eran indigentes y teporochos del rumbo. En el área que en otro tiempo funcionó como patio común se habían instalado diversos talleres. Aunque modesta, la construcción que alojó al departamento en el que López Velarde escribió algunos de los más notables poemas de la lengua no careció de alguna dignidad. Hacia fines de los ochenta, luego de tantos años de abandono, había quedado irreconocible. Su rescate demandó una labor paciente y amorosa en la que intervinieron poetas, arquitectos, historiadores y urbanistas. La perseverancia y el entusiasmo invertidos por cada uno de ellos le dieron a la institución un carácter singular. La casa destinada a ser sede de la poesía mexicana, es decir, asiento de una tradición que arranca con Sor Juana Inés de la Cruz, pasa por Manuel José Othón, Amado Nervo, Salvador Díaz Mirón y Manuel Gutiérrez Nájera, recoge las voces innovadoras del propio López Velarde y José Juan Tablada, aporta la indudable originalidad de Carlos Pellicer, José Gorostiza y Xavier Villaurrutia, y desemboca en la notable constelación de poetas que en las últimas décadas han ensanchado el paisaje de nuestra literatura. Esa casa, decía, se reedificó en homenaje a un poeta que a su vez contribuyó a reformar la poesía escrita en castellano y, por lo tanto, a resignificar las palabras de nuestra lengua. La historia de la Casa del Poeta Ramón López Velarde describe un ciclo de refundaciones. Un hecho marcó en forma decisiva su desarrollo: el organismo del gobierno a cuyo resguardo surgió, el Departamento del Distrito Federal, decidió ceder su administración y operación a los intelectuales y artistas que habían impulsado su establecimiento. La Casa quedó a cargo de un patronato encabezado por Guillermo Sheridan y conformado por otros distinguidos escritores: Hugo Hiriart, Juan Villoro y Miryam Moscona. Del patronato surge poco después la iniciativa de instituir una beca para estimular, a nombre de la Casa, el trabajo de alguno de los poetas más destacados del momento. Al recibirla, el beneficiario adquiere un par de compromisos: representar al patronato al interior de la institución y organizar, a título de Asesor Cultural, las actividades del lugar. Hasta la fecha, a casi diez años de su creación, la Casa del Poeta ha tenido cuatro Asesores: Elsa Cross, David Huerta, el que esto escribe y Antonio Deltoro, quien ejerce esta función desde febrero del año en curso. Ninguno, hay que decirlo, se ha formado nunca en las filas de la burocracia cultural. Aunque la beca se otorga por tiempo indefinido, hasta el día de hoy los beneficiarios no han querido extender su duración más allá de los tres años. El relevo periódico de Asesor Cultural le ha traído a la Casa una permanente y saludable renovación.
Quienes en distintos momentos hemos colaborado en la Casa del Poeta entendemos que la poesía opera como una especie de antídoto del mercado y que una de sus tareas es, ni más ni menos, preservar la facultad humana por excelencia: la imaginación. Desde luego, los poetas y las casas para la poesía en todo el mundo aspiran a un público, pero no debe ser una prioridad que ese público sea numeroso, mucho menos si para reunirlo fuera necesario echar mano de prácticas ajenas a su espíritu. Los rendimientos de la poesía son de otra especie: nos enseña a reconocer las diferencias y a descubrir las semejanzas; nos aleja de los maniqueísmos, al probarnos, por ejemplo, que la belleza también engendra lo terrible; además, nos da lecciones de concordia y de hospitalidad, lo que no es poca cosa en tiempos de fanatismos y de intolerancia. La poesía, hay que insistir, no es rentable desde un punto de vista especulativo. Como todas las instituciones que se dedican a esta actividad, la Casa tiene posibilidades limitadas de autogenerar recursos. El hecho mismo de haberse constituido