Lunes en la Ciencia, 25 de junio del 2001



 

La recesión de la ciencia

José Luis Fernández Zayas

Conseguir el uno por ciento del PIB para la ciencia se ha vuelto una aspiración de los científicos, quienes ven con horror que, en términos generales, los recursos que el gobierno destina a investigación y desarrollo (ID) son cada día más escasos. En 1971, a la fundación del Conacyt, se recogió la recomendación de 1967 en Punta del Este, Uruguay, en el sentido de que el despegue de nuestros países requería un mínimo de 1.5 por ciento del PIB en ID. Desde entonces, según las cuentas oficiales, dicha fracción no ha variado mucho más allá de 0.35 por ciento, cantidad obstinadamente constante, no obstante los innumerables discursos, deseos y planes de desarrollo. Ya es hora de pensar que la necia cpresupuesto-1ifra treintañera es un indicador de que algo más profundamente estructural está equivocado en la economía.

Hay indicadores claros de un desequilibrio económico, entre los actores que aportan el talento (profesores universitarios, investigadores y otros) y el sistema de producción, como la desfavorable participación del sector privado en ID. Para que efectivamente nos acerquemos al anhelado 1 por ciento, la participación privada deberá crecer por más de un orden de magnitud en el curso del sexenio, o sea, en un 50 por ciento anualmente. Esto no ocurrirá graciosamente de manera natural, como demuestran los últimos 30 años.

La razón principal por la que las empresas no acuden a los centros de investigación para solicitar apoyo, en mi opinión, es que no les tienen confianza. Y esto ocurre porque la experiencia de los industriales que han querido aproximarse a las universidades y centros, es malísima, por la sencilla y obvia razón de que la estructura de gobierno de éstos no tiene nada que ver con el sector productivo: la academia se califica y se premia (o castiga) a sí misma, sin reparar en la opinión del usuario potencial y demandante ocasional de talento de alto nivel. La comunidad académica vive de espaldas al sector productivo, y viceversa.

Por un lado, hacen falta procedimientos de extensionismo académico en la industria, como también de extensionismo realista en la academia; sin embargo, lo más urgente es desmontar los mecanismos de defensa de la academia frente al sector productivo. Curiosamente, estos mecanismos no tienen nada que ver con las capacidades y deseos de los académicos de alto nivel, quienes suelen ser personas cultas y conocedoras de la situación del país. El formidable enemigo a vencer es la muy eficaz y madura burocracia administrativa, que año con año instala nuevos y mejores mecanismos para impedir que los recursos se destinen a la ciencia y a la tecnología. En los últimos años, los aumentos reales que se han asignado a la ciencia y a la universidad han sido efectivamente canalizados a la administración, la cual de ninguna manera se hace más eficaz, sino todo lo contrario. Por ejemplo, la recuperación de gastos de investigación, autorizados previamente, con cargo al programa especial de la UNAM para apoyo a la investigación científica, que para "eficientar" los procedimientos, se hace al margen del presupuesto de los institutos, me toma del orden de seis meses.

La burocracia en la investigación es una barrera formidable que impide físicamente que haya colaboración entre empresarios y científicos. A ese fenómeno se suma el que los investigadores del sector público son evaluados por su labor individual, de preferencia por aportaciones al conocimiento universal, pero la trascendencia de sus contribuciones a la economía nacional no se toma en cuenta. Es por tanto natural que los responsables de la producción no pueden ver en el investigador, de ninguna manera, a un colaborador potencialmente útil, y viceversa. Si no se hace un esfuerzo por romper este círculo vicioso, el indicador citado permanecerá constante, para frustración de científicos, economistas y gobernantes, pero engordando las lonjas de la sebosa burocracia.

El autor es vicepresidente de la Academia Mexicana de Ingeniería

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