Jornada Semanal,  24 de junio del 2001 

Agustín Escobar Ledesma
extranjeros en su tierra

Misión de Maconí

Entre el recuerdo casi enterrado de su fugaz esplendor minero y la permanencia de una situación invivible para sus habitantes, “de no ser por los billetes verdes, Maconí seguramente sería un pueblo fantasma” en este presente que no lo parece, pues la incomunicación, la carencia de servicios básicos y el apoyo oficial sólo para “las familias mejor acomodadas de la comunidad” siguen siendo lo que siempre han sido. En este pueblo habitado mayoritariamente por niños y ancianos, doña Belém lo explica con involuntaria ironía: “Será porque a lo mejor ya ni siquiera pertenecemos a la tercera edad, tal vez ya somos de la cuarta o quinta, por nuestra avanzada vejez.” Agustín Escobar sigue documentando nuestro neoliberalismo con su habitual mirada a un tiempo cercana y objetiva.
 

Maconí es una pequeña y hermosa población minera de la sierra queretana, resguardada por elevadas montañas pelonas de cuyas entrañas ha sido extraído oro, plata, cobre, plomo y zinc, con diferentes fines, tanto rituales como comerciales, desde la época prehispánica hasta la actualidad.

Las cristalinas aguas del arroyo de Maconí, que van a dar al río Moctezuma, cruzan alegremente en medio de las casitas, en este sitio que fue habitado por aguerridos y desnudos chichimecas-jonaces. Según las crónicas, en la antigua frontera entre Aridamérica y Mesoamérica fueron construidos presidios para combatir a los chichimecas, así como misiones para bautizarlos y someterlos con la finalidad de explotar los ricos yacimientos de la zona y la barata mano de obra autóctona. En su libro Los dominios de la plata. El precio del auge, el peso del poder. Empresarios y trabajadores de las minas de Pachuca y Zimpán, 1552-1620, la investigadora del inah, Gilda Cubillo Moreno, menciona que “en esta región calificada de ‘frontera de guerra’ permanente, la acción ‘pacificadora’ por parte de los españoles y sus aliados indios prevaleció a través de toda la época de la Colonia y la violencia directa fue el sello distintivo”.

El dominico fray Esteban Arroyo menciona que Maconí fue fundada en 1682 por los frailes franciscanos Francisco Aguirre y Nicolás Ochoa, apoyados por el hacendado y minero Jerónimo de Labra, padre, con el nombre de Misión y Real de San Buenaventura de Maconí. Desde entonces, grandes cantidades de oro y de plata, principalmente, fueron extraídas de las minas por otomíes y chichimecas y trasladadas a lomo de mula por las accidentadas veredas en las que también circulaban los caballitos, indios que llevaban sobre sus hombros una especie de silla en la que se montaban los señores de horca y cuchillo. El nombre Maconí, población de unos seiscientos habitantes, que pertenece al municipio de Cadereyta, entre los límites de San Joaquín y el estado de Hidalgo, según la señora Belém Ortiz Lugo que nació en este lugar, se debe a que existe una barranca denominada Macón y a un árbol que se llama coni, y que por eso le pusieron Maconí a este sitio en el que, según la historia oficial, miles de cazadores recolectores que no tenían nada que hacer, estaban ansiosos por ayudar a los invasores europeos con su mano de obra barata. Este sitio de ancestral cultura minera también está impregnado de leyendas. Hay una que refiere que los insumisos chichimecas incendiaron y destruyeron el templo de la Misión porque vieron en ella un oprobioso atentado a su libertad. Fue por eso que acabaron con este sitio de evangelización y sometimiento en el que supuestamente quedó sepultada la imagen de la Virgen de los Dolores sin sufrir ningún daño mayor, y que posteriormente fue trasladada para su veneración a lo que hoy es el santuario de la Misión de Soriano.