como Institución de Asistencia Privada restringe su facultad de llevar a cabo actividades lucrativas. El financiamiento de la Casa tiene dos fuentes principales: la modesta asignación que para gastos operativos aporta el Gobierno del Distrito Federal, y los apoyos que obtiene de otras instancias para la cultura, privadas o públicas. Hasta la fecha, esos apoyos se han obtenido principalmente de organismos oficiales, como el inba y el Conaculta. Aquí conviene hacer un apunte. Entre algunos no dejará de causar cierta extrañeza que un centro dedicado a la cultura se acoja de un modo tan abierto al patrocinio del Estado. El hecho se explica de manera muy simple. Desde el siglo XIX México se anota en esa tradición, cuyo origen podemos ubicar en Francia, que contempla el impulso a la cultura como una de las obligaciones del Estado. Esa tradición viene de lejos. A partir de la guerra de Independencia, la Iglesia mexicana dejó de patrocinar a las artes. En el México independiente, el Estado practicó un mecenazgo más bien discreto. En las últimas décadas del siglo XIX el auspicio estatal no siempre respetó la libertad de los creadores. Paradójicamente, en esos años los poetas participan en el movimiento modernista, esa revolución literaria que en Hispanoamérica extremó la lucha de los escritores por adueñarse de una lengua impuesta. En esos días las clases dominantes probaron su insensibilidad ante los proyectos culturales. Tras la Revolución de 1910, el Estado decide tomar en sus manos, a nombre de la apremiante tarea de reconstrucción nacional, el desarrollo de las artes. En el periodo contemporáneo el Estado mexicano asume de manera cabal el deber de fomentar la creación y la difusión de las obras artísticas y literarias. Luego de un prolongado estira y afloja, los creadores han dado pasos decisivos hacia un objetivo largamente codiciado: dirigir y orientar ellos mismos la cultura viva del país. No todo es miel sobre hojuelas, desde luego: eventuales recaídas en la intolerancia, patrimonialismo y burocracia son prueba de que los políticos y sus partidos no renuncian por completo a la tentación de utilizar la cultura para sus fines. Sin embargo, un largo trato le ha permitido a las dos partes, intelectuales y aparato estatal, hallar fórmulas conciliatorias; esas complejas fórmulas, hay que hacerlo notar, han sido el desvelo de politólogos del mundo entero, la envidia de muchos caudillos latinoamericanos y materia de estudio en universidades de todas las latitudes. Como sea, entre avances y retrocesos la participación se ha dado, a fin de cuentas, en los términos construidos a lo largo de la historia reciente por una extensa relación de intelectuales y artistas. ¿Prevalecerán esos términos a pesar de las señales de incomprensión, intolerancia y tacañería lanzadas a diestra y siniestra (es decir: desde la derecha y la izquierda) por nuestros nuevos gobernantes? Otras fuentes de financiamiento, sin duda menos significativas, provienen de las muy moderadas cuotas que la institución cobra por la oferta de servicios, así como de las rentas que aportan los distintos comodatarios establecidos en el edificio. Desde luego, las empresas incorporadas en comodato también pertenecen al ámbito de la cultura y, aunque operan de manera independiente, se les considera parte de una especie de complejo cultural que tiene como eje la Casa del Poeta. Se trata de una bienal internacional de cartel con sede en México, una galería de artes plásticas, una publicación bimestral dedicada a las artes gráficas y una revista literaria dirigida principalmente a los jóvenes. Hasta hace poco, en la Casa se asentaba la librería El Pórtico, una de las pocas en el mundo especializadas en libros de poesía y sobre poesía. Una de las prioridades de la institución es retomar esta importante iniciativa.
