DOMINGO 24 DE JUNIO DE 2001


Uno de los lugares de mayor biodiversidad en el mundo, en el ojo del huracán

Sócrota: el paraíso en peligro

Ubicada a apenas unos kilómetros -250- del Cuerno de Africa, y a unos pocos más -340- de la península arábiga, se encuentra la isla de Sócrota (de 690 kilómetros cuadrados), y sus dos -llamadas- hermanas. Su diversidad ecológica siempre ha resultado única, hasta el punto de que, en el pasado, fue protagonista de numerosas leyendas, y en la actualidad, los científicos no han dudado en bautizarla con nombres tan impactantes como Fósil Viviente, Arca de Noé o Galápagos del Indico. La concentración de unas 900 especies distintas de flora y de fauna (de las cuales, al menos una tercera parte son endémicas) no es algo que se dé en muchos lugares del mundo. Hasta ahora el aislamiento en el que la sumen -durante seis meses al año- los vientos monzónicos ha evitado la contaminación más peligrosa de todas: la de la civilización desarrollista. Hoy en día, al calor del creciente interés que Sócrota está despertando en los sectores más dinámicos del capitalismo globalizado, la cuestión que se plantea es -ni más ni menos- si la supervivencia de esta Residencia de la gloria (significado de su nombre en sánscrito) va a seguir estando garantizada en el milenio que ahora comienza

Juan AGULLO* * Ilustraciones de Maries MENDIOLA

Adecir de los especialistas hubo un tiempo en el que la isla de Sócrota (a la que los griegos llamaron Diosácrida, y los romanos, Diosótori) estuvo unida al continente africano y a la península arábiga. Esa sería una de las razones por las cuales, en la reseñada isla, abundan especies que en otras latitudes están consideradas como desaparecidas (como el caso del buitre egipcio). Aquí también -sólo por poner un ejemplo-, los pepinos, en lugar de crecer en matas, como en cualquier otro lugar del mundo, brotan de las ramas de unos árboles que llegan a medir hasta unos cuatro metros de alto.

mariesilustra-183Por muy increíble que suene, está muy lejos de ser todo. Un árbol llamado drago (cuya resina rojiza tiene unas increíbles propiedades curativas) constituye uno de los símbolos históricos de una isla que, desde la antigüedad clásica, ha venido exportándole al mundo perlas preciosas, áloe, incienso, mirra, especias, etc. Si de verdad existieron alguna vez los Reyes Magos, mal que le pese a los eurocéntricos, debieron hacer un alto en Sócrota para recoger los presentes que, más tarde, habían de ofrecerle al Niño Jesús.

Sea como fuere y mitos bíblicos al margen lo cierto es que, en esta isla, la flora está muy lejos de representar el único milagro palpable. Al parecer, no en vano, en sus tierras y mares circundantes (Sócrota está asentada sobre un arrecife coralino) se pueden encontrar no menos de 112 especies de aves, 85 de reptiles y otras tantas de insectos y animales marinos que, al raro visitante extranjero que se deja caer por estos lares, le proporcionan una sensación de regresión milenaria en el tiempo. En realidad, si no fuera porque la rareza no llega al punto de que por los prados, valles y montañas de Sócrota deambulen dinosaurios, sería como aterrizar en la prehistoria.

La perspectiva social, además, ayuda a ello. Los no menos de 50 mil nativos que viven en la isla constituyen una especie de punto y aparte en la humanidad. No es que tengan un extraño parecido con los extraterrestres que nos suele pintar el cine, pero lo cierto es que sí resultan un tanto especiales. De su origen, en realidad, no se sabe mucho. El socrotí que hablan, al ser de origen sánscrito, ha impulsado a algunos a aseverar que nos encontramos ante un pueblo indoeuropeo más; para otros, los ancestros de los actuales pobladores de Sócotra provienen de una de las cunas de la humanidad: Africa. Vengan de dónde vengan, el hecho cierto es que, a lo largo de los siglos, los socrotíes se han mezclado ?y no poco? con los comerciantes griegos, egipcios, persas, romanos, africanos, árabes, portugueses, holandeses y británicos que se han aventurado a acercarse hasta el extremo más oriental del Golfo de Adén. Prueba de ello son las curiosas combinaciones que se dan: la más rara, la que es más destacada por casi todos, son los ojos azules que suelen adornar bellos rostros de rasgos inconfundiblemente negroides.