Otra leyenda despierta la avaricia de los escuchas: se supone que a cien metros de la plaza de este antiguo real está la mina de oro del Santo Niño, explotada en los primeros años de la Colonia. Sin embargo, nadie conoce su ubicación exacta. Ahí está la riqueza esperando al afortunado que dé con ella.

Los miserables

En la orilla de la carretera a San Joaquín, antes de llegar a la entrada a Maconí, algunas personas ponen a la venta jugosas manzanas rojas y amarillas de las huertas ubicadas en las frías laderas del bosque de olorosos pinos, oyameles y encinos.

Para entrar o salir de Maconí es común y corriente que los lugareños pidan un raite (neologismo de lo que, antes de la influencia lingüística estadunidense traída por los migrantes, se denominaba aventón) a los vehículos que pasan al borde de profundos barrancos.

En el crucero de la carretera y el camino de terracería una mujer y su hijo, enfermos de pobreza, llevan una caja y un cobertor, su patrimonio familiar. Esperan un raite para evitar caminar los dieciocho kilómetros a Maconí. La joven mujer, de veintiséis años de edad, dice llamarse Graciela Sánchez Robles y su vástago, de escasos seis años, José Pablo. “Yo soy de El Torno (ranchería ubicada doce kilómetros más delante de Maconí) y trabajo en Hidalgo, en un lugar del que no recuerdo el nombre. De vez en cuando vengo a ver a mis parientes: mi papá, mis hermanas y a Mónica, mi hija de cuatro años que vive con sus abuelos. Yo estoy enferma desde que tenía seis años. A esa edad me empezó a temblar todo el cuerpo y, hasta ahora, no se me ha quitado. Yo no sé leer ni escribir; cuando me subo a los camiones primero pregunto a dónde van; algunos choferes se enojan porque los hago perder el tiempo, eso  dicen. A los veinte tuve a José Pablo que nació con retraso mental; después tuve a mi hija pero los papás de mi marido me la quitaron y la registraron y la bautizaron con sus apellidos. Cada vez que puedo paso a verla; sus abuelos le dicen que yo no soy su mamá. No me gusta que esté con ellos porque mi cuñado la ‘agarra’ y la emborracha con pulque. Yo no sé qué hacer con la vida, estoy desesperada. Si no fuera porque un señor de los Derechos Humanos de Hidalgo me da cincuenta pesos a la quincena, no quiero ni pensar qué nos habría pasado.”

No hace falta ser médico para advertir el daño neurológico de la mujer y el de su hijo, tal vez producto de la desnutrición. Graciela tiene dificultades para articular sus ideas y habla como tartamuda. Ante cualquier pregunta, tarda más de un minuto en responder y no recuerda nombres, lugares ni fechas, o los retiene de manera confusa. José Pablo apenas si emite sonidos guturales para comunicarse y, en la casa en la que trabaja su madre, toma leche en un sartén en el suelo que disputa a los gatos.

Graciela y José Pablo recorren el inframundo de manera cotidiana sin que a nadie le importe su situación. La muerte, cuyos huesos se dibujan en la fisonomía de ambos, es el único ser que está atento para segar sus vidas.

Gastronomía

En Maconí, que en tiempos pretéritos fue habitada por jonaces y pames, cuyo modo de vida hacía de ellos enemigos de sumo peligro por su maestría en el manejo del arco y la flecha y el conocimiento de su territorio, así como por el propio carácter de su cultura, vive Belém Ortiz, que a sus noventa años de edad conserva una memoria y una lucidez envidiables. Recuerda que sus antepasados le comentaban que los antiguos dueños de esta región se alimentaban de todo tipo de insectos, yerbas, raíces, frutos y animales de los que se comían la carne cruda. Es por eso que en el momento en que conocieron los caballos y reses de los invasores europeos les dio mucho gusto. Donde encontraban a los animales los mataban y se los comían. Los primeros caballos que se echaron al plato fueron los del hacendado y minero español Jerónimo de Labra. Belém menciona que ella también ha comido cecina de caballo, tan sabrosa como la de res, sólo que la dejó cuando apareció la enfermedad de los equinos.