La Biblioteca Salvador Novo-Efraín Huerta tiene un significado especial para la Casa. Por un lado, encarna la memoria de dos poetas que, como López Velarde, tuvieron una relación al mismo tiempo amorosa y conflictiva con la Ciudad de México. Por el otro, representa dos momentos señalados en la tradición de la que hablamos arriba: Novo es uno de los miembros distinguidos de los Contemporáneos, mientras que Huerta, nacido como Paz en 1914, perteneció junto al Premio Nobel a la llamada generación de Taller. La presencia de estos nombres al interior de la casa (López Velarde, Efraín Huerta, Salvador Novo), es un emblema del dinamismo y la pluralidad de la poesía mexicana moderna. Los más de doce mil volúmenes que integran el acervo de la biblioteca, muchos de ellos primeras ediciones de poesía, representan para la institución una compañía silenciosa y, al mismo tiempo, abierta al diálogo, un orden que supera el de su clasificación bajo el sistema decimal de Melvin Dewey. Ese acervo se incrementa año con año gracias a las donaciones de distintas editoriales nacionales y del extranjero, así como a la exigencia de que los poetas que se presentan en los distintos espacios del lugar obsequien al menos un ejemplar de su producción. La Casa es, en primer término, un lugar de encuentro para poetas y lectores de poesía. Pero además tiene la finalidad de promover las más diversas tareas asociadas a la difusión de la literatura y las artes plásticas. En sus distintas áreas (café-bar, salón de usos múltiples, salón de seminarios y biblioteca) se realiza cada año un amplio programa de actividades que incluye: lecturas de poesía; encuentros de poetas nacionales y extranjeros; ciclos y cursos dirigidos a divulgar entre la comunidad distintos temas vinculados a la literatura; talleres de creación o de lectura; visitas escolares; presentaciones de libros, discos y videos; exposiciones de pintura, fotografía, carteles y artesanías. De forma paralela, en la casa se realizan una vez por semana audiciones de música, señaladamente de rock nacional y folclor urbano. La mayor parte de estas actividades, es preciso anotarlo, se planean y se ofrecen con un sentido social. En nuestro país, golpeado por lacerantes desigualdades, esta política representa una de las escasas alternativas para las incontables personas que andan en busca de espacios que les permitan romper con la más grave de las esclavitudes: la ignorancia. En muchos casos (lecturas, conferencias, presentaciones) el público tiene acceso de manera gratuita; en otros (talleres, cursos, conciertos) los precios de entrada son prácticamente simbólicos.
Hay una actividad que ha tenido un especial recibimiento entre el público que acude a la Casa del Poeta: las lecturas en voz alta de poesía. Varias razones explican ese entusiasmo. Para comprender mejor un poema, se ha dicho, es necesario en primer término escucharlo. Aunque la lectura en voz alta puede ubicarse en los orígenes mismos de la poesía, y a pesar de que en Europa esa costumbre se conservó durante más de mil quinientos años, a partir del siglo XIX fue desplazada por la lectura individual y en silencio. Desde entonces, las audiciones públicas han sido raras en los países europeos y americanos, con excepción de Inglaterra, Rusia y Estados Unidos. En Norteamérica, la generación beat fomentó a partir de los años cincuenta el gusto por escuchar poesía en voz de sus autores; en la actualidad, ese gusto forma parte esencial de la vida literaria norteamericana. En México dos iniciativas alentaron esta práctica: la creación de la serie discográfica Voz Viva de México (que muy pronto contará con un espacio abierto al público dentro de la Casa), y el surgimiento en los años sesenta de un espectáculo de teatro y poesía que llevó por nombre, justamente, Poesía en Voz Alta. El hábito de ofrecer al público lecturas de poemas, de preferencia en voz de sus autores, puede tener efectos insospechados. Hace apenas unos meses, el poeta chileno Gonzalo Rojas, un autor al que de ningún modo podría considerársele popular, reunió a cerca de veinte mil personas en el Zócalo de la Ciudad de México. Se pueden tener sospechas respecto a la forma en que se logró convocar a semejante multitud en torno a la poesía. Lo que no deja espacio para suspicacias es la manera en que el poeta arrebató la atención y el entusiasmo de los asistentes. Esto no significa, desde luego, que a Rojas lo siga una legión de lectores sólo en la capital de la República mexicana. Quiere decir, sencillamente, que al escuchar de viva voz a un escritor a quien los organizadores anunciaron, con toda justicia, como uno de los poetas vivos más importantes de Hispanoamérica, una colectividad que en general lee poca poesía se dejó llevar por el gran poder de encantamiento de la palabra en trance de ritmo. Desde luego, a las lecturas organizadas por la Casa del Poeta no asisten, por lo regular, mucho más de cuarenta o cincuenta personas. No importa. La cuestión numérica, por sí sola, carece de importancia; responde a circunstancias cambiantes y en ocasiones extraliterarias. Lo que se mantiene invariable es la fuerza de la poesía para llegar al hombre solitario, a la inmensa minoría o a la multitud entusiasta, como un arte de comunión. En el arranque del siglo XXI, en plena
crisis de los absolutos históricos, religiosos o ideológicos,
a los poetas de todas las latitudes nos vincula una misma carencia. A lo
largo de diez años, la Casa del Poeta ha servido de techo, así
sea fortuito, a nuestro esencial desarraigo.
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