Pero está muy lejos de ser todo: lo extraño de los socrotíes no es sólo su apariencia física. De hecho, a decir de no pocos, los habitantes de esta isla siguen viviendo en la Edad de Piedra: recluidos en cuevas que alumbran con fuegos encendidos mediante el frotamiento de dos piedras. La mayoría viven de la pesca, la caza, de agricultura y la ganadería de subsistencia, y los más modernizados, de la recuperación (por buceo autónomo) de las perlas preciosas que pueblan el arrecife de coral que rodea a este paraíso perdido. Lo más bello y a la vez lo más increíble es que este pueblo tan inocente cuida como ninguno otro su entorno ambiental hasta el punto de que se puede decir que forma parte integral y armónica del mismo. Al parecer, los ancianos tienen un papel fundamental en lo que se refiere al cuidado de los árboles y las plantas, al barbecho de los cultivos y a la trashumancia del ganado. En Sócrota, por consiguiente, se vive en, con y por la tierra: hasta ahora, de hecho, los conflictos y peligros ambientales son unos perfectos desconocidos por estos lugares.

*El redescubrimiento de Sócrota

La primera investigación científica de un lugar que, hasta ese momento, tan sólo había sido un salgariano refugio de marinos y Eldorado de comerciantes, tuvo lugar en un ya lejano 1820. Ese año arribó a la isla un barco fletado por la Asociación Británica de Promoción de la Ciencia, que se encargó de inventariar y clasificar el sinfín de especies extrañas que sientan sus reales en Sócrota. Desde entonces la paradisiaca y prehistórica realidad local apenas ha cambiado. El interés por una isla que se encuentra literalmente aislada del mundo entre los meses de agosto y diciembre volvió a desaparecer durante muchos años. Para muestra, un botón: durante la separación del país al que pertenecen en la actualidad (el sultanato de Yemen), sus habitantes -cuando no practicaban el simple y llano trueque- pagaban con indiferencia en dinares del norte (al que pertenecían formalmente) o del sur. La realidad exterior no iba con ellos y el mundo, por su parte, tenía más o menos olvidada la existencia de Sócrota.

El interés por la isla, sin embargo, volvió a aparecer a finales de la década de los ochenta del siglo XX. A partir de ese momento, y sobre todo de la reunificación de Yemen, comenzaron a arribar a la isla botánicos, zoólogos, farmacólogos, genetistas, antropólogos y en general especialistas de casi todas las disciplinas científicas habidas y por haber. Los periodistas (por ejemplo, de la BBC de Londres, o del National Geographic), tampoco faltaron. La lejana y olvidada isla de Sócrota volvió así -prácticamente de la noche a la mañana- a aparecer en los mapas, y sobre todo en las estrategias comerciales de no pocos gobiernos y corporaciones multinacionales. En 1992, de hecho, durante la cumbre ambiental que -auspiciada por las Naciones Unidas- se celebró en la ciudad brasileña de Río de Janeiro, las autoridades en la materia instaron vivamente a las comunidades científica y política mundiales al estudio y a la conservación de tan singular entorno.
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Los pasos que se han dado desde entonces, sin embargo, más que a otra cosa, deberían inducir a la preocupación. Durante años, de hecho, desde las Naciones Unidas se instó -por activa y por pasiva- a las autoridades yemenitas a firmar una Convención de Biodiversidad que, finalmente, fue asumida en 1996. Desde la UNESCO, por otra parte, se trató de promover el reconocimiento de Sócrota como Patrimonio Natural de la Humanidad. Aparentemente, hasta aquí, nada raro. Ambas acciones, de hecho, en teoría no se orientan más que a la conservación y al desarrollo de las regiones que abarcan. El problema es que, llegados aquí, no hemos de olvidar la importancia creciente que -para el sector puntero del gran capital trasnacional- está adquiriendo una biodiversidad de la que Sócrota, casi se podría decir que es excedentaria.

En este contexto, la firma del Convenio de Biodiversidad de Naciones Unidas y la declaración de Sócrota como Patrimonio Natural de la Humanidad no pueden más que abrir interrogantes. Y ello porque, si nos fijamos bien, en ambos protocolos no sólo se habla de conservación ecológica y de investigación científica, sino de desarrollo socioeconómico. La coartada en este sentido la ofrece la paupérrima situación en la que vive una población local que -para que nos hagamos bien a la idea-, pese a ser musulmana, no practica la poligamia, porque -como muy bien reza el Corán- ésta tan sólo puede tener lugar en el caso de que existan medios materiales suficientes como para que un marido pueda permitirse mantener a más de una esposa.

Así las cosas, introducir en la isla un concepto exógeno como el de desarrollo -por muy sustentable que éste pretenda ser- puede llegar a equivaler a una ruptura del delicado equilibrio ambiental que existe en Sócrota. Es más: incluso se podría decir que hablar de desarrollo en este paraíso perdido podría llegar a equivaler a una imposición cultural y culturalista típicamente occidental, por cuanto que -desde la perspectiva de la población local- éste ya tiene lugar, por mucho que haya monogamia y que el fuego se haga brotar mediante el frotamiento de piedras. No en vano lo que en realidad ocurre es que Sócrota no sólo es un fósil viviente, sino que también sigue siendo uno de los pocos lugares del mundo en los que subsiste una concepción colectivista de la existencia, que no se desliga de una naturaleza a la que se hace pertenecer al ser humano como un elemento más de la misma.

 Pese a todo, hay a quien parecen darle igual todas esas cosas porque, básicamente, cree en dos conceptos que, como la ciencia y el beneficio, han sustituido a lo que en otro tiempo fue la religión y la redención eterna. De hecho no pocos responsables institucionales y empresarios multinacionales parecen estar empeñados en rentabilizar Sócrota a cualquier precio. Para ello es necesario romper con un aislamiento geográfico que, paradójicamente, ha sido la histórica fuente de esa -ahora- tan codiciada riqueza ecológica de la isla que nos ocupa. Alguien ya ha puesto manos a la obra: en los próximos años se van destinar nada menos que 7.5 millones de dólares para la construcción de un pequeño puerto y de un faro que, según los generosos donantes (gobiernos extranjeros, con Estados Unidos y Gran Bretaña a la cabeza), van a ayudar a un mejor conocimiento de la biodiversidad local que, por demás y como no podía ser menos, va a redundar en beneficio de la población local. Los compatriotas de los socrotíes, por cierto, parecen no importarle tanto al mundo: pese a la pobreza que padece Yemen, la ayuda internacional apenas llega al resto del país.

Sea como fuere, el hecho cierto es que a partir de las inversiones a las que nos acabamos de referir, se supone que en la isla -además de científicos y periodistas- hará su entrada a lo largo de los próximos años una verdadera troupe de voluntariosos cooperantes extranjeros (militantes en ONG que, por cierto, ya están comenzando a arribar a Sócrota), dispuestos a rescatar saberes ancestrales y a recopilar plantas y animales endémicos que, para su mejor estudio, serán enviados a Europa Occidental y Estados Unidos. Una vez allí no se tratará más que de comenzar a descifrar códigos genéticos por doquier con el objeto de patentar fórmulas y componentes que, más tarde, muy probablemente serán utilizados en la producción de alimentos y de medicinas que los ciudadanos de a pie habremos de pagar a precio de oro. Sócotra, para entonces, ya no servirá para mucho: volverá a ser el islote abandonado en mitad del Océano Indico que fue durante siglos.

Siempre y cuando las especies endémicas logren sobrevivir al desarrollo, la isla podrá subsistir como un polo de atracción turística para multimillonarios de todo el planeta. La población local, como consecuencia de todo ello, también sufrirá los inhumanos empellones del desarrollo: su colectivismo y la armonía en la que conviven con el entorno natural del que forman parte corren un serio peligro de esfumarse dramáticamente en nombre del progreso ecológico y socioeconómico. La historia ya la conocen y ya la han padecido en el pasado los indígenas americanos, los aborígenes del Pacífico y las etnias africanas: desgarramiento cultural, desestructuración social, proliferación de enfermedades mortales, etc. Pese a todo, los socrotíes habrán pasado a formar parte de la civilización: los reportajes de la BBC, para entonces, ya no los filmarán encendiendo fuego a la prehistórica usanza, sino dando tumbos poseídos por el dios Baco. Nos congratularemos entonces de la sin par cruzada civilizatoria llevada a cabo en la Residencia de la gloria, aunque quizás nos tengamos que lamentar de ser un poco menos biodiversos de lo que somos ahora mismo. ¿Se podría frenar tan sombrío panorama? La razón quizás nos la puedan dar los redactores de un Plan Puebla-Panamá que, en el fondo, presenta no pocas similitudes con una realidad aparentemente tan lejana y, sobre todo, tan salvaje.*