“Aquí hubo un chichimeca que inventaba lumbre golpeando dos piedras de pedernal de las que salían chispas. Mi papá, que fue herrero, cuando aquí no conocíamos los cerillos, fabricaba eslabones de fierro para prender la lumbre con la yesca de los pinos. Los jonaces cargaban víboras de cascabel crudas en unos canastones, y se las comían como si fueran elotes. También le entraban a la carne cruda de tlacuache, zorrillo, ardilla, conejo, armadillo, tejón, etcétera. En el río pescaban charales, mojarras y carpas. Comían manitas de bojai (flores de sotol), golumbos (flores de lechuguilla y maguey), dátiles de palma, hongos y manitas de junquillo y estoquillo. Pobrecitos chichimecas, los españoles los guerrearon con sus armas de fuego y los mataron. Ellos sólo tenían piedras, palos y arcos y flechas para defender sus vidas y sus tierras.”

En la actualidad, los productos alimenticios nombrados por Belém, excepto las víboras, continúan formando parte de la dieta de los habitantes de Maconí, así como las xóndas (gusanos parecidos a las gallinas ciegas) que se tuestan en las brasas o en el comal. Estos insectos son recolectados después de la temporada de lluvias en los troncos secos y viejos de los árboles de zapote, nogal, naranjo, aguacate, fresno y estoquillo. Los iguises o escamoles (larvas de hormiga negra, también conocida como pedorra, por su olor) son recolectados en la temporada de cuaresma para comerlos revueltos con huevo o en quesadillas.

“Cuando yo tenía seis años de edad aquí llegaban los villistas y los carrancistas. Sin importar a qué bando pertenecieran tenían en común el hambre, al grado de ir directamente al fogón de las casas para comerse las tortillas y los frijoles. Era tanta su voracidad que también arrasaban con la masa y el nixtamal, es por eso que la gente de aquí los conocía como los nixtamaleros. Una vez que saciaban el apetito aventaban el máuser a las mujeres y arriaban con ellas para la guerra.”

En las márgenes del arroyo de Maconí los lugareños cultivan frijol, maíz, chile, aguacate, durazno, manzana, etcétera, productos que hace tres años sacaban a vender a San Joaquín, Vizarrón o Cadereyta en los guajoloteros (autobuses de pasajeros de tercera clase) que llegaban a la comunidad. Ahora la gente ya no obtiene ingresos de sus huertos debido a que el guajolotero fue sustituido por un microbús en el que no hay espacio para las cajas de frutas.

Mineros

El primer europeo en explotar intensivamente las minas de Maconí fue Jerónimo de Labra, durante la Colonia; en el porfiriato fue el minero Oscar Brannif, y en la época más reciente la Compañía Peñoles, que explotó durante veinte años la mina La Negra, cerrada hace seis años y que ahora pretende reabrir la Compañía Alme. Sin embargo, el reinicio de la mina se ha pospuesto debido a los conflictos que se han generado con los ejidatarios de El Hortelano, que se oponen puesto que sus áreas de cultivo serían afectadas por los desechos mineros que irían a dar al arroyo de Maconí.

Durante veinte años La Negra fue la principal fuente de empleo de la comunidad; sin embargo, al igual que en las épocas anteriores, los dueños sólo se han preocupado por extraer la riqueza del subsuelo y llevársela lejos dejando a la comunidad en la pobreza. Los sueldos de quebradores, ademadores, paleros, herreros, carpinteros, albañiles, veladores, coleros, tendadores y cuidadores siempre han sido muy bajos, a pesar de que de las entrañas de Maconí han salido cientos de toneladas de oro, plata, cobre, zinc y plomo, riqueza de la que ninguno de los vecinos sabe a qué manos fue a parar.

Ilegales

Ante la falta de trabajo, los hombres y algunas mujeres de Maconí y comunidades circunvecinas, han cruzado la frontera gringa. En Filadelfia hay alrededor de doscientas personas originarias de este lugar, trabajando en la industria de la construcción y en los restaurantes; existen otros doscientos indocumentados maconitas en distintas ciudades de Estados Unidos, que envían dólares a sus familiares. De no ser por los billetes verdes, Maconí seguramente sería un pueblo fantasma. En general la economía de la Sierra Gorda está sostenida por los ilegales.

No todos los que trabajan en el otro lado corren con suerte. Hace algunos meses, en la ciudad que le da nombre a una marca de productos lácteos gringos, un muchacho cayó del edificio en el que trabajaba y murió en el acto. La patronal no quiso indemnizar a Leticia Casas por la muerte de su marido. Desde entonces, esta mujer de treinta años y cinco hijos, vende tortillas o lava ropa a la gente de Maconí para sobrevivir. Otro caso fatal fue el de un joven asesinado a balazos en un oscuro callejón de Miami. Sus deudos recibieron primero la infausta noticia por teléfono; después el inerte cuerpo.

El combate

Aquí, al igual que en muchas comunidades, Progresa es aplicado de tal modo que los vecinos no lo entienden. Por ejemplo, Progresa que asigna becas y alimentación a los niños de escasos recursos económicos en edad escolar, no los proporciona a los hijos de la señora Leticia Casas. Como este caso existen muchos más. Quienes resultan beneficiados con el programa son los miembros de las familias mejor acomodadas de la comunidad.

Aquí viven varios ancianos que no reciben ayuda de parte de ninguna instancia. Como dice doña Belém, “será porque nosotros, mi hermano Paciano que tiene ochenta y tres años, otras personas grandes y yo, a lo mejor ya ni siquiera pertenecemos a la tercera edad, tal vez ya somos de la cuarta o quinta, por nuestra avanzada vejez. Hace unos meses me picaron cientos de abejas africanas, sobreviví gracias a que enseguida me llevaron al centro de salud, pero los gastos de hospitalización durante un mes los tuve que pagar yo con el dinero que a veces me manda un nieto que está en el otro lado. Si no fuera por él no sé qué haría. Ahorita, de salud ya estoy mejor, pero de pobreza no”.

Las dificultades económicas de la gente de Maconí no se comparan con la miseria de la población ñañho que viven en las alturas de las montañas pelonas a las que se llega por camino de herradura, donde no hay agua para tomar ni terrenos para sembrar. En esas condiciones están las familias de El Huizache, El Torno, Las Pinturas, Los Piñones y el Puerto de la Luz, que todavía conservan el milenario idioma otomí. En estos lugares, como no hay que comer, las mamás dan pulque a los niños en lugar de un taco, para engañar el hambre.

La despedida

Para salir de El Cuete, Loma Cuata, La Cruz, San Nicolás y Catorce, cerros que tutelan y aíslan a Maconí, hay que ir cuesta arriba por estas impresionantes montañas en las que se agazapa la miseria. Por el camino, a la orilla de uno de los precipicios, hay una capilla en recuerdo de la fecha en que se accidentó el padre Francisco Botey (amigo del padre Chinchachoma que, durante gran parte de su vida, atendió con increíble amor a niños de la calle de la Ciudad de México y que visitaba Maconí ocasionalmente) hace cinco años, el mismo día en que un incendio amenazaba con quemar su iglesia. Por esos días también tembló como nunca. La gente todavía recuerda que parecía que la tierra y el agua hervían.

Aquí, en este antiguo reducto de los chichimecas-jonaces, en los escarpados cerros preñados de metales, los niños otomíes que pastorean cabras, cabritos y cabrones a la orilla del camino de terracería, detienen a los vehículos para pedir, con las pocas palabras que han aprendido en español: “¿Trae algo que me regale